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Poemas para leer en cuarentena (Segunda entrega)

Las poetas Paulina Vinderman y Patricia Díaz Bialet y los poetas Juano Villafañe y Gustavo Val eligen poesía

El poeta griego Odyseas Elytis, en sus Cartas abiertas, afirmó: “La poesía comienza allí donde la última palabra no la tiene la muerte”. Juan Gelman, al recibir el premio Cervantes, expresó: “Ahí está la poesía: de pie frente a la muerte”. Y Rodolfo Alonso, en su poema Contra la muerte, escribe: «Porque a toda la muerte hay que dejarle / un recuerdo rayándole la cara / un sonido de hombre de algún modo, / con olor a solazo y sudor bruto, / un manotón, un rasgo, un estampido, / una orilla de luz como una herida, / vacío iluminado, una candente ausencia». En estos tiempos de pandemia, donde tantas personas, prácticamente en todo el mundo, son afectadas por esta de una u otra manera, desde la revista Con Fervor hemos decidido acompañarlos a través del arte, con literatura, cine, teatro, artes plásticas, etc. En esta segunda entrega de esta serie de notas pensadas para hacer llegar la poesía a nuestros lectores, les pedimos a las poetas Paulina Vinderman y Patricia Díaz Bialet y a los poetas Juano Villafañe y Gustavo Val que elijan tres poemas. Festejemos la poesía, festejemos la vida.

Paulina Vinderman es poeta y traductora. Entre los premios que recibió, se destaca el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras 2004-2006.

Elijo al poeta Adonis. Su verdadero nombre es Alí Ahmad Said Esber; nació en Siria en 1930; estudió Letras en Damasco y fue becado a Francia en 1961. Es considerado una de las voces más lúcidas del mundo árabe.

 

 

Cantos para la muerte (Adonis)

 

1

Cuando pase cerca de mí se dirá que la muerte

fue estrangulada por el silencio

se dirá que duerme cuando duermo

 

2

oh mano de la muerte alarga mi camino

lo ignoto ha fascinado mi corazón

oh mano de la muerte estíralo aún más

así podré descubrir la esencia de lo imposible

y ver el mundo a mi alrededor

 

 

Cantos para el amor (Adonis)

 

1

un eco de ti me ha dicho:

“el secreto que habla de ti y de mí

no tiene edad”

 

2

sabemos cómo pueden amar las estaciones

sabemos qué lengua hablarán

en la ignorancia del viento y del espacio

 

3

no tengo miedo

debes inventar el testimonio que te está destinado

 

 

Entre tus ojos y yo (Adonis)

 

cuando hundo mis ojos en los tuyos

veo el alba profunda

veo el antiguo ayer

veo eso que ignoro

y siento que pasa el universo

entre tus ojos y yo

 

 

El Oriente de la belleza (Adonis)

 

cada vez que tengo la intención

de acercar el oriente de la belleza

el crepúsculo me llama

los caminos se borran a través de mis pasos

 

Grabado de Georges Braque, Pájaro de fuego.

Patricia Díaz Bialet es poeta y periodista cultural. Publicó diez libros de poesía.

 

 

Canto II (fragmento) (Vicente Huidobro)

 

Mujer el mundo está amueblado por tus ojos

Se hace más alto el cielo en tu presencia

La tierra se prolonga de rosa en rosa

Y el aire se prolonga de paloma en paloma

 

Al irte dejas una estrella en tu sitio

Dejas caer tus luces como el barco que pasa

Mientras te sigue mi canto embrujado

Como una serpiente fiel y melancólica

Y tú vuelves la cabeza detrás de algún astro

 

¿Qué combate se libra en el espacio?

Esas lanzas de luz entre planetas

Reflejo de armaduras despiadadas

¿Qué estrella sanguinaria no quiere ceder el paso?

En dónde estás triste noctámbula

Dadora de infinito

Que pasea en el bosque de los sueños

 

Heme aquí perdido entre mares desiertos

Solo como la pluma que se cae de un pájaro en la noche

Heme aquí en una torre de frío

Abrigado del recuerdo de tus labios marítimos

Del recuerdo de tus complacencias y de tu cabellera

Luminosa y desatada como los ríos de montaña

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?

Te pregunto otra vez

 

 

Mientras tanto (Irene Gruss)

 

Yo estuve lavando ropa

mientras mucha gente

desapareció

no porque sí

se escondió

sufrió

hubo golpes

y

ahora no están

no porque sí

y mientras pasaban

sirenas y disparos, ruido seco

yo estuve lavando ropa,

acunando,

cantaba,

y la persiana a oscuras.

 

 

Casamiento (Adelia Prado)

 

Hay mujeres que dicen:

 

Mi marido, si quiere pescar, que pesque,

 

pero que limpie el pescado.

 

Yo no. A cualquier hora de la noche me levanto,

 

ayudo a descamar, abrir, cortar y salar.

 

Es tan bueno, nosotros solos en la cocina,

 

de vez en cuando los codos se tropiezan

 

él cuenta cosas como “éste fue difícil”,

 

“plateó en el aire dando coletazos”

 

y hace el gesto con la mano.

 

El silencio de cuando nos vimos por primera vez

 

atraviesa la cocina como un río profundo.

 

Por fin, el pescado en la bandeja,

 

vamos a dormir. Cosas plateadas estallan:

 

somos novio y novia.

 

Georges Braque, El orden de los pájaros.

Juano Villafañe es poeta, ensayista y gestor cultural.

 

 

Del Amor navegante (Leopoldo Marechal)

 

Porque no está el amado en el amante

ni el amante reposa en el amado,

tiende Amor su velamen castigado

y afronta el ceño de la mar tonante.

Llora el amor en su navío errante

y a la tormenta libra su cuidado,

porque son dos: amante desterrado

y amado con perfil de navegante.

Si fuesen uno, amor, no existiría

ni llanto ni bajel ni lejanía,

sino la beatitud de la azucena.

¡Oh amor sin remo, en la unidad gozosa!

¡Oh círculo apretado de la rosa!

Con el número dos nace la pena.

 

Leopoldo Marechal fue un poeta olvidado, debido a su compromiso político, por algunos compañeros de su generación. Escribió una novela maravillosa, titulada Adán Buenos Aires, donde cuenta, de alguna forma, la relación que tuvo con sus pares. Posee una hermosa riqueza en el lenguaje y en la musicalidad de su poesía.

 

 

(Leonor García Hernando)

 

Se escucha caer el agua sobre las lozas de la pileta.

Llagas de la noche. Paseantes entre sillas desnudas. Boca sobre boca. Horas de la estación cerrada.

Me pregunto si no seremos el espectro de aquellos que degollaron los hombres de Mataderos

gargantas fijas que el crimen pule

cabezas rapadas en celdas

y ahora los meses de la peste

y ahora envolvernos en capuchas monásticas

 

Lloraba por ti?

 

hay un espacio de mástiles vaciados donde el pensamiento es gangrena

lámparas sobre nucas en las que gotean las noches de vidrio. En la avenida

desierta giran errantes papeles como matas desgraciadas

y sin rezar en la dañina oscuridad     mercurio que se desprende de la caricia. El agua cae sobre cuchillos sucios

alto muelle desde el que miras zambullirse a los buscadores de perlas y la

aleta del tiburón desliza un triángulo de sombra en el agua abúlica.

 

Todos somos hijos de la tormenta.

Apaga ya esa luz en la cabina; que el macabro olor a cebo se desparrame

en la niebla

Hemos velado durante la inmensa noche. Tanta sombra tienen nuestros cabellos al viento.

Todos somos hijos de la traición.

Hemos visto la hemorragia fría de los faros perderse en un asfalto lento

desvalidos dedos en un piano

esa arena en la boca    nuestras delgadas sienes en la

pared que se derrumba      saliva de los compañeros

pero no cubrí tus hombros con el pañuelo de seda

no cubrí tu vientre con las uñas esmaltadas de rojo

de tu garganta no quité las cenizas

y no pude      no lloré cuando caías.

 

Leonor García Hernando es una de las grandes poetas argentinas de las últimas décadas. Una poeta que escribe entre fronteras, entre dictadura y post-dictadura. Describe, como nadie, el terror instalado en la sociedad durante los años setenta en nuestro país.

 

Compartimos, en traducción de Octavio Paz, el poema Tabaquería de Fernando Pessoa, escrito con uno de sus heterónimos: Álvaro De Campos. Es un poeta que todos debemos leer siempre.

 

 

Tabaquería (Álvaro de Campos)

 

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

 

Ventanas de mi cuarto,
cuarto de uno de los millones en el mundo que nadie sabe quién son
(y si lo supiesen, ¿qué sabrían?)
Ventanas que dan al misterio de una calle cruzada constantemente por la gente,
calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de las cosas bajo las piedras y los seres,
con el de la muerte que traza manchas húmedas en las paredes,
con el del destino que conduce al carro de todo por la calle de nada.

 

Hoy estoy convencido como si supiese la verdad,
lúcido como su estuviese por morir
y no tuviese más hermandad con las cosas que la de una despedida,
y la hilera de trenes de un convoy desfila frente a mí
y hay un largo silbido
dentro de mi cráneo
y hay una sacudida en mis nervios y crujen mis huesos en la arrancada.

 

Hoy estoy perplejo, como quien pensó y encontró y olvidó,
hoy estoy dividido entre la lealtad que debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

 

Fallé en todo.
Como no tuve propósito alguno tal vez todo fue nada.
Lo que me enseñaron
lo eché por la ventana del traspatio.
Ayer fui al campo con grandes propósitos.
encontré sólo hierbas y árboles
y la gente que había era igual a la otra.
Dejo la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?

 

¿Qué puedo saber de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser esas mismas cosas que no podemos ser tantos!

 

¿Genio? En este momento
cien mil cerebros se creen en sueños genios como yo
y la historia no recordará, ¿quién sabe?, ni uno,
y sólo habrá un muladar para tantas futuras conquistas.
No, no creo en mí.
¡En tantos manicomios hay tantos locos con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna ¿puedo estar en lo cierto?
No, en mí no creo.
¿En cuántas buhardillas y no-buhardillas del mundo
genios-para-sí-mismos a esta hora están soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, de veras altas y nobles y lúcidas-
quizá realizables,
no verán nunca la luz del sol real ni llegarán a oídos de la gente?

 

El mundo es para los que nacieron para conquistarlo
no para los que sueñan que pueden conquistarlo, aunque tengan razón.
He soñado más que todas las hazañas de Napoleón.
He abrazado en mi pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto más filosofías que las escritas por ningún Kant.
Pero soy y seré siempre el de la buhardilla,
aunque no viva en ella.
Seré siempre el que no nació para eso.
Seré siempre sólo el que tenía algunas cualidades,
seré siempre el que aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta,
el que cantó el cántico del Infinito en un gallinero,
el que oyó la voz de Dios en un pozo cegado.
¿Creer en mí? Ni en mí ni en nada.
Derrame la naturaleza su sol y su lluvia
sobre mi ardiente cabeza y que su viento me despeine
y después que venga lo que viniere o tiene que venir o no ha de venir.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos al mundo antes de levantarnos de la cama;
nos despertamos y se vuelve opaco;
salimos a la calle y se vuelve ajeno,
es la tierra y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

 

(Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates,
mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería.
¡Come, sucia muchacha, come!
¡Si yo pudiese comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra todo, mi vida misma.)

 

Queda al menos la amargura de lo que nunca seré,
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico que mira hacia lo imposible.
Al menos me otorgo a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos por el gesto amplio con que arrojo,
sin prenda, la ropa sucia que soy al tumulto del mundo
y me quedo en casa sin camisa.

 

(Tú que consuelas y no existes, y por eso consuelas,
Diosa griega, estatua engendrada viva,
patricia romana, imposible y nefasta,
princesa de los trovadores, escotada marquesa del dieciocho,
cocotte célebre del tiempo de nuestros abuelos,
o no sé cual moderna -no acierto bien la cual-
sea lo que seas y la que seas, ¡si puedes inspirar, inspírame!
Mi corazón es un balde vacío.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus me invoco,
me invoco a mí mismo y nada aparece.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, la acera, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que pasan,
veo los perros que también existen,
y todo esto me parece una condena a la degradación
y todo esto, como todo, me es ajeno.)

 

Viví, estudié, amé y hasta tuve fe.
Hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por ser él y no yo.

 

En cada uno veo el andrajo, la llaga y la mentira.
y pienso: tal vez nunca viviste, ni estudiaste, ni amaste, ni creíste
(Porque es posible dar realidad a todo esto sin hacer nada de todo esto.)
Tal vez has existido apenas como la lagartija a la que cortan el rabo
Y el rabo salta, separado del cuerpo.

 

Hice conmigo lo que no sabía hacer.
Y no hice lo que podía.
El disfraz que me puse no era el mío.
Creyeron que yo era el que no era, no los desmentí y me perdí.
Cuando quise arrancarme la máscara,
la tenía pegada a la cara.
Cuando la arranqué y me vi en el espejo,
estaba desfigurado.
Estaba borracho, no podía entrar en mi disfraz.
Lo acosté y me quedé afuera,
Dormí en el guardarropa
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo.
Voy a escribir este cuento para probar que soy sublime.

 

Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como cosa que yo hice
y no encontrarme siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente:
Pisan los pies la conciencia de estar existiendo
como un tapete en el que tropieza un borracho
o la esterilla que se roban los gitanos y que no vale nada.

 

El Dueño de la Tabaquería aparece en la puerta y se instala contra la puerta.
Con la incomodidad del que tiene el cuello torcido,
con la incomodidad de un alma torcida, lo veo.
El morirá y yo moriré.
El dejará su rótulo y yo dejaré mis versos.
En un momento dado morirá el rótulo y morirán mis versos.
Después, en otro momento, morirán la calle donde estaba pintado el rótulo
y el idioma en que fueron escritos los versos.
Después morirá el planeta gigante donde pasó todo esto.
En otros planetas de otros sistemas algo parecido a la gente
continuará haciendo cosas parecidas a versos,
parecidas a vivir bajo un rótulo de tienda,
siempre una cosa frente a otra cosa,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el misterio de la superficie,
siempre ésta o aquella cosa o ni una cosa ni la otra.

 

Un hombre entra a la Tabaquería (¿para comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me enderezo a medias, enérgico, convencido, humano,
y se me ocurren estos versos en que diré lo contrario.

 

Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarro la libertad de todos los pensamientos.
Fumo y sigo al humo con mi estela,
y gozo, en un momento sensible y alerta,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es el resultado de una indisposición.
y después de esto me reclino en mi silla
y continúo fumando.
Seguiré fumando hasta que el destino lo quiera.

 

(Si me casase con la hija de la lavandera
quizá sería feliz).
Visto esto, me levanto. Me acerco a la ventana.
El hombre sale de la Tabaquería (¿guarda el cambio en la bolsa del pantalón?),
ah, lo conozco, es Estevez, que ignora la metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería aparece en la puerta).
Movido por un instinto adivinatorio, Estevez se vuelve y me reconoce;
me saluda con la mano y yo le grito ¡Adiós, Estevez! y el universo
se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza
y el Dueño de la tabaquería sonríe.

 


Gustavo Val es músico y poeta. Publicó dos libros de poesía.

 

 

Un pueblo en las cornisas (Olga Orozco)

 

Es un pueblo disperso por áridas distancias,

por épocas que dejan una mortal sentencia entre las piedras,

aquel que se levanta, tan obstinadamente,

como si en esos gestos repetidos a lo largo de sueños y desvelos.

guardáramos, también, la esperanzada imagen de todos nuestros gestos,

su lejano destino.

 

Envueltos desde siempre en el canto nostálgico del tiempo

como en una mortaja que interminablemente los irá oscureciendo,

esos pálidos seres,

apenas sostenidos por angustioso afán de la memoria,

detienen con desiertas señales aquel día que antaño los condujo a esa gran soledad

o a esa larga velada en que de pronto se consumió la vida.

 

Solamente la lluvia y los transidos huéspedes del viento

-remolinos de briznas, pájaros agobiados por un ala invencible,

o errantes humaredas que abandonan una trémula aureola-

rodean, vanamente,

una triste cabeza cuyo cuerpo cubrieron las paredes,

unas manos hundidas en la inmóvil corriente de largas cabelleras,

un semblante asomado a algunas flores,

a una página hueca,

a otro rostro sumido en lo imposible.

 

Mientras pasan y tornan nuestras cambiantes sombras,

y nuestra misma imagen se pierde en los espejos bajo aquellos que fuimos,

cada vez más incierta,

como labrada en inasible bruma,

ellos,

testigos de ese coro de ahogadas resonancias, de confusos olores,

con el que cada casa penetra con su aliento a través de las otras,

custodian, impasibles, nuestra eterna esperanza,

con igual lejanía que la de un corazón demasiado colmado.

 

Porque son ese pueblo cuyo ademán paciente convocamos como a un resto de amor,

como a un secreto que se ampara en el polvo,

como a un recuerdo único que en la sangre perdura para cumplir la antigua, sagrada profecía:

“Tan sólo el verdadero de todos cuantos fuiste contemplará caer la sombra de los siglos”.

 

 

Grito hacia Roma (Federico García Lorca)

(Desde la torre de Chrysler Building)

 

Manzanas levemente heridas

por finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupe carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

 

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el  misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

 

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos del cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

 

Pero el viejo de las manos traslúcidas

dirá: amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se pongan de plata los labios.

 

Mientras tanto, mientras tanto ¡ay! mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas, / ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento, ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da frutos para todos.

 

 

Hallazgo de vida (César Vallejo)

 

¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas.

Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida. No la he sentido nunca. Miente quien diga que la he sentido. Miente y su mentira me hiere a tal punto que me haría desgraciado. Mi gozo viene de mi fe en este hallazgo personal de la vida, y nadie puede ir contra esta fe. Al que fuera, se le caería la lengua, se le caerían los huesos y correría el peligro de recoger otros, ajenos, para mantenerse de pie ante mis ojos.

Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, ha habido casas y avenidas, aire y horizonte. Si viniese ahora mi amigo Peyriet, le diría que yo no le conozco y que debemos empezar de nuevo. ¿Cuándo, en efecto, le he conocido a mi amigo Peyriet? Hoy sería la primera vez que nos conocemos. Le diría que se vaya y regrese y entre a verme, como si no me conociera, es decir, por la primera vez.

Ahora yo no conozco a nadie ni nada. Me advierto en un país extraño, en el que todo cobra relieve de nacimiento, luz de epifanía inmarcesible. No, señor. No hable usted a ese caballero. Usted no lo conoce y le sorprendería tan inopinada parla. No ponga usted el pie sobre esa piedrecilla: quién sabe no es piedra y vaya usted a dar en el vacío. Sea usted precavido, puesto que estamos en un mundo absolutamente inconocido.

¡Cuán poco tiempo he vivido! Mi nacimiento es tan reciente, que no hay unidad de medida para contar mi edad. ¡Si acabo de nacer! ¡Si aún no he vivido todavía! Señores: soy tan pequeñito, que el día apenas cabe en mí.

Nunca, sino ahora, oí el estruendo de los carros, que cargan piedras para una gran construcción del boulevard Haussmann. Nunca, sino ahora, avancé paralelamente a la primavera, diciéndola: “Si la muerte hubiera sido otra…”. Nunca, sino ahora, vi la luz áurea del sol sobre las cúpulas del Sacré-Coeur. Nunca, sino ahora, se me acercó un niño y me miró hondamente con su boca. Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias.

¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte.

 

Elijo estos poemas por el interés que, cada uno de ellos, me provocó, desde una primera lectura y en otras renovadas que hice a lo largo de los años. También, porque, al reunirlos ahora, sentí la inclinación de reconocer, entre ellos, tensiones vinculantes, encontrando cierto hilo narrativo testimonial que, con vigor, se hace presente en relación a los días que nos tocan vivir.


Santiago J. Alonso es artista plástico, escritor, periodista y licenciado en Letras (UBA).

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