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Antes y después de Poesía Buenos Aires

Segunda parte

En mi experiencia personal, el contacto con los jóvenes reunidos alrededor de la, ahora, legendaria revista, me inició en una amistad fundamental y en una aventura resplandeciente. Con dieciséis años y, todavía, en el colegio secundario, recorriendo las galerías de arte y librerías de la calle Florida, en una mesita baja de Viau, encontré varios ejemplares del número 5. Sentí como un descubrimiento, como un llamado, intuí una afinidad instintiva y, a pesar de la timidez, les mandé una carta, aduciendo que formaba parte de un grupo. Con su respuesta, me invitaron a un encuentro en el Palacio do Café, era el 3 de octubre de 1951 y estaban Aguirre, Nicolás Espiro, Wolf Roitman -que esa noche se iba a París- y Daniel Saidón; conservo el libro que me regaló esa noche Aguirre con su dedicatoria: “A Rodolfo Alonso y su barra”. Al día siguiente, yo cumplía diecisiete años. Y ellos iban a ser mi verdadera barra, aunque, eran unos siete u ocho años mayores que yo. Leyeron, allí mismo, mis poemas y Espiro, un crítico muy incisivo, me señaló que había que tener mucho cuidado con las palabras “prestigiosas”. Sentí en seguida lo que, para mí, sigue siendo Poesía Buenos Aires: una mezcla de fraternidad y de exigencia. Eras aceptado inmediatamente y se te abría un crédito, pero, la poesía era una cosa seria. Algo que, después, descubrí con injustificada sorpresa, ya había sostenido Raúl González Tuñón, a quien por aquel entonces no frecuentábamos: “que todo en broma se toma. / Todo, menos la canción”. Una formación que nunca dejaba de ser ética y estética al mismo tiempo, la entrega a la poesía no puede ser a medias, ni secundaria o, como decía Espiro: “Se puede ser poeta y otra cosa, pero no otra cosa y poeta”.

Poco antes de acercarme a la revista, me había tocado descubrir, por mi propia cuenta y como una doble iluminación, primero, a César Vallejo, una presencia todavía indeleble, en los anaqueles de un exiliado republicano y, casi simultáneamente, a Roberto Arlt, cuyas primeras ediciones se encontraban en librerías de viejo, junto a grandes pilas vírgenes de las heroicas reediciones de Raúl Larra para su editorial Futuro. Todavía no era su hora, que estaba por llegar, pero, ambos fueron fundamentales para mí, así como no mucho después, ya en la revista, me alcanza de improviso otro casi desconocido entonces: Macedonio Fernández, la edición mexicana de cuyo único libro de poemas  (póstuma y no por su iniciativa), prologada por un paraguayo, también, encontré apilada en una librería de viejo, cuando, prácticamente, nadie se acordaba de él. Un ejemplar ilustrado con esa magnífica fotografía en la que empuña orgulloso la guitarra que no sabía tocar y que, enseguida, hice circular para proponer su publicación en Poesía Buenos Aires, donde alcanzó a aparecer en el último número.

Ya entonces, Edgar Bayley se presentaba en el grupo, más o menos estable, que se había ido conformando, como un astro a la vez próximo y lejano, pero, con órbita propia. Si, por un lado, se aceptaba entonces abiertamente que la aparición de Arturo y la constitución de la Asociación Arte Concreto-Invención, eran las fuentes de nuestra genealogía, al amparo de la rigurosa Diosa Razón y de los más despojados y rigurosos exponentes de las artes visuales y del lirismo -los pintores concretos y los poetas invencionistas-, también, es verdad que, por otra parte, la evolución de Bayley y de la gran mayoría de los más asiduos participantes de Poesía Buenos Aires, iba a irse alejando, por propia maduración, por propia deriva, de cualquier ortodoxia y del más mínimo asomo de dogmatismo.

Porque, si los concretos y los invencionistas ponían el acento, con énfasis, en la “no expresión, no representación, ningún significado”, pero, también, en la “alegría” y en la “negación de toda melancolía” (como dice, de manera explícita, la primera página de Invención 2, de Edgar Bayley, 1945), en el primer número de Poesía Buenos Aires –cinco años después-, es el propio Bayley quien, al final de un pequeño suelto titulado Invencionismo, se preocupa por aclarar que esa designación se realiza “sin insistir demasiado en ello y a título provisorio”. En 1952, en Realidad interna y función de la poesía, un texto que, luego, iba a dar título a su primer libro de ensayos y que Poesía Buenos Aires reimprimió como folleto, después de publicarlo en dos números de la revista, decía, más que claramente: “he querido poner el espíritu crítico al servicio de la inocencia”.

Giuseppe Ungaretti y Rodolfo Alonso.

Entre los poetas, claro, casi todos amigos entrañables, el núcleo duro, además de Aguirre y Espiro, casi permanentes, y del Bayley inusitado, de un Móbili que se aparta ya casi al inicio, incluye al santafesino Paco Urondo, a Luis Iadarola, a los hermanos Néstor y Osmar Luis Bondoni, que venían de Capilla del Señor, a Ramiro de Casasbellas, que pronto iba a ser expropiado por el periodismo, al detonante Jorge Carrol, finalmente afincado en Guatemala. Y, aunque un poco más lejanos, al porteño y circunspecto Alberto Vanasco, al no menos porteño y huidizo Mario Trejo, de rara inteligencia y hábitos casi exclusivamente nocturnos, a los más jóvenes Fernández Moreno (Manrique y Clara), a Rubén Vela, a un temprano Omar Rubén Aracama, a Elizabeth Azcona Cranwell. En las ediciones de la revista, muchos de nosotros, íbamos a publicar por primera vez y, a veces, a traducir por primera vez, aunque, también, se acercaron algunos poetas menos vinculados con el grupo y de poéticas tan diferentes entre sí como Leónidas Lamborghini, Francisco Madariaga o Alejandra Pizarnik,

El movimiento dio la posibilidad de conocer, junto a seres humanos de calidad excepcional: poetas, escritores o amigos de los poetas (entrañables compañeros que, sin necesidad de escribirla, encarnaban, eran la poesía), a músicos como Juan Carlos Paz o Francisco Kröpfl, artistas plásticos como Libero Badii o Alfredo Hlito, a Juan L. Ortiz y a Oliverio Girondo. Si Girondo, compartido con los surrealistas, era la presencia viva de un vanguardismo encarnado, casi orgánico, Juan L. Ortiz, recluido en su provincia, pero consciente del universo-mundo, tan atento a los reinos animal y vegetal como a lo esencialmente humano, también la injusticia, ajeno por naturaleza a cualquier mezquina astucia, a cualquier componenda, fue, para nosotros, la prueba viviente, el testimonio orgánico de la poesía asumida como manera de vivir.

Tantas milagrosas coincidencias se extendieron muy temprano a otros países y a otros continentes. Y, así, me fue dado conocer a Giuseppe Ungaretti y a Saint-John Perse, contar con el aprecio de Drummond de Andrade y de Murilo Mendes, de René Char (por quien Aguirre sentía una comprensible devoción y a quien le dedicó todo un número), de Achille Chavée, de René Ménard y el chileno Andrés Sabella. Y contar con la amistad tan generosa como exigente de Milton de Lima Sousa (el único brasileño al que se puede considerar, prácticamente, miembro del grupo), de António Ramos Rosa o de Fernand Verhesen, entre otros. Esos contactos fecundantes, que me fueron construyendo como hombre y como artista, que constituyeron mi iniciación y mi alimento, son una de las mercedes más valiosas que debo agradecerle, también, a Poesía Buenos Aires.

De Aldo Pellegrini[1], pionero del surrealismo en América Latina, recuerdo, también, la encendida polémica con que, en defensa del surrealismo, que consideraba agredido, replicó, desde su revista Letra y línea, al número 13-14 de Poesía Buenos Aires, que, a su vez, insertó en el número siguiente, como suelto, un panfleto amarillo titulado El profesor y la poesía, que intuyo elaborado por Bayley. Nada de lo cual impidió que, con el tiempo, esa amistad se intensificara, hasta el punto de concluir con la dedicatoria del volumen antológico El movimiento Poesía Buenos Aires. Fue él quien me propuso traducir autores en versiones que, luego, resultaron memorables: la primera traducción latinoamericana de Pessoa, anticipada en el último número de la revista -y donde aparecían, por primera vez en castellano, todos los heterónimos-, y una amplia antología de Ungaretti. La relación con el grupo de los surrealistas argentinos: Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco, Carlos Latorre y Julio Llinás, fue paralela a mi más activa colaboración con Poesía Buenos Aires, los dos movimientos de vanguardia en la poesía argentina de los años cincuenta. No pocas veces, me tocó incidir para que se volviera a publicar en la revista, donde habían aparecido algunos de sus primeros poemas, a mi querido y admirado Francisco Madariaga. Y, desde entonces, conservo la generosa amistad de Osvaldo Svanascini, tan cercano al surrealismo, aunque, no miembro asiduo del grupo.

Aquella refulgente y contagiosa edad de oro de los primeros años de la revolución surrealista, formó parte de mis propios mitos, pero, fue justamente por respeto a la integridad de sus convicciones éticas y estéticas, tan arduamente defendidas por André Breton, que nunca acepté ser llamado surrealista. No estaba en mi naturaleza entregarme completamente, de fondo, a ninguna ortodoxia, así fuera, como en este caso, subversivamente heterodoxa. Lo cual no quita que compartiera muchas, la mayoría de sus banderas y que admirara, profundamente, a poetas como Paul Éluard, René Char, Jacques Prévert, Robert Desnos, Georges Schehadé, Aimé Césaire, René Daumal, Achille Chavée, la gran prosa de André Pieyre de Mandiargues o la presencia inmolada de Antonin Artaud, un hombre cuya temperatura nunca lograremos alcanzar. De alguna manera, mis opiniones sobre el tema han quedado reflejadas luego en mi libro No hay escritor inocente.

Juan José Saer con Rodolfo Alonso.

Aunque, como es sabido, la generosa y eficaz persistencia de Raúl Gustavo Aguirre, que tan nítidamente supo calificarla como “una continua obsesión”, consiguió completar su propósito de cubrir diez años con treinta números, que están allí, como hecho concreto, siento que, de algún modo, el período más intenso, en todos los sentidos, se abre a partir del número 13-14 (primavera de 1953-verano de 1954) y se cierra, de algún modo, en 1957, cuando, con Francisco Urondo (que me convocó a colaborar con él) concretamos la Primera reunión de arte contemporáneo, realizada en Santa Fe para la Universidad Nacional del Litoral. No sólo porque, a lo largo de esos años, los escritores que comienzan a reiterarse en la revista van evolucionando de una manera orgánica, por su propio devenir, nunca dogmáticamente, en una práctica que, por medio de la creación, la traducción y la reflexión, terminará por provocar un cambio muy profundo en el derrotero de la teoría y la práctica de la poesía en nuestro país, sino, también, porque ello se irá dando en relación y consonancia con un espíritu de modernización, que implicaba el contacto con otros artistas de vanguardia de iguales o similares orígenes, por lo general, músicos y artistas visuales, pero, también, arquitectos y diseñadores, cuyo clímax y canto del cisne (en tanto tendencia colectiva, no individual) se va a dar, precisamente, en esa reunión santafesina, de cuyos resultados testimonia un volumen editado al año siguiente.

A partir de entonces, los caminos individuales y colectivos, no sólo de los poetas y los artistas, comienzan a intrincarse y a entrar en conflicto de manera creciente. Los años sesenta verán nacer otras poéticas, a veces contradictorias entre sí y, también, con ese “espíritu nuevo” que veníamos rastreando en Poesía Buenos Aires. Aunque, la breve selección de Poesía argentina (incluyó sólo diez autores), publicada en 1963 por el Instituto Di Tella, lo reconoció con la inclusión de tres de sus miembros más conspicuos; una antología que, por haber sido el único contacto explícito con el género de una institución paradigmática de la década siguiente, pasó a considerarse sintomática.

Poesía Buenos Aires, entonces, no se limitó a proponer apenas una dirección estética, sino, también, ética y vital; suscitó una actualización de nuestra poesía, que no se basaba, sólo, en la traducción (siempre, denominada allí versión) de significativos autores, sino, en la propia práctica creadora y reflexiva con un espíritu que, mientras promovía la seriedad y el ahondamiento, mantenía un talante de libertad propia y ajena, de antisolemnidad y de exigencia, de desprendimiento y entrega, de devoción sin usufructo o posesión.

Del grupo se dijo, no sin algo de razón, que había elegido la tierra de nadie, al margen de los diferentes espacios de poder, tanto de la cultura oficial del peronismo gobernante, decorativamente populista y objetivamente reaccionaria, como de la otra cultura oficial, con la que rompimos o no queríamos tomar contacto: los suplementos literarios de los grandes diarios, la revista Sur, la misma Facultad de Letras o una Academia Nacional -que, todavía, mantenía cierta influencia-, las empresas editoriales que, por aquella época, sólo publicaban literatura, incluso, de la buena. Y, tampoco, podíamos comulgar con el mal llamado “realismo socialista”, autoritariamente regimentado por el Partido Comunista. Por edad y por gusto, quizá, aún, pervivían en nosotros rudimentos románticos del poeta maldito, del artista honradamente al margen y dignamente cuestionador. Además, se había descartado el énfasis (ya devaluado acaso, por su desmedida frecuentación) en la patria, en el gaucho o en otros temas retóricos que, desde el regionalismo a la porteñidad, igualmente muy concurridos, considerábamos, entonces, meramente ornamentales. Es por eso que, en el momento de evaluar la publicación, parece atinado considerar tanto lo que se publica, como lo que no se publica.

Cuando se me pregunta si el grupo Poesía Buenos Aires se consideraba de vanguardia, suelo contestar afirmativamente, sobre todo, al pensar en el comienzo, cuando Espiro dice: “Nunca dejaremos la vanguardia”. Aunque, el concepto de vanguardia, demasiado bélico, no me satisface del todo, probablemente, por algunas de sus relaciones con Marinetti (¡ese vanguardista que pudo llegar a ser académico del fascismo!), admiré y sigo admirando el bello resplandor, apasionado y rebelde, de las vanguardias de comienzos del siglo XX.

Claro que, como después vio Umberto Eco, al analizar las derivaciones del Grupo 63 en Italia, no es lo mismo decir “vanguardista” que decir “experimental”. En el primer término percibe más que la propuesta de modificar el arte, una voluntad de destruirlo, mientras que el segundo propone la creación de una manera diferente para un público nuevo, que, también, debe ser creado. Si así fuera, vanguardistas podrían ser considerados, únicamente, aquellos dadaístas atravesados por el nihilismo, mientras que Poesía Buenos Aires, como otros movimientos, resultaría, claramente, experimental. Ya en uno de los primeros números, se dice: “Toda conquista social que tienda a aumentar el número de los que pueden ver, a expensas del de los que no pueden ver, es de inmediato una conquista de la poesía.” Y es evidente que se trata de una postura que implica opiniones estéticas, sí, pero, también, políticas y sociales.

Nunca fue demasiado habitual, ni siquiera entre los escritores, la adopción de posturas fuertemente reflexivas; sin embargo, en aquel brillante grupo de jóvenes creadores, que  convocó Arturo y que, al año siguiente, fundó la Asociación Arte Concreto-Invención, tanto el poeta Edgar Bayley como dos pintores -su hermano Tomás Maldonado y Alfredo Hlito-, no sólo fueron artistas, jefes de escuela y teóricos, sino, verdaderos intelectuales, extraordinariamente dotados para la formulación reflexiva y abarcadora, al punto de que, en todos ellos, la producción ensayística iba a resultar tan significativa como la obra creadora.

Que esa exigente y fecunda tradición se haya mantenido, con hondura y rigor, en Poesía Buenos Aires, donde aparecieron medulares ensayos de Bayley, Aguirre y Espiro, e, incluso, uno de Hlito (la publicación de cuyos inéditos logró concretarse). O que yo mismo venga a descubrirme, ahora, tantos años después, como un tardío, pero, legítimo descendiente de ese ademán, supera, con mucho, los simples dominios de las cuestiones individuales o de grupo. Esta vertiente del arte moderno en la cultura argentina de mediados del siglo veinte es, también, como otros patrimonios derrochados de nuestro país, “una riqueza abandonada” (Bayley). Que ello no haya sido, aún, debidamente valorado entre nosotros, quizá, deba atribuirse a la desventurada errancia de nuestra sociedad y nuestra cultura. Primero, hacia la indiferencia, cuando no al olvido, y, últimamente, hacia la banalidad, acaso formas de lo mismo.

Aun así, esas personalidades y esos textos constituyen la evidencia de una corriente original dentro del cuerpo de la poesía argentina contemporánea, una tendencia que renunció, a la vez, al sentimentalismo y a la retórica, a la grandilocuencia y al cerebralismo, al formalismo y a lo patético. Que corrió el riesgo de mantenerse fuera de todos los circuitos supuestamente prestigiosos, para no aislarse de la vida. Y, si fueran necesarias más pruebas del testimonio de su irradiación, no deberíamos limitarnos a los supuestos dominios del género, no deberíamos buscarlas, solamente, en los poetas. Aunque Néstor Bondoni fue siempre el único narrador ligado al grupo, ya que a Alberto Vanasco lo considerábamos ante todo poeta, es, tal vez, comprensible que nuestro, casi contemporáneo, otro narrador, injustamente postergado, Néstor Sánchez, afirmara en el diario El Mundo, en 1966: “En la Argentina (con subdesarrollo o no) se dio una poesía –claro que no más allá del poema- de una importancia fundamental. Me refiero a los poetas no oficiales (no oficiales de la izquierda y la derecha literarias) que no sólo divulgaron con sus revistas la experiencia de las vanguardias europea y latinoamericana, sino que además asimilaron esa experiencia, la hicieron propia e incluso algunos superaron el epigonismo, se negaron a la trampa del ‘compromiso’ o el dinosaurio Boedo versus Florida. Revistas de trescientos a quinientos ejemplares como Poesía Buenos Aires, A partir de cero, Letra y línea, y algunas otras que no sólo demostraban la referida ceguera ‘oficial’ sino que preparaban el camino para la continuación de una posibilidad que por lo general estancarían los prejuicios y los cursos del profesorado de Letras”.

Aunque, no demasiado frecuentada en estos tiempos y en apariencia dejada de lado, cuando no obviada u obturada, esa poética no cesará de fluir, si es que -como lo creo- está viva, no dejará de ofrecerse, incesantemente, al margen del desprecio o del rechazo, como evidencia del lenguaje y rostro del hermano, razón y corazón, llama temblorosa en la tierra de nadie. Y, no sólo, será así porque, como hoy, se reconoce, la revista ofreció, por ejemplo, antes de que recibieran el Premio Nobel, a Pablo Neruda, Odysseas Elytis, Eugenio Montale o Boris Pasternak y, porque, además de los nombres del grupo, con su sello aparecieron los primeros libros de Leónidas Lamborghini o Alejandra Pizarnik y, aunque Juan Gelman no figuró en sus páginas, él mismo me reconoció como difícil que hubiera escrito de la misma manera si no hubiera existido Poesía Buenos Aires.

En este rescate, supongo que a no pocos sorprenderá, tal vez, la reflexión de Ricardo Piglia, en Crítica y ficción: “(Pareciera que Sur solamente ha influido a los escritores que formaban parte del grupo, pero esa influencia quizás deba atribuirse a Borges, lo que es otra cuestión.) En lo que podemos llamar los años de mi formación yo buscaba y leía otras revistas, en especial Contorno, pero también Centro, Poesía Buenos Aires. Comparada con esas publicaciones (o incluso con otras anteriores como Martín Fierro o Claridad) se ve que la marca de Sur es el eclecticismo: en sus páginas circulaban textos diversos, de calidad e interés muy desparejos. Por lo demás el carácter ‘antológico’ de Sur ya fue criticado por el mismo Borges.”

Para cerrar, provisoriamente, esta reflexión quisiera acercar lo que considero un testimonio clave, recogido en Trabajos, el libro póstumo de Juan José Saer: “En los años cincuenta, había varias revistas literarias que circulaban bastante, pero dos sobresalían entre todas ellas por razones diferentes, y hasta podría decirse antagónicas: Contorno y Poesía Buenos Aires. La primera, dirigida por David Viñas, practicaba una revisión crítica de la literatura argentina, con un enfoque fuertemente político y sociológico, pero con un innegable rigor académico. Dos de sus colaboradores se cuentan todavía entre mis mejores amigos –Adolfo Prieto y Noé Jitrik-, pero mis preferencias literarias iban hacia la vereda de enfrente. Poesía Buenos Aires, aparte de haber contribuido más que ninguna otra publicación a la difusión de las principales corrientes poéticas del siglo XX, reveló sobre todo una nueva generación de poetas argentinos y una nueva manera de concebir el trabajo poético. Edgar Bayley, Mario Trejo, Francisco Madariaga, Leónidas Lamborghini, Hugo Gola, Francisco Urondo, Rodolfo Alonso, colaboraban con frecuencia en la revista, que publicó también, en algunos casos, los primeros libros de algunos de ellos. Raúl Gustavo Aguirre, su director, es probablemente el poeta argentino más intensamente implicado en la difusión y en la reflexión sobre los nuevos caminos de la poesía mundial en la segunda mitad del siglo XX”.


[1] Sólo dos años después de que el movimiento se iniciara en París, Aldo Pellegrini funda en Buenos Aires en 1926 el primer grupo surrealista fuera de Francia, con el cual publica en 1928 y 1930 los dos únicos números de su revista Que.

 

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