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Pizarnik, vestida de cenizas al alba

Conmemorando los 85 años de su nacimiento, ocurrido el 29 de abril de 1936

Se la puede imaginar o invocar, ella renace cuando se la pronuncia. Duele en lo profundo, brillante y torturada, una musa insegura de sus encantos, perseguidora de las palabras que la amaron y la convirtieron en exponente privilegiado de la literatura de habla española.

Se puede abundar en datos biográficos, en su pasado, en las enumeraciones que la describirían, en las contradicciones que la acosaron y en el desbalance que precipitó su final. Se la halla en el uso personalísimo del lenguaje, en temáticas impensadas para su época, en el anhelo de superación que la llevó a cruzar el océano, en la bisexualidad y el desamor, en la ardiente expectación, en la avidez de su insomnio.

Incluso, se pueden cuantificar las cincuenta razones que la llevaron a la oscuridad, el 25 de septiembre de 1972, el producto se llamaba Seconal, depresor de la actividad cerebral usado en el tratamiento sintomático de la angustia y de la ansiedad, sedante e hipnótico, curiosamente… Sin embargo, ella no necesitaba nada para inducir a las palabras a un trance perenne, podemos imaginarla en soledad, lentamente perdiendo sus facultades, eligiendo adormecerse con este barbitúrico que, en sobredosificación, produce insuficiencia cardíaca, dificultad para respirar, presión arterial baja, pulso débil, respiración lenta, luego, progresiva falta de la respiración, falta de energía, delirio, confusión y agitación, dolor de cabeza y somnolencia. Así se fue Alejandra, es doloroso imaginarlo y traducirlo a sensaciones.

Sus amigos recuerdan su voz ronca, la intempestiva campanilla del teléfono sonando en la madrugada, cuando los fantasmas la asaltaban y nadie sabía cuántos años vivirían esos fantasmas que aún existen. En la noche es cuando escribía, útero silente y oscurecedor, ella le escapaba al sueño con anfetaminas y café, con charlas interminables, pero, hay que imaginarla en su tiempo, en la insondable Buenos Aires de finales de los años cincuenta, en la París convulsionada, pocos años antes del mayo francés, regodeada de agitaciones y manifiestos, presente en cada una de las instancias de rebeldía, liberada y requirente de ayuda. Pizarnik fue hija indudable de su época.

Es mejor recrearla a partir de palabras y sensaciones, ya que su biografía es largamente conocida, pretendidamente sensacionalista por elección de sus editores, indudablemente. Una exégesis que no la halaga, más bien, la estigmatiza en sus matices más humanos y se pierde la dimensión de unas letras que debieran prevalecer a datos escabrosos y afirmaciones tendenciosas. La pretendo revisar desde la literatura, desmenuzando su método, buceando en el impulso, motivo y fundamento de la cotidiana creación. Lo extraordinario anidó en ella, en su decir, nada tiene de notable la familia de inmigrantes en la que nació, ni sus años adolescentes, ni Avellaneda; todos datos constitutivos, sí, pero, hay una correspondencia con cualquier entorno suburbano e historia de vida, que no describe ni ilustra, puede ser la historia de cualquiera, datos de alguien sin horizonte. Lo extraordinario es, quizás, que, en ese entorno, surja una poetisa de esta magnitud, que un particular alumbramiento implosionó su cabeza y fue capaz de parir escritos excepcionales. Me interesa mucho más la Alejandra amiga de Julio Cortázar y Octavio Paz, la dependiente de los consejos de Olga Orozco, la traductora de Antonín Artaud, la becaria de Guggenheim y Fullbright.

Me gusta pensar en la Alejandra que se describe crípticamente:

 

Vagar en lo opaco

 

Mis pupilas negras sin ineluctables chispitas

mis pupilas grandes polen lleno de abejas

mis pupilas redondas disco rayado

mis pupilas graves sin quiebro absoluto

mis pupilas rectas sin gesto innato

mis pupilas llenas pozo bien oliente

mis pupilas coloreadas agua definida

mis pupilas sensibles rigidez de lo desconocido

mis pupilas salientes callejón preciso

mis pupilas terrestres remedos cielinos

mis pupilas oscuras piedras caídas.

 

Foto: Sara Facio.

¿Cómo no pensarla en palabras? ¿En el contraste de las imágenes literarias? ¿En los poemas de breve formato, en el verso libre, en su búsqueda atonal? ¿En la deliberada ausencia de signos de puntuación?

 

Sombra de los días a venir

A Ivonne A. Bordelois

 

Me llenarán la boca de flores.

de un animal que sueña.

Mañana

me vestirán con cenizas al alba,

Aprenderé a dormir

en la memoria de un muro,

en la respiración

de un animal que sueña.

 

Ella se describe, frecuentemente y de manera carismática, con encanto y misterio, pero, también, impiadosamente, venciendo pudores y exponiéndose. Una mujer que se construyó en el dolor, abrazada por el desamor, acosada por la desvalorización, con un final largamente prologado ¿Y qué surge de ese cóctel? La poesía más luminosa, un uso de la palabra excepcionalmente personal. Hay una Alejandra exhibicionista y otra recoleta, está la adicta y la que se pierde en el amor platónico. Siempre, multifacética. Contempladora de la eternidad.

 

Vértigos o contemplación de algo que termina

 

Esta lila se deshoja.

Desde sí misma cae

y oculta su antigua sombra.

He de morir de cosas así.

 

¿Qué es lo que la describe? Lo que escribió: “Yo creo en los espejos”. ¿Qué datos son importantes para conocerla? ¿Que estudió filosofía y plástica, con el pintor surrealista Juan Batlle Planas? ¿Que vivió en París, entre 1960 y 1964? ¿La Alejandra parisina que se desempeñó como traductora, crítica literaria y correctora? ¿La que estudió en la universidad de La Soborna? ¿Y qué es lo que nos permite entenderla?

Creo que sus profundas oscuridades, su inestable ánimo, su personalidad adictiva, su necesidad de amor, pero, fundamentalmente, la densidad de su búsqueda de palabras e imágenes, que nutren una literatura profundamente singular, en su contexto socio temporal y, hoy, también, siendo esa singularidad lo que la ha llevado a permanecer como una de las plumas privilegiadas de la literatura contemporánea, irrepetible en su decir, con un uso privado del lenguaje.

Las compilaciones post mortem dan cuenta acabada de su búsqueda de metáforas, son retazos que, luego, serán ensamblados. Fuertes imágenes cifradas en tres o cuatro renglones que, hoy, se sostienen en sí mismas como brillantes composiciones, pero, más allá de la brevedad buscada en su material publicado en vida, estos hallazgos nos muestran la cara oculta del método de Pizarnik para lograr ese espesor literario, tan característico en sus escritos.

Entre las singularidades de la escritura de esta irrepetible poetisa, destaco la cuidada elección de ciertos ditirambos, la asociación silábica extracotidiana y, fundamentalmente, la sonoridad de los versos, profundamente individual, personalísima. La reiteración o anáfora, también, es una característica recurrente, nota de estilo largamente usada. El reconocimiento de los componentes sonoros del lenguaje, su increíble conciencia fonológica constituye una habilidad metalingüística particularísima que modela el lenguaje al segmentar o combinar, de modo intencional, ciertas unidades subléxicas de las palabras, es decir, las sílabas. Así crea nuevas unidades intrasilábicas y los fonemas aparecen como en desorden, en un nuevo canon.

Disquisiciones seguramente posteriores a la creación, ajenas a Alejandra y sus noches (y muy técnicas, la imagino incapaz de analizarse de este modo), pero, son apreciaciones con las que pretendo analizar un método no enunciado. Pizarnik se entrega, en cuerpo y alma, a un recorrido inconsciente, donde juega con palabras que están compuestas de varias unidades de sonido. Sospecho lecturas en voz alta, en lo profundo de la madrugada y ese silencio nocturnal quebrado por una búsqueda que fue también oral, por lo menos, en su génesis. Ella revisa sus poemas mecanografiados y los corrige a mano, a veces, tan excesivamente, que sus exegetas omiten antologizarlos. Pero, esa constante construcción del lenguaje tiene indubitables frutos, páginas gloriosas en las que el lector se regodea debiéndose, incluso, releer algún fragmento, siempre, con perplejidad, para tener acabada conciencia de la belleza excepcional que nos legó.

La particular alquimia de Alejandra tiene un resultado fascinante, es leerla y caer en su hechizo, es una lectura inspiradora a la vez que perturbadora. Se avizora una interioridad tortuosa que ella sólo pretendió sublimar a través de la metáfora, para alejarse de lo explícito, lo predecible y lo monótono. Hay, en sus escritos, una habilidad de segmentar y manipular conscientemente las sílabas que componen una palabra, asociándola a otra que, en general, contrasta. La conciencia intrasilábica y la elección fonémica bellamente ejercidas. Y son muy típicos sus giros repentinos de sentido, sorprendentes y en el límite de las reglas del idioma.

Foto: Sara Facio.

 

Como dedos de muerto pulsando la sola cuerda de un arpa

Como el sol que se ensombrece en mi mirada

Como la oscuridad desunida en toda la noche de mi vida

Como dedos rodando premeditadamente

Como alas pesadas cuando sueño que duermo con los ojos abiertos

Como los perros de mi sombra

 

Con respecto a las temáticas abordadas en su literatura, la vastedad es apabullante y sus búsquedas la llevaron por caminos torturados y tortuosos. Es en La Condesa sangrienta (1966), buceando en la historia de una condesa húngara medieval conocida por haber cometido más de 630 asesinatos, donde Alejandra transita un estilo narrativo-descriptivo que, aunque sublimado por giros poéticos, pretende romper con sus autoejercidas nociones de estilo. Ella elije, a sabiendas, una temática escabrosa, con marcadas referencias lésbicas, como en búsqueda de desaprobación y escándalo, quizás, una metaforización de su interioridad y de ciertos deseos no correspondidos. Es conocida su correspondencia con Silvina Ocampo, retazos de un sediento amor no correspondido, entonces, Pizarnik hace surgir al monstruo en toda su dimensión perversa, notable trasvasamiento, inconcluso procedimiento de sanación. Ese texto en particular muestra una ruptura estilística notable, cercano al ensayo periodístico. Alejandra toma, así, distancia de las descripciones extremadamente grotescas e impactantes que disparan imágenes de poderosa carga simbólica y nunca ausentes de poesía. Extrema decisión estética, máxime habiendo alcanzado, plenamente, una madurez poética innegable. En eso, también, se lee una Alejandra alejada de la autocomplacencia. Y hay una entrelinea de autoflagelación y culpa notables, tanto en el metalenguaje como en lo explícito de la elección temática.

“… Ha habido dos metamorfosis: su vestido blanco ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver…”

La poetisa Ivonne Bordelois publica, en la revista argentina Los inútiles (de siempre), el extracto de una carta a Osías Stutman, uno de sus psicoanalistas, donde Pizarnik expresaba: «cuando escribí esas cosas yo estaba loca», refiriéndose a sus escritos más obscenos.

Foto: Sara Facio.

Es imposible la síntesis, ineludible la admiración al evocar a Alejandra Pizarnik, hallazgo en el camino de todo lector, en cualquier latitud e idioma al que fue traducida. Se cae a un fascinante abismo cuando se la lee, pero, uno no desea asirse de nada, ya que caer envuelto en esas palabras es un placer incomparable. Me permito celebrarla, a 85 años de su nacimiento, con estas modestas, pero, enamoradas palabras:

 

La más nueva,

la última,

con sus palabras unciales,

la más aparecida

rodeada de lazos prósperos

que otorgaban sueños

y las postreras ligazones

a la vida y sus acordes,

todo eso reflejó el día

en aquellas manos extendidas.

Quisiera recomponer sus cenizas

armar esa osamenta

ver crecer la carne y atrapar su risa,

si la hubo, si fuera posible, si ella lo consintiera.

 

Todas sus palabras

son presa de dolor latente,

una flor que me deshoja la piel

pronunciando su belleza terminal.

Sus días naufragaron lacerantes deseos

y todas las nubes de ese vientre

se dieron a la muerte con matemática sonrisa.

La imagino entre sus sedas,

invadida de horror, como un manifiesto,

nadie la rescató del sopor de sí misma,

abrumada de sinécdoques hasta el ahogo.

 

Sus afirmaciones más pequeñas

han salido a volar,

son la gradual disolución y la continuidad,

la mutación,

un canon binario,

la progresiva rigidez de muchos pájaros muertos

acariciados tempranamente.

Yo la quiero resucitada,

probablemente en un exterior

y de noche,

la necesito de carne y no de humo,

que no la encuadernen de naturaleza sagrada

por producir universos,

no hubo culpa en nunca sujetar el corazón,

ese hábito no aprendido

de las tardes más secas

que no asumen el valor de la hipótesis.

 

Tantos presentes inclinan la balanza

y la infértil llanura no se transitará,

toda minúscula nomenclatura la insulta

pero la sombra de cien besos alucinados

es más pesada que el mármol, aún.

Los manuscritos se han desordenado

ausentes de voz,

hubo una esencia etérea y epistolar

que vibró en acentos y anatemas,

fue más brillante que corregida

y todas sus lágrimas se fueron para adentro,

anegada de la gracia del hades

renace cuando se la pronuncia,

retornada desde la variable materia,

se le permite la fragmentación

y el destino se manifiesta en el reflejo

de sus íntimas tinieblas.

 


Fernando González Oubiña es actor, autor, docente teatral y gestor cultural. Ha sido galardonado con importantes premios y distinciones internacionales.

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