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Odiar, celar, envidiar. Algunas pasiones desde la comicidad

Cuenta la historia que a un aldeano muy pobre se le apareció un hada. “Pídeme lo que quieras. Pídeme lo que quieras y te lo daré. Pero, te advierto que a tu vecino le daré el doble”. Ante eso, el hombre meditó largo tiempo su deseo y pidió: “Quítame un ojo”.

Es sabido que en el humor todo es cuestión de proporciones. De aquí que todo se reduzca a agrandar o, por el contrario, a miniaturizar los objetos. Y lo mismo sucede con el comportamiento del personaje, con las emociones, las acciones y las actitudes que se dan en la interacción.

En determinado contexto, siempre, se espera cierto comportamiento asociado socialmente a él. Si, en ese contexto, el comportamiento adecuado falla de alguna manera, si falta o si está por debajo o por arriba de lo que se espera, será sancionado con la molestia del otro, la burla, el desprecio o, incluso, con la risa. Aparece, entonces, un juego de modulación que puede debatirse entre el enojo y el odio, entre los celos y la celotipia, entre el deseo y la envidia.

En la comicidad, el concepto de pérdida del status o de degradación de la imagen (no me extenderé sobre este tema, porque, ya lo he abordado en varios artículos) supone una relación de poder asimétrica entre dos personajes. En la que uno de ellos posee un status alto y, el otro, uno bajo. Ahora bien, esta diferencia de status, que puede ser mínima o muy amplia y que, en ciertos tipos de relaciones, es reconocida y aceptada de buena o mala gana, puede ser alterada a través de la dramaturgia para producir la risa. Sucede así, por ejemplo, cuando se invierten los status de los personajes o cuando, por algún motivo, se ve claramente socavada la imagen de un personaje.

Como señala Adam Smith: “ante un grupo alegre, un caballero estaría más apesadumbrado al tener que aparecer sucio y andrajoso que herido y sangrando. Esta última situación suscitaría la piedad de ellos, mientras que la primera provocaría su risa”.  Y es que, en el juego social de conservar una imagen y evitar su degradación, es evidente que disgusta más aparecer ante los demás tras un pequeño revés, que tras una notable desgracia.

Pero, detengámonos brevemente en tres de los motivos que pueden ser usados en la dramaturgia para conducir a la pérdida de status: la envidia, los celos y el odio.

 

 

La envidia

 

“La envidia es una aflicción vergonzosa que procuramos disimular con cuidado

porque nos degrada y humilla a nuestros propios ojos”.

                                                           Alibert

 

“ser quien se es;

desear no serlo (y ocultarlo)

tratar de ser otro (y negarlo)

estar imposibilitado de serlo”.

                         Castilla del Pino

 

Con la envidia se da algo muy interesante: sin ser inevitable, nace y se da en la interacción, porque, es en las relaciones interpersonales en donde percibimos, claramente, el éxito o el fracaso (téngase en cuenta que, en el caso de la comedia, puede tratarse tanto de un éxito cómico como de un fracaso cómico).

Lo que se envidia, en última instancia, es la imagen positiva del envidiado, la cual se debe a la posesión de una mejoría: mejor posición (social, laboral, etc.), mejores o más bienes, mejores o más honores, etc. Como puntualiza Castilla del Pino, lo que se envidia de alguien es la imagen que ofrece de sí mismo gracias a la posesión de un bien, lo cual resulta intolerable para el que lo envidia.

Hay que decir que, además, por lo general, el envidioso no reconoce su actitud, no acepta que envidia. Y esto es así principalmente por dos motivos: porque esto no se considera moralmente correcto y porque, de alguna manera, sería reconocer la propia condición de inferioridad y, por consiguiente, la superioridad del envidiado. Pero, siempre, existen fallas en el tratar de ocultarlo. Y es ahí donde radica la comicidad, en el esfuerzo fallido que hace el envidioso para ocultar su envidia.

Rawls señala, en su libro Teoría de la justicia, que, cuando, por ejemplo, por una mala distribución de bienes aparece la envidia, se genera, a la vez, en muchos casos, la percepción de la pérdida del autorrespeto. Pero, Rawls distingue, además, entre una envidia general y una envidia particular. La envidia general es la que experimentan los menos favorecidos hacia los más favorecidos (aquellos que se encuentran en mejor posición y que, por tal motivo, poseen ciertos bienes a los que no tienen acceso los menos favorecidos). Mientras que la envidia particular es la que aparece ante la derrota (degradación de la imagen) ante ciertos rivales en la búsqueda de honores, afectos, reconocimiento, etc. Esta última es con la que más trabaja la comicidad.

Por otra parte, envidiamos a quien consideramos igual o inferior a nosotros y ha obtenido algo que estamos convencidos de que no merece. Porque a los que reconocemos como superiores a nosotros solemos admirarlos.

 

Envidia, deseo y conflicto

 

Comúnmente se acepta que en el deseo entran en juego dos términos: el sujeto deseante y el objeto deseado, entre los cuales se establece una relación directa. Sin embargo, el pensador René Girard propone que la figura geométrica del deseo es el triángulo, conformado por un sujeto, un mediador o modelo y un objeto.

El deseo, siempre, es mediado por otro. Para Girard, no somos originales ni autónomos, deseamos lo que los demás desean. Deseamos los deseos. A esto Girard lo llama “deseo mimético”. Imitamos los deseos. La moda es un buen ejemplo.

Pero, además, si imitamos todos los deseos y también se nos imita, en algún momento, el triángulo se vuelve espiral. Esto último genera, necesariamente, que el mediador o el modelo se vuelva un rival, con lo que, se puede desencadenar una disputa. Y esta disputa o violencia genera formas de accionar que se pueden capitalizar para la comicidad.

 

 

El odio

 

Adam Smith hace notar, y con razón, que, en un sentido más propio, la palabra simpatía denota la compañía de sentimientos con el padecer y no tanto con el placer, la alegría o los logros de los demás. Cuando alguien expresa una alegría exagerada, sin sentido, y no podemos identificarnos es blanco de nuestro desdén. También, se podría decir de nuestra risa.

Si bien, deseamos simpatizar con la alegría y la suerte del prójimo, muchas veces, en el fondo, lo lamentamos y tratamos de disimularlo. A esto se le llama, también, envidia.

Pero, a diferencia de la envidia, en tanto que el envidiado no nos ha hecho nada, en el odio existe, en principio, un accionar previo contra nosotros que despierta nuestro rechazo, que provoca nuestra reacción. Previamente, ha existido un atentado al yo por parte de algún otro, una amenaza a nuestra integridad, que es nuestra identidad. Por tanto, odiamos para salvaguardar nuestra identidad. El odio, tampoco, es el enojo, que, siempre, es concreto y directo, pero, pasajero. Cuando odiamos mostramos, ante los demás y ante nosotros mismos, la impotencia ante el objeto odiado, el cual, además, no siempre es reconocido.

 

 

Los celos

 

Los celos son normales en la medida que sean pasajeros y estén justificados. Incluso, muchas veces, es una demostración de afecto el que nos celen un poco. Pero, existe una posición extrema, la de los celos enfermizos: la celotipia. A esta se la puede comparar con los vicios y las obsesiones en la comicidad. Cierto comportamiento rígido y hasta un poco delirante.

Por lo tanto, lo que tienen en común la envidia, los celos y el odio para una dramaturgia de la comicidad es la degradación de la imagen del personaje y, en la mayoría de los casos, el tratar de ocultar esta degradación. También, el estar atrapados por una pasión. El padecerla. Y la consecuente transgresión de uno de los imperativos sociales: el del autocontrol de las emociones.


Christian Forteza es docente, investigador y director de teatro. Integrante de la Dirección Artística del Centro Cultural de la Cooperación. Vive en Balvanera, Comuna 3, CABA.

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