(Publicamos esta nota que nos envió Rodolfo Alonso en diciembre de 2020 como colaboración para nuestra revista Con Fervor. Y lo queremos hacer, especialmente, como un homenaje post mortem al gran poeta, traductor y ensayista que fuera colaborador de nuestra revista desde su inicio).
1
Los audaces impulsores de una esforzada revista literaria me ofrecieron cierta vez –más que generosamente– la oportunidad de ocupar su sección El oficio de poeta, cuyo título siempre resultó para mí directamente estremecedor, y por más de una razón. Escrito originalmente en noviembre de 1934, Il mestiere di poeta fue uno de los dos textos en prosa agregados como apéndice por Cesare Pavese a la edición definitiva de su primer libro de poemas: Lavorare stanca (cuyo lanzamiento había sido de 1936, por Solaria, con aprobación previa de Elio Vittorini), que iba a ser publicada por Giulio Einaudi Editore en octubre de 1943.
Esa doble figura, la de aquel escritor y la de ese texto –casi me atrevería a decir la de ese título, porque lo de El oficio de poeta vino a convertirse con el tiempo en algo así como una metáfora-paradigma–, están radicalmente ligados a mi propia vida. Y no sólo por las resplandecientes consecuencias que, para mi formación, tuvo su descubrimiento en mi primera adolescencia. Sino también porque fue precisamente ése uno de los textos, y precisamente ese mismo título el elegido para el conjunto, cuando con Hugo Gola seleccionamos y vertimos al castellano (lo que constituye además el comienzo de mi no escasa tarea de traductor) una antología de ensayos de Cesare Pavese que Nueva Visión publicara en septiembre de 1957. Con tanto éxito que tuvo que reeditarla en varias ocasiones sucesivas. Y con tanta repercusión que, inclusive hace no poco tiempo, al publicarse ya en dominio español las obras de Pavese, se siguió utilizando como título de uno de sus libros al de aquel viejo texto. Que, como vimos, en realidad es sólo uno de sus primeros ensayos.
¿Cómo colocarme ahora, entonces, tantos años después, de algún modo bajo esta misma leyenda memorable, y pretender que puedo hablar –como si fuera fácil, como si me fuera fácil– de cuál es la situación actual de la poesía? ¿Cómo hablar, hoy, en apariencia despreocupadamente, de algo que está tan bella, tan trágicamente unido a mi destino? ¿Y justamente bajo el emblema de la llaga siempre abierta?
Hablar del oficio de poeta, entre las décadas del treinta y del cuarenta, implicaba como siempre cuestiones diversas. La más evidente, casi palpable, era la intención de desacralizar la imagen del poeta. Y, teniendo en cuenta no sólo el aire de la época, sino también las peculiares opiniones político-sociales que ya iban madurando sin duda en el joven Pavese, la idea de la poesía como un oficio podía ser aprehendida por lo menos también en otras dimensiones: una, haciendo al poeta hermano de todos aquellos que vivían de un oficio, que tenían un oficio; otra, desacralizando como vimos la imagen del poeta, convirtiéndolo quizás en alguien cuya tarea podía encararse como la de cualquier oficio y, lo que es muy importante, cuyos productos tenían entonces destinatarios, venían a cubrir alguna necesidad.
Claro que estos asuntos no son nunca lineales. Por empezar, el contexto donde aquello se escribía (un mundo en el que había pueblos capaces de enfrentarse con el fascismo y donde había hombres a los que cabía considerar como compañeros), resulta en absoluto antípoda con el mundo en que nos toca sobrevivir hoy. Después de todo, el feliz neorrealismo que había embebido a la cultura italiana precisamente durante los años de la resistencia antifascista y que florecería luego con la posguerra, no era por supuesto sólo un movimiento estético sino una actitud humanista, social, cultural, incluso política.
Pero, y atención a esto, dentro de esa amplia corriente no se habían disuelto sino que continuaban latentes y activos meollos más que fecundos de la cultura. Y no es casual que, cuando pensamos en ello, mencionemos a un escritor como Cesare Pavese. Si hay alguien que ya entonces se había negado a simplificar excesivamente las cosas, si hubo un intelectual que no fue tentado nunca por la demagogia, ése fue sin duda Cesare Pavese. Y una prueba muy simple al respecto, y que inclusive viene al caso, es la siguiente. Si su título El oficio de poeta viene a traernos como vimos todas esas resonancias de que hablábamos en líneas anteriores, ¿cómo comprenderlas a la luz de esta otra reflexión suya: “En mi oficio, pues, soy rey”, contenida en ese libro indeleble que son sus memorias de Il mestiere di vivere? Porque esta idea de la autonomía del oficio, como vemos casi monárquica, no sólo casa mal con los proyectos sociales de carácter decididamente colectivo que se estaban soñando en aquellos años de dolor y de esperanza, sino que, más bien, parece devolvernos a cierta fraternidad exclusiva de los gremios medievales, que se traspasaban de generación en generación un oficio conservado casi secreto, ajeno a extraños.
Entre dos ámbitos del oficio de poeta, aquel que se quiere implicado en los sueños mejores de la humanidad, sueños no de egoísmo sino de fraternidad, y el no menos ambicioso de imaginar la tarea creadora como de una soberana autonomía, aunque nunca totalmente desligada de lo anterior, caminos ambos que como vimos podemos reflejar casi simultáneamente con el célebre título-metáfora de Pavese, debo confesar que se tendió mi ansiosa adolescencia. Mi edad y mi destino me permitieron convivir todavía, siendo casi un niño, con algunos de aquellos héroes de lo que luego sería mi personal mitología, principalmente republicanos españoles y antifascistas italianos, de cuyo límpido coraje y de cuya honrada conciencia civil aprendí sin duda una lección de moral que nunca olvidaré. Una lección de moral que no me llegaba envuelta en absoluto con ningún maniqueísmo, ya que muchos de ellos habían combatido al mismo tiempo al fascismo y al stalinismo, pero sí embebida con una imagen de la poesía que era a la vez de autonomía y de servicio, ética y estética, poema y canción. Durante la década del treinta, principalmente en España pero también en Alemania y en Italia, y un poco por todas partes, los poetas habían ocupado dignamente su lugar en las luchas comunes por la libertad y la justicia, y su palabra llegaba muchas veces empapada con los gritos de desesperación y rebeldía. Pero también, como no podía ser de otro modo, para nada de forma maniquea. Y muchos habían aprendido en carne propia que el valor testimonial o público de un poema era mayor y más efectivo cuanto más efectiva y mayor era su soberanía.
Con el tiempo, pasadas muchas décadas, apagados muchos de esos fuegos, pasada mucha agua y hasta mucha sangre bajo demasiados puentes, hemos dejado atrás bastantes ilusiones y algunas certidumbres. Pero de tan agria experiencia surge a veces también un incierto sueño de razón, una árida y a veces ácida sabiduría. Hoy aceptamos que los pueblos también pueden equivocarse, que la historia no es lineal y que el progreso no es necesariamente continuo. Pero no renunciamos, porque no podríamos renunciar a nuestro propio ser, a la idea de que es posible imaginar (acaso como tensión permanente, sin un final definitivo) un mundo con mayor libertad y más justicia.
La poesía entre tanto, ha dejado ya varias décadas atrás de ser testimonio y bandera, y se refugia, a la defensiva, acaso en sus últimos bastiones. Si es que también estos no han sido arrasados, y tal vez hace tiempo. Fue nada menos que Ricardo Piglia quien llegó a decir 1: “A mi juicio la literatura es un ejército en retirada que ha sufrido una derrota y le queda una vanguardia, que es la única que lucha tratando de resistir a ese ejército que avanza para liquidar a la literatura como un espacio posible de circulación de lo que hoy llamamos social”. Lo que me parece que no se animó a decir Piglia, lo que me parece que se le está escapando como un doble fondo por debajo de las palabras que enuncia, es que a eso no se le llama vanguardia, que es siempre la de un ejército a la ofensiva, sino más bien destacamento suicida, o sea aquel que ofrenda su vida para cubrir la retirada de sus compañeros derrotados. Y tengamos en cuenta que no se estaba refiriendo a la poesía, sino a la narrativa, hoy todavía el género dominante, dentro de los limitadísimos límites de la situación.
Como debió ocurrir siempre, aunque a veces no se lo pueda soportar, de nada sirve cerrar los ojos para no ver la realidad o esconder la cabeza como el avestruz. La única forma de enfrentar una realidad, por amarga que sea, nunca será la del doctor Pangloss, que siempre creía estar viviendo en el mejor de los mundos posibles. Los problemas que afectan a la expresión y la difusión, a la existencia social y por lo tanto cultural de la poesía, no tienen que ver simplemente con la vigencia o no de un mero género literario. La poesía es “la alegría (la dicha) del lenguaje”, como bien dijo Wallace Stevens, y lo que la afecta intuyo que es aquello que está afectando al corazón mismo, al núcleo mismo de la hominidad, que es precisamente su lenguaje. El problema no es sólo que hoy la poesía no circule o que se escriba mala poesía, sino que ese fenómeno es el síntoma más evidente de que la humanidad está abandonando –o acaso ya abandonó– algo que le fue ínsito, que le dio umbral y futuro, y que es su espontánea capacidad de creación de lenguaje vivo. Fue Michel Butor 2, poco antes de 1963, quien supo ver que “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro”. Y algo de eso había entrevisto ya W. H. Auden3, no mucho tiempo antes, al afirmar tajantemente: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos”.
Pero hoy, ya adentrados en el siglo XXI, simplemente escuchando a nuestros contemporáneos, podemos imaginarnos que ya no habrá necesidad de que un pueblo como el árabe, pongamos por caso, se vea en la necesidad de inventar diez mil palabras diferentes para decir simplemente “caballo”. Esa riqueza viva, orgánica, en ebullición, latente, que es una lengua humana viva, cualquiera sea su dominio y su amplitud, su extensión y su influjo, está hoy gravemente enferma y hasta en riesgo de extinción. A partir de 1945, cuando finaliza la segunda guerra mundial, comienza a extenderse sobre el planeta una nueva cultura, la sociedad de consumo, que alcanzó a masificar en forma vertical, no horizontal, de arriba abajo, los gustos y las ansiedades de la comunidad. Esa nueva cultura se ha impuesto y, valiéndose de los adelantos tecnológicos del audio y del video, de la red virtual y la informática, ha producido una conmoción espiritual de carácter tan grave, y tan irreparable, que no somos ni siquiera capaces de evaluar sus consecuencias. Durante miles de años la humanidad ha vivido dentro de civilizaciones cuyo centro era el lenguaje. Y mucho me temo que, por el contrario, estamos asistiendo a las estribaciones de una inmensa y profunda mutación cultural, que podrá aspirar tal vez a otros prodigios hipertecnológicos pero en la cual, me duele anunciarles, el lenguaje ya no será el eje.
La crisis de la poesía entonces, a la luz de estos acontecimientos, a mi modesto entender ya no puede ser encarada solamente como una alternativa entre la torre de marfil y la acción solidaria, entre aislarnos o salir a buscar un público. Como ya vimos que recordaba Octavio Paz, hablando de D. H. Lawrence, a mí también la literatura me interesa como comunión, no apenas como comunicación. No hay ya torre de marfil ni catacumba donde ocultarse porque lo que se ataca, lo que se ha dañado, es el lenguaje humano, es decir el mismo ser de la poesía y del hombre. Y de poco sirve pretender enfrentarse a las nuevas teofanías tecnotrónicas, eminentemente audiovisuales, empuñando como arma un instrumento, la palabra, el lenguaje, que si pudo durante siglos hacer de su muy humana ambigüedad una cantera hoy está afectado quizás en su ser más íntimo.
Hemos llegado a plantearnos, cada vez más rotundamente, una conciencia ecológica de las deletéreas consecuencias con que cierto “progreso” viene dañando al planeta de todos, amenazando a la vida misma. ¿Pero alguien ha pensado en lanzar su grito de alarma contra los daños ecológicos a la propia naturaleza humana? Volviendo a nuestro tema, por ejemplo, ¿cómo enfrentarse a la inmensa seducción del espejismo tecnolátrico con una palabra que ha dejado de ser sagrada? Ni en los sueños de los materialistas más ambiciosos se habría podido llegar a desacralizar, de una manera tan profunda y efectiva, prácticamente a todo el planeta. Las cosas nos invaden, nos han vuelto cosa, y la espantosa mudez de la humanidad absorta ante las pantallas mesmerizantes es el contexto donde debemos movernos, vivir, sobrevivir. ¿Alguien recuerda a Farenheit 451 4? Pues siento mucho decirles que ya hemos superado (y no sólo cronológicamente) a 1984 5. El rótulo de una de las metáforas más escalofriantes de ese libro-alegato, el Gran Hermano que era allí el rostro omnipresente de un líder totalitario que desde las pantallas ubicuas controlaba hasta lo más íntimo de una humanidad sometida, hoy ha logrado ser no sólo expropiado sino vaciado de sentido, trastrocado hasta convertirlo –no en la ficción, sino en la realidad– en el paradigma desolador de un nuevo totalitarismo, el de la banalidad, el del mercado globalizado, frente al cual se agolpan masas de voyeurs ávidos de sorprender una intimidad ficticia, ya que sus protagonistas no son también sino (como quienes los espían) siervos satisfechos que consienten.
¿Es posible, entonces, pensar todavía en hacer el poema como si fuera simplemente un problema técnico, un problema de oficio? Las inmensas preguntas quedan ahora abiertas. Y habrá que contestarlas.
2
Refugiado en la campiña provenzal, no lejos de Aix, en los mismos paisajes que habían visto los ojos de Cézanne, durante el verano septentrional de 1960 el desdichado Maurice Merleau-Ponty, que iba a morir pronto tan joven, y sin poder imaginar por lo tanto que se convertiría en obra póstuma, escribe su breve e intenso L´oeil et l´esprit. Un texto fundamental, clave, sintomáticamente más cerca de la poesía (o por lo menos de los grandes presocráticos, lo que no es nada casual) que de aquello que solía considerarse entonces literatura filosófica. Y que comienza con estas palabras que, aún hoy, me parecen cada vez más significativas: “La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas”.
Fue en ese mismo año, 1960, que uno de los últimos grandes patriarcas de la gran poesía francesa de la primera mitad del siglo XX: Saint-John Perse, al obtener merecidamente el Premio Nobel de Literatura, en su discurso de recepción en Estocolmo aludió al futuro que imaginaba –o deseaba– para la humanidad como doblemente iluminado por la lámpara de la poesía y la lámpara de la ciencia, pero no sin dejar traslucir al hacerlo (tal vez de una manera inconsciente) la preocupación que el poderío creciente de esta última, la ciencia, y de algún modo en detrimento de la primera, había producido sin duda en su ánimo.
Muchas décadas después, casi cumpliendo el siglo, congregados fraternalmente en Lieja 6 para imaginarnos juntos la flamante centuria entonces inminente, no conseguía apartar de mí ambos momentos, no lograba dejar de sentirme conmovido por ambos recuerdos. Ahora sabemos que lo que debía temerse no era por supuesto la ciencia pura, la vieja y deseable indagación sin compromisos de la verdad científica, sino la ciencia aplicada, la ciencia vuelta práctica, la técnica que se hizo tecnología. Y luego tecnología absolutamente dominante.
Y de la cual, ¡ya en 1919!, nos advertía con luminosa precisión el insospechable Paul Valéry: “Pero, una vez nacida, una vez probada y recompensada por sus aplicaciones materiales, nuestra ciencia, convertida en medio de potencia, en medio de dominación concreta, excitante de la riqueza, aparato de explotación del capital planetario, deja de ser un “fin en sí” y una actividad artística. El saber, que era valor de consumo, se convierte en valor de cambio. La utilidad del saber hace del saber una mercancía…”.
La “manipulación de las cosas” que Merleau-Ponty atribuía a la ciencia (pero que, como vimos, bien podría anotarse a cuenta de la tecnología) se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sí, pero también sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. Casi podríamos decir que, en este mundo, todo se ha vuelto cosa. Y que aquella “renuncia a habitarlas” –de no lejano parentesco con el “poéticamente habita el hombre” de Hölderlin, que tanto inquietó a Heidegger– es de algún modo también toda la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías y hasta las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser asumidas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío.
Porque aquella gran ilusión de Saint-John Perse sobre una ciencia iluminada por la poesía y una poesía iluminada por la ciencia, que pudieran alumbrar a su vez los futuros senderos del hombre, desdichadamente no ha tenido lugar, no ha podido concretarse. Y recordemos que el autor de Éloges había manifestado esos anhelos cuando Auschwitz e Hiroshima, por ejemplo, ya habían tenido lugar. Y él mismo había vivido, en carne propia, contiguo a aquellas terribles experiencias. Capaces, sin embargo, en medio de su dantesca desmesura, de alcanzar cierta diabólica grandeza.
¿Pero qué hacer, en cambio, cómo defenderse, de la liviana y sin embargo precisa e inexorable intromisión con que las cosas fabricadas por la técnica, y ya por esencia inhabitables para el espíritu, han ocupado el lugar antaño ocupado por las cosas, las cosas naturales o las cosas fabricadas directamente por la mano misma del hombre, que entonces sí podía habitarlas, podía habitar poéticamente? Cuando se nos pide volvernos visionarios, es bueno volver a calibrar, pero con ojos de hoy, a los grandes y viejos visionarios del pasado. Y entre ellos se destaca, ineludiblemente, Arthur Rimbaud.
Hace algún tiempo, en el milagroso Festival Internacional de Poesía que congrega todos los años a miles y miles de habitantes de la desangrada Medellín, me plantearon una pregunta tan inocente como demoledora: ¿puede haber, hoy, videntes al estilo de Rimbaud?, que quizá venía al caso también para aquella no menos milagrosa Bienal de Lieja donde, casi al filo del nuevo milenio, se nos convocaba como visionarios.
Sigo teniendo una irreprimible, casi innata desconfianza por las grandes palabras y, si es posible, todavía mucho más en este caso. ¿Quién puede, y hoy, en estos tiempos áridos y ácidos, casi planetariamente desacralizados, imaginarse a la altura del meteoro Rimbaud? La videncia, además, por lo menos en nuestro medio, y no sólo entre poetas, ha adquirido un sospechoso tinte devaluado y chillón, bien lejos de las Illuminations pero demasiado cerca de los patéticos ardides de un mago de circo pobre.
Puede haber sonado quizás no poco duro decir esto desde Colombia, donde el milagro de la devoción por la poesía es asombroso pero, ya con un enfoque casi universal, ¿quién puede considerarse vidente en medio de este abrumador desierto hipertecnológico y ultraconsumista? Y, lo que acaso es aún peor, ¿de qué sirve ser profeta en tiempos de miserias tan corrosivamente diversas, en tiempos tan estruendosamente sordos?
Atreviéndome sin embargo a reiterar aquí mi respuesta a semejante cuestión, lamento tener que revelarme –al menos por el momento– no demasiado optimista. No alcanzo a imaginar una gran poesía sino en evidente o secreta conexión, así sea por vasos comunicantes, con una lengua efectivamente viva, es decir no sólo ejercida, hablada, sino también por consiguiente en constante proceso de digestión y auto-recreación, de destrucción y desarrollo, a la manera de todo organismo viviente.
¿Cómo imaginar entonces un futuro poético para la humanidad si, como intuyo, estamos viviendo (quizá sin darnos cuenta) una auténtica mutación? Porque, después de no pocos siglos de civilización centrada en el lenguaje, mucho me temo que hayamos salido, acaso sin percibirlo, de eso. Pero el lenguaje no es tan sólo un instrumento, una herramienta, que podemos dejar de lado para sustituirla por otra, supuestamente más efectiva, más eficiente. Por el contrario, el lenguaje es el umbral mismo de lo humano, el lenguaje nos constituye: somos lenguaje y somos por el lenguaje. Con lo cual mucho me temo que, por desgracia, la crisis en que hoy se debate la poesía no es simplemente el problema de un género literario, apenas, sino la manifestación de algo más profundo, que afecta tal vez, y en lo esencial, a toda nuestra humana condición.
Entonces: ¿sobrevivirá el poema, encontrará la humanidad otras formas de satisfacer su sed de poesía, subsistirá esa sed, aunque no sea escrita? Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, Fusées, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.” Para agregar poco más adelante: “Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.”
Y el mismo intelectual latinoamericano que fue capaz de discrepar con tantos de sus colegas para enfrentar en su momento al totalitarismo mal llamado soviético, el mexicano Octavio Paz, durante un reportaje para Le Nouvel Observateur, poco antes de morir pudo afirmarle a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”
Eso que, después de todo, en el canto final de Exil, ya había expresado maravillosamente Saint-John Perse: “Huésped precario a la orilla de nuestras ciudades, tú no franquearás el umbral de los Lloyds, donde tu palabra no tiene curso y tu oro carece de valor… / Yo habitaré mi nombre, fue tu respuesta a los cuestionarios del puerto. Y sobre las mesas del cambista, sólo produces confusión. / Como esas grandes monedas de hierro exhumadas por el rayo.” Con tan nítidas palabras, escritas antes de 1942, el creador de Anabase enunciaba ya entonces más que claramente la situación de la poesía frente a las potencias del mercado. Aunque claro que lo hacía con dignísimo gesto, incluso hasta con una sincera altivez, con orgullosa nobleza.
Pero hoy, en cambio, cuando las únicas leyes realmente en vigencia para nuestras sociedades sólo parecen ser las de la oferta y la demanda, el toma y daca, desde semejante punto de vista hasta puede resultar irrisoria la situación de la poesía. La poesía que no se vende, la poesía que no tiene absolutamente ningún mercado, en estos tiempos de tiranía absoluta del mercado. Tanta que, de algún modo parodiando la trágica advertencia de Adorno, hoy podríamos preguntarnos si es posible escribir poesía después de McDonald’s. De la “civilización” que representa McDonald’s, por supuesto.
En el futuro inmediato, para el siglo XXI, ¿podrá ser muy diferente la situación del poeta? Quizás si, quizás no. No cambiarán, para sus auténticos creadores, las exigencias del poema, que Dante acuñó tan bien como “gloria de la lengua”. Pero es probable que cambien sí las condiciones de su resonancia, de su audiencia, de su significación. Que están ligadas con un contexto cultural, social, humano, cada vez más dominado por las técnicas de seducción masiva, donde el lenguaje es sometido a infinitas tensiones. Con gravísimos riesgos que ya pudo prever quizás, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra? “.
3
Al ver aceptada mi propuesta, yo mismo me he empujado a un arduo desafío: enfrentar una pesadilla inasible y acaso inefable, la situación de la poesía en el mundo actual. Más allá de las bellas intenciones, proponerse reflejar un panorama tan vasto y complejo puede llegar a hacernos parecer, al mismo tiempo, irrisorio y utópico. Desde un punto de vista apenas estadístico, resulta absolutamente imposible. En cuanto a una presumible conceptuación, si queremos que no se convierta en un mero divagar, tendríamos que precisar el significado de algunos términos. Por ejemplo: ¿de qué estamos hablando cuando decimos “poesía”?, ¿a qué se puede aplicar, hoy, con cierta exactitud, el concepto “mundo actual”?
Para no caer –por lo menos inadvertidamente– dentro de esas redes casi inexorables, aclaro que intento referirme a lo que podríamos definir como poesía escrita, tal como ella se fue desarrollando a lo largo de varias centurias en la llamada cultura occidental. Y que el marco dentro del cual pretendo imaginármelo no ha de ser otro sino el contraste, por eludido no menos evidente, entre un sector del planeta ultradesarrollado tecnológicamente, dueño del poder (que hoy incluye la información y la inventiva), y otro espacio mucho más amplio donde conviven –es un decir– vastos sectores directamente por debajo de los niveles elementales de subsistencia, junto con distintos grados de semi, sub o cuasi desarrollo.
Desde un punto de vista cultural (si es que eso tiene todavía algún sentido), lo que aparenta haberse impuesto sobre el planeta, desde aquel denominado Primer Mundo, no es sólo la sociedad de consumo sino, por vía de los omnipotentes y seductores medios masivos de comunicación, una civilización del espectáculo, una seudocultura light, donde hasta el dolor más íntimo o la tragedia más flagrante terminan por volverse show. En ese contexto, que no es sólo el de la nueva religión del shopping sino también el del auge atronadoramente ensordecedor de los hits del audio y del video, me temo que sin habernos dado cuenta se ha ido produciendo ante nuestros ojos, en las últimas décadas, primero lentamente y luego en forma cada vez más acelerada, una verdadera y profunda mutación cultural: la desaparición del lenguaje como centro de la civilización. Y esa visceral conmoción no se manifiesta tan sólo en los estratos más elevados, donde anida el poder, que ya no es sólo político-económico sino directamente tecno-idolátrico, y donde la publicidad ha sustituido al orador, el videoclip al creador de imágenes, el marketing a la aventura incluso comercial, la ingeniería genética al milagro espontáneo de la vida. Sino que ha alcanzado –aquella grave mutación cultural regresiva de que hablábamos– a las fuentes del lenguaje humano que, por serlo, es la fuente misma de la hominidad. Y me estoy refiriendo a la devaluación más deletérea: la del lenguaje, que es el umbral irrenunciable de la condición humana. Porque, permítanme enunciarlo una vez más, no usamos el lenguaje, somos lenguaje.
Hoy, incluso en las grandes ciudades del mundo hiperdesarrollado, cada vez son menos los vocablos con que se maneja una persona. Y, por otro lado, quizás como causa o consecuencia, ya no es por lo general el pueblo, una comunidad con su uso cotidiano el que renueva y da vida (como debería ser, como fue siempre), a un idioma, a una lengua.
Si, como lo creo, esa fuera la situación, la crisis actual de la poesía –que no es por supuesto sólo de consumo o difusión sino de esencia y de apariencia–, no podría entenderse con claridad y hondura sino en función de esta violencia prácticamente universal sobre el lenguaje humano. Nunca, ni aún en los momentos más exquisitos y más alquitarados, pudo haber una gran poesía que no tuviera siempre su raíz, así fuera secretamente, por oscuros meandros y aún sin huellas patentes a la vista, en su contacto con una lengua viva. Es decir con un idioma orgánicamente hablado por un pueblo, orgánicamente empleado para su vida cotidiana por una comunidad. La crisis cada vez más agudizada que hoy va asediando a la poesía en sus aspectos estéticos y socioculturales, no es (a mi modesto entender) por supuesto apenas el problema de un género literario o de un tipo de artista en particular. Tal cosa ya ha ocurrido otras veces, y ha habido momentos de esplendor y otros de repliegue, ha habido especies desaparecidas y también rejuvenecimientos y hasta renacimientos. Pero nunca se había afectado de raíz, en sus mismos orígenes, al lenguaje humano como se lo está afectando en estos tiempos.
Por eso, no es la primera vez que me pregunto: ¿no habrá llegado el momento de plantearse también una ecología del espíritu, de la condición humana? ¿No será precisamente a consecuencia de los mismos defectos de esta civilización llamada occidental, en la práctica apenas tecnolátrica y consumista, que estamos enfocando los daños ecológicos que ella produce solamente en sus aspectos geográficos, económicos, materiales, y no estamos tomando en consideración cuánto le cuesta, qué precio ha tenido todo este maravilloso y a la vez devastador proceso, donde el conflicto no es por supuesto con la mera inventiva científico-técnica sino con su manipulación, en relación con el espíritu del hombre? ¿Qué poesía puede haber, entonces, si se secan las fuentes del lenguaje vivo? ¿Qué gran poesía puede haber si ya no es posible ni siquiera encontrarse con el silencio necesario, imprescindible?
(Y ante tan devastadora evidencia de una desolada realidad, que siempre temo pueda resultar apocalíptica, debo confesar sin embargo que el desmentido más cabal –aunque por su excepcionalidad también le cabría acaso ser considerado como ratificación–, la mejor luz de consuelo, el más límpido indicio de esperanza con respecto al porvenir de la poesía no me llegó por supuesto de los libros o del todavía llamado ambiente intelectual. Fue hace bien poco tiempo, por boca de una legítima mujer del pueblo, la humilde y entrañable anciana noblemente indígena que cuidaba el baño de la Casona de los Siete Patios, en uno de esos realmente pueblos mágicos de México, Pátzcuaro, cuando al preguntarle si no prefería trabajar allí mismo, pero, en otro sitio me contestó, en un lenguaje tan caudaloso, límpido y rico que nunca olvidaré: “No, no lo haría, porque si trabajara aquí me pondría sombreada y enojona.” ¿Cuántos autodenominados poetas de hoy, en todo el mundo, somos hoy capaces de alcanzar semejante limpidez, semejante intensidad y tal hondura? ¿De alcanzar esa densidad, ese timbre, ese tono del lenguaje, que siempre fue de todos y de uno, único y general, íntimamente personal y a la vez, al mismo tiempo, ineludiblemente colectivo?)
4
Dentro de una perspectiva humanista, el mayor desafío para los intelectuales del siglo XXI será continuar siéndolo. Quienes sean capaces de reflexionar críticamente en medio de esta pesadilla de seductora banalidad universal van a resultar absolutamente imprescindibles. Por otro lado intuyo que, no sólo a los supuestos intelectuales sino, en realidad, a cualquier hombre conciente de su propia condición le va a ser ineludible enfrentarse con gravísimos problemas de supervivencia. Los límites al desbocado poder económico globalizado ya no serán exigidos por perspectivas de justicia económica, política o social, sino por elementales razones ecológicas: el planeta no lo soportará. Y las graves consecuencias ecológicas no se limitarán a la naturaleza, a nuestro hábitat, sino que ya están afectando –y desde hace mucho tiempo– a la misma condición humana. Una auténtica perspectiva ecológica no sólo deberá seguir tomando muy en cuenta los daños al planeta sino también, al mismo tiempo, el costo que todo ello ha tenido para nosotros, los seres humanos, en cuanto especie. Y en cuanto personas también, claro. ¿La poesía, que no es sino el lenguaje vivo, la lengua viva en su más alta expresión, podría ya no considerarse, sino resultar ajena a eso?
1 Encuentro del bosque (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1993, pág. 38).
2 Sobre literatura II, de Michel Butor (Seix Barral Editores, Barcelona, 1967, pág. 21).
3 La mano del teñidor, de W. H. Auden (Barral Editores, Buenos Aires, 1974, pág. 17).
4 Una de las más impactantes novelas de ciencia-ficción de Ray Bradbury: Fahrenheit 451, publicada en 1953, imagina un mundo futuro donde todos los libros descubiertos son incinerados de inmediato por los “bomberos”. Y se cierra con un grupo de rebeldes que se esconden, aislados individualmente en descampados y desiertos, después de que cada uno ha aprendido de memoria una gran obra de la literatura universal.
5 Famosa novela de anticipación de George Orwell, 1984 fue publicada originalmente en 1949.
6 El autor fue invitado a la XXI Bienal Internacional de Poesía, realizada en Lieja (Bélgica) del 3 al 7 de septiembre de 1998, bajo el lema “Un Llamado a los Visionarios / El Tercer Milenio / La Poesía y el Hombre del Porvenir”.
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