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Horacio Quiroga y la literatura salvaje

Autor de una vasta obra, la figura literaria de Horacio Quiroga no ha perdido vigencia. En febrero último, se conmemoró el octogésimo tercer aniversario de su decisión de abandonar este plano bebiendo cianuro. Siendo un escritor de obligada referencia de la literatura rioplatense y mundial, celebramos su narrativa depurada y sin concesiones, que lo ha posicionado como el cuentista perfecto. Por esta condición y la temática predominante en su obra, se lo suele comparar con Edgar Allan Poe o Charles Baudelaire.

Citar a Horacio Quiroga y su obra sin tener en cuenta el contexto sociocultural de la época que le tocó vivir es acceder a la mitad de la información. Fue un escenario marcado por la efervescencia de las vanguardias, los manifiestos y una profusa vida cultural. En lo social, el mundo vivía la crisis política internacional que, finalmente, al cabo de pocos años, daría origen a la primera guerra mundial. En la vida cultural, vernáculas figuras como Leopoldo Lugones, Oliverio Girondo o Victoria Ocampo gravitaban fuertemente y, por su gran repercusión, fueron referentes de sus contemporáneos. La llamada Generación del 900, de la cual Quiroga es exponente, también, perfiló una identidad nacional en las letras del siglo XX, nutriéndose de aquellos como los citados, pares y competidores, a la vez.

Contemporáneo de Arlt y Borges, mencionando a dos autores relacionados, en distintos niveles, con el uruguayo, una correlación radica, en el caso de Borges, en algunos de sus comentarios: “Es el hombre (Quiroga) que volvió a escribir los cuentos que Kipling ya había escrito mejor”. La referencia capciosa a Rudyard Kipling, escritor británico nacido en Bombay, es una asociación que pertenece a la insondable ironía de Georgie y que deslizara, acerca de la obra de Quiroga, junto con otras tantas de similar tenor, de alguna manera, lesionando la originalidad de sus contenidos, pero, es notable que, en el funeral del autor de Historia de un amor turbio, el mismo Borges se manifestó en oposición a estas declaraciones.

En el caso de Arlt, los emparenta una voluntad de cronista presente en ambos autores, llevando depurada literatura al estilo, casi periodístico, que ambos ejercieron. Detalles de color, entredichos y rivalidades que retratan, también, una época de efervescencia literaria, ciertamente, fecunda.

Horacio Quiroga (1878-1937) nació en Salto, Uruguay. Bautizado Horacio Silvestre Quiroga Forteza, fue cuentistadramaturgo y poeta, incluso, guionista cinematográfico. Por parte paterna, descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga.

Facsímil de su fe de bautismo. Foto: Archivo Histórico Provincial de Salto, Uruguay.

Cuentos de amor locura y muerte es, sin duda, su obra más conocida. Publicada en 1917, un texto que, de por sí, atestigua largamente la permanencia de su figura literaria; este libro, en específico, prefigura algunos de los rasgos que habrían de predominar en la narrativa hispanoamericana posterior, temas como el drama humano, el imperio de los instintos, la soledad del hombre y la lucha contra los elementos de la naturaleza son vasos comunicantes de un estilo que ejerció hasta con crueldad, pero, en el caso del emblemático libro citado, es la muerte como eje narrativo lo que domina el volumen y, de alguna manera, la totalidad de la obra de este autor.

Definido en las múltiples tragedias que signaron su vida, Quiroga y la noción de muerte son indivisibles. Comencemos por la primera de sus tragedias, su padre murió por el disparo accidental de su propia escopeta. El recuento de desgracias continúa: su padrastro, semiparalizado y mudo por un accidente cerebrovascular, se quitó la vida, también, con una escopeta, en el momento en que Horacio entraba a la habitación. Su primera esposa se suicidó ingiriendo el reactivo de revelado de fotografías. Se suman las muertes de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco. Finalmente, resulta responsable de la muerte de su amigo Federico Ferrando, quien había decidido batirse a duelo. Quiroga se ofreció a revisar y limpiar el revólver escapándosele un disparo que impactó en la boca de Federico, este fue el suceso que lo llevó a abandonar Uruguay. Ya desaparecido el autor, el trágico destino del suicidio fue decisión, también, de sus tres hijos: Eglé lo hizo en 1938, Darío en 1952 y María Elena en 1988.

De estas múltiples experiencias trágicas, surge una literatura, ciertamente, oscura. Él decide una carrera literaria en el momento de la declinación del modernismo y el ascenso de las vanguardias. El Quiroga de principios del siglo XX fue un autor prolífico, reconocido dentro de las corrientes naturalista y modernista. En su personal uso del lenguaje y la crudeza temática autoimpuesta están las claves de estilo que han garantizado la perdurabilidad de su obra, pero, es en ciertos componentes literarios donde se cifra el valor innegable de su literatura: la brevedad, la existencia de un hecho único y un final sorpresivo. Fórmula perfecta, incontestable, clave del arte de escribir cuentos.

Otro detalle constitutivo de su narrativa es que, vida y obra de Horacio Quiroga, se entrelazan de manera significativa: Diario de viaje a París (1900), Historia de un amor turbio (1908),  la ya citada Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) y Cuentos de la selva (1918), por citar los ejemplos más notorios, así lo atestiguan. Son escritos de fuerte raigambre autobiográfica.

En su Uruguay natal, formó un grupo donde sostuvo los objetivos de lo que, después, se llamó La generación del 900. Siendo todos ellos seguidores de la escuela modernista, fundada por Rubén Darío, y consecuentes con un  movimiento donde se inscriben, cómodamente, los primeros escritos de Quiroga. Dueño de una prosa impecable, su literatura evolucionó naturalmente hacia el retrato realista.

Quiroga colaboraba con diversas publicaciones, en su Uruguay natal: La Revista, Gil Blas y La Reforma. Luego, en 1899, fundó la Revista de Salto. Más tarde, colaboró, también, en La Novela Semanal. Ya radicado en Buenos Aires, entre 1922 y 1924, publica en las revistas Atlántida, Caras y caretas, Fray mocho, El Hogar y La Nación.

Dos viajes se reconocen como iniciáticos y fundacionales: el que hizo a París, tras recibir la herencia de su padre, partiendo en primera clase y retornando en tercera, andrajoso, hambriento y con una barba que sería, para siempre, su aspecto definitivo; el otro viaje lo emprendería, con Leopoldo Lugones, una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que Lugones planeaba investigar las ruinas de las misiones jesuíticas en esa provincia. De este viaje nace su amor por la selva, donde se radicará con su primera esposa y, por añadidura, sus suegros preocupados por la decisión del autor de habitar lo imposible.

En 1909, se radicó en Misiones y se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, célebre sitio de las misiones jesuíticas. Él solía guardar, en una lata de galletas, en papelitos sueltos, los actos notariales. Allí fue cultivador de yerba mate y naranjas, dueño de 185 hectáreas sobre la orilla del Alto Paraná, hacedor de muebles, hábil, incluso, para construir su propia embarcación y su casa de madera. Dijo, una vez: “Cuando saqué la primera foto entre las ruinas de San Ignacio, supe que aquella tierra me había atrapado para siempre, que me sería imposible regresar, porque era ese el lugar en el que quería vivir y contar lo que veía”.

Su carrera literaria es amplia. Fue un escritor profesional, que, aunque con altibajos, vivió de sus escritos. También, por esta condición de cronista, se lo compara con Roberto Arlt, pero, estamos en presencia de una literatura más depurada, sin agraviar a Arlt, Quiroga poseyó el don de la prosa, alejó su inspiración de los tics gauchescos, tan en boga en su época, y considero que, alejando su literatura de lo telúrico, ganó en presencia clásica, en una cierta atemporalidad, tanto, que aventuro a compararla con la prosa de Marcel Proust, un juego con las palabras que corre naturalmente, sin tropiezos, acrisoladamente.

Otro aspecto que lo define es su pasión por las mujeres de menor edad. Se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Palacio, de 17 años, la relación no prosperó. Le siguieron otros amores adolescentes, que sufrieron por su decisión de vivir en la selva. Su primer amor con María Esther Jurkovski le dejó un amargo sabor, la diferencia de edad y el disgusto de los padres de la joven dieron por tierra con la relación. Sin embargo, ella fue la inspiración de sus obras: Las Sacrificadas y Una estación de amor. Esto se manifestará, también, como una constante. Sus dos esposas y madres de sus hijos, también, serían fuente de inspiración. Con Ana María Cires, treinta y un años menor que el poeta, tuvo dos hijos, Eglé y Darío. Luego, con María Bravo, treinta años menor que él, tuvo a su última hija, María Elena. Se sincera con su amigo Ezequiel Martínez Estrada: “Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de éstos que me abandona me lleva verdaderos pedazos de vida”.

Con Alfonsina Storni, protagonizó un sonado romance. Todo ocurrió entre 1919 y 1922, años en los que mantuvieron una estrecha relación. Ella no quiso casarse con Quiroga ni acompañarlo al impenetrable chaqueño. La propuesta de irse juntos a Misiones fue consultada por la poetisa con su amigo, el pintor Benito Quinquela Martín, ¿Con ese loco? ¡No!, respondió. No obstante, Storni se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”. El día de su muerte no hubo dinero para costear su entierro, fue Natalio Botana, director del diario Crítica, quién corrió con los gastos. Fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, que él había colaborado en fundar, junto a Leopoldo Lugones.

Signo de esos tiempos, tres poetas rioplatenses decidieron acabar con sus vidas shockeando entre 1937 y 1938 a la sociedad de la época. Primero, Quiroga en 1937; le siguieron, Leopoldo Lugones, quien se quitará la vida en 1938, y, luego, Alfonsina Storni en ese mismo año, en Mar del Plata.

Horacio Quiroga pareciera sorprenderse o maravillarse de lo que está narrando, su relato está lleno de ambigüedades, retrocesos y oscuridades. Recientemente, se reeditaron las nouvelles que escribió entre 1908 y 1913, con el seudónimo de S. Fragoso Lima. Siete libros que integran una caja estuche, novelas cortas escritas por una necesidad económica más que por interés literario. Deducimos que el uso de un alias tuvo por objetivo separar de su obra estos escritos. La edición corresponde a Martín Bentancor y Alejandro Ferrari. Financiada por el Ministerio de Educación y Cultura/Fondo Concursable para la Cultura (2019, Montevideo).

Entre 1936 y 1937, Quiroga estuvo internado cinco meses en el Hospital de Clínicas, en la ciudad de Buenos Aires, por dolores en su bajo vientre y en la espalda. Allí, los médicos le dijeron que podían operarlo para extirparle la próstata, aunque, le dieron pocas garantías de sanar y sobrevivir. El diagnóstico era cáncer. El 18 de febrero de 1937, consciente de su oscuro final, Quiroga visitó a su hija Eglé. En la despedida, la besó y sostuvo la mirada largamente en los ojos de su hija, acto extraordinario en un hombre de carácter parco. También, vio a su amigo Julio Payró, joven pintor hijo del escritor y periodista Roberto J. Payró, y le prometió visitarlo al día siguiente. La promesa quedaría incumplida, un trago de cianuro en plena madrugada, comprado en una escapada del hospital, terminó con los dolores y la ausencia de esperanza. Fue el viernes 19 de febrero de 1937, tenía 58 años.

Entre sus escritos, quizás el más cuestionado es el siguiente:

 

Decálogo del perfecto cuentista

 

I. Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.

II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

 

Hijo privilegiado del modernismo y las vanguardias del siglo XIX, Horacio Quiroga permanecerá, sin duda, entre los destacados autores latinoamericanos, un uruguayo que, en 1911, formalizó su solicitud de ciudadanía argentina.


Fernando González Oubiña es actor, autor, docente teatral y gestor cultural. Ha sido galardonado con importantes premios y distinciones internacionales.

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