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“Sólo somos días en el mar del Tiempo”. Sobre dos poemas de Edith Sitwell

Lamento por el nuevo atardecer

 

8 horas 18 minutos del 6 de agosto de 1945, la muerte se derrama sobre Hiroshima. Toda la maravilla de la creación cae y Edith Sitwell llora una nueva caída del ser humano.

El genio científico le dio las armas y la ceguera humana fue implacable, se zambulló hasta el mismo corazón de su Madre, la Tierra, y se imaginó solo en este mundo. Él, el más poderoso ser de la creación, Caín, quien fue capaz de matar a su propio hermano ¡A tal dimensión había llegado su poder! Él podía matar a su igual, pero, junto a su hermano morían las flores, los gatos y los gusanos y todo se volvía una bola de muerte a su alrededor.

El corazón del ser humano es asociado con Caín, una irracional pasión por la destrucción, y su cerebro es asociado con Nerón, la locura, pero, no una demencia que no hace daño, sino, aquella que goza con el aniquilamiento de la vida.

El conocimiento, meta y objetivo de la ciencia en sus inocentes comienzos, se ha vuelto un incesante desgarrar capa a capa las entrañas de la naturaleza, sin que le importe producir daños irreparables, dejando de lado la belleza del paisaje y la rosa.

Todo fue devastado en un segundo de absoluta crueldad y ya no hubo lágrimas. La Tierra, como nuestra Madre, nos da la vida y, como nuestra Asesina, nos la quita.

El origen del humano, luminoso y bello, rebosante de vida, en la Gran Mañana, donde todo era sagrado: el canto de lo pájaros, el olor de la tierra mojada por las manos de la lluvia, el sol y su luz infinita, todo tenía un valor supremo, invalorable. Cada cosa formaba parte de ese Todo y el corazón del humano latía sin falsas ambiciones. Todo estaba repleto de dioses, porque era sagrado ante la prístina mirada del primer humano. Mas el mal no tardó mucho en incubar la sombra en su pecho descarnado.

El mal trabaja lentamente, pues sabe que la eternidad es suya y su poder es inapreciable. Sus frutos no tardarían en propagarse como una reacción en cadena y toda la suciedad del humano estallaría en un solo grito de fuego y sangre, para marcar con una herida insondable el vientre de su Madre, la Tierra, fecunda y asesina.

Y el poder del mal creció hasta que su furia fue más fuerte que los astros y la sombra cayó sobre la Tierra una mañana de 1945, mientras las almas aún dormían abrazadas en sus lechos y el Sol dejó de calentar su piel, pues, ya no existía piel a quien brindar su calor, todo era un vacío silencioso.

El odio del humano mató al odio del humano, pero, al mismo tiempo, el amor del humano mató al amor del humano y el corazón del humano, ahora, ya no es capaz de sentir, pues, ¡ha muerto!

Edith Sitwell.

 

 

El espectro de Caín

 

En el corazón del humano anidaba un calor originario, pero, se produjeron “enormes migraciones” y “grandes oscilaciones” y, entonces, el frío, el cero, la nada lo cubrió por entero. El ser nace de la nada y el movimiento se inicia en el reposo, por lo tanto, es lógico que vuelva a él, su Madre: la cumbre de la abstracción, la nada, el cero, “la más alta idea matemática”. Sitwell nos lleva desde las alturas del ser, el calor, la vida hasta los abismos del no-ser, el cero, la nada en que ha caído el corazón del humano, donde: “es el sonido demasiado alto para nuestros oídos” y ese sonido es el silencio, la cesación del sonido. Pero, esta vez, es un silencio exento de belleza.

“El tiempo se congeló”, el mundo se congeló, la vida se congeló y sólo ha quedado el espacio, pero, el espacio en su oquedad, en su vacío total de vida y de fluir vital.

Enormes paisajes desolados de hielo nos rodean, estamos en la época del frío. El frío que congela al Tiempo en una eternidad inmóvil, donde los fósiles prehistóricos, que fueron conservados por el hielo, nos recuerdan que allí, alguna vez, hubo vida, es decir, hubo calor. Mas, ahora, sólo vive la muerte, entre fósiles y restos inanimados. Una paz silenciosa se alza entre los monumentos de hielo y frío glacial.

En aquel período glacial, existía un lenguaje común a los humanos más allá del lenguaje, uno que todas/os podían comprender más allá de las palabras y sus diferencias idiomáticas. Pero, ahora, los humanos se han vueltos extranjeros unos de otros y se ha vuelto imposible reanudar la conversación que va más allá de las lenguas, el diálogo de la especie. Del mismo modo en que han perdido cualquier tipo de contacto el ave y el tigre y, ahora, sólo pueden mirarse con odio y terror, como presa y predador, mediados por el hambre, rueda en infatigable movimiento.

¿El humano predador del humano?

Cae la bomba, una nunca vista, nunca oída, nunca sentida por el tacto del ser, porque es atómica, ataca en las más profundas partículas de la vida y choca contra la Tierra viva. Un nuevo Diluvio, químico, ácido, atómico empapa la triste piel de la Tierra y aniquila el movimiento. La fuente del calor, el Sol es desplazado por una inmensa nube de sangre.

La explosión, en un enorme grito de silencio atronador, abrió un abismo en la garganta de la Tierra. Vacío, desnudez, hambre son llevados a su más alto grado, absoluto, anonadador, cero. La superficie de la Tierra se halla desnuda al igual que el Sol en sus comienzos, antes de que el primer fuego fuese encendido y su cuerpo se cubriese de calor.

Lázaro aparece como el símbolo de la “gran muerte”, recostado en esa tumba que formó la bomba al caer. A su alrededor reinan sólo el mineral inerte y los tempestuosos ríos de oro líquido. Hay una terrible asociación entre la enfermedad del oro y la lepra que nos remonta a los escritos de Paracelso. En las profundidades del corazón humano una batalla había sido ganada por el mal, en la lucha entre Cristo y el “amor del oro”, la estéril y artera ambición de los humanos.

Entonces, surge Epulón, el rico, como la contrapartida de Lázaro. Pero, he aquí que los opuestos se unen, se fusionan y desaparecen. Como no puede existir el uno sin el otro, ambos deben morir.


Las citas de los poemas fueron tomadas de: Sitwell, Edith, Poemas de la edad atómica, Carmina, Buenos Aires, 1960.


Santiago Julián Alonso es artista plástico, escritor, dramaturgo, licenciado en Letras (UBA), periodista e investigador en el Centro Cultural de la Cooperación. Vive en Villa Ciudad Parque, Córdoba.

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