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Sebastián Basualdo: “En cada proyecto vuelvo a aprender a escribir”

El escritor recrea, en una ficción ambientada en los ‘80, los códigos de una amistad entre tres vecinos y los desafíos de una niñez con adultos ausentes y repleta de series de televisión que los llevan a otros mundos posibles. 

 

En Todos los niños mienten, publicada este año por EMECÉ, el periodista Sebastián Basualdo describe la amistad excluyente de tres chicos vecinos: Lautaro Speedy y Roitter. La trama se enfoca en el universo iniciático del juego, ámbito libre donde se cruzan la imaginación, la valentía, la competencia, el miedo, la complicidad, entre otras cuestiones.

En un extenso diálogo, el autor repasa algunos de los puntos más altos de esta obra, donde lo lúdico emerge como una única y anhelada tabla de salvación.

Con Fervor: En tu novela se presenta, con claridad, el mundo de la infancia como contrapuesto al de los adultos, ¿cómo recortaste y construiste esos cosmos que se imbrican uno en el otro?

Sebastián Basualdo: Hay un punto en común entre ambos universos, que es el que, en principio, me interesaba plantear y es el juego. En ninguno de los dos universos, el juego es totalmente libre, sino que, está sujeto a las leyes de su propia época, tanto ideológico como cultural. El primer universo, sería el de los adultos, ¿a qué juegan? Te digo esto y vuelvo a pensar en ese conocido juego de mesa que es El juego de la vida, que aparece en la novela. Alcanza con desnaturalizar un poco para caer sobre el absurdo de unas reglas del juego que ignoramos y nos lleva a vivir la vida de una determinada manera. Todo lo que hay en el concepto de “ganarse la vida” es lo que hace a las leyes de ese universo adulto. Evidentemente, hay que jugarlo, no queda otra, ¿o sí?

Los chicos de la novela, de alguna manera, ponen en evidencia esto. Las mercancías que me dan identidad, las horas de trabajo para ganar dinero y convertirme en consumidor o consumidora, acaso no es un juego. Venimos al mundo para conocerlo, no para comprar cosas ni mucho menos para “jugar” el juego de otro. Pero, en Todos los niños mienten están ellos justamente y es la noción del juego que une a esos universos ¿A qué juegan los niños y las niñas? ¿De dónde surgen esos juegos? Esa era la que interesaba explorar.

CF: Pareciera que, allí, los “grandes” piensan en el futuro, mientras, que los niños juegan en el presente como si fuera su único tesoro, como si no tuvieran nada que perder ¿Qué valor tiene la temporalidad en esa historia y en tu propia historia?

SB: Es cierto. En el plano de los adultos, siempre, estamos arrojados -como diría Sartre- hacia un proyecto, el futuro. Y esto se relaciona, también, con lo que hablábamos antes sobre los juegos. En la novela, el tiempo de aquellos chicos pareciera funcionar de otro modo, pero, sólo en apariencia. Si tienen algo que perder en relación al tiempo es justamente la niñez ¿Habrá un momento, acaso, un hecho rotundo que haga que se termine?

Por otro lado, está el tiempo del relato lúdico y esos acontecimientos extraordinarios que parecieran ir hacia ellos, ya sea, un cumpleaños, el fin de las clases, la visita de la abuela y la espera, sobre todo, la espera, desde lo más simple que puede ser la espera de la programación televisiva -recordemos que estamos en los ’80-, a lo más importante, a que lleguen las madres y los padres del trabajo. En cuanto a mi propia historia, no me llevo del todo bien con el tiempo, me justifico pensando que tengo una memoria afectiva, aunque, no sé muy bien, tampoco, qué significa eso.

CF: Entre ese tríptico de amigos se traza un “perímetro de intimidad”, aparecen el adentro y el afuera de ese epicentro que es el edificio, la terraza, los kioscos, las propiedades vecinas, blanco de ciertas travesuras ¿Considerás que los lugares, las geografías son personajes en sí mismos dentro de la trama? ¿Cuánto hay en esos sitios de autobiográfico?

SB: Sí y, además, me gusta la idea de pensar que nadie conoce verdaderamente una casa. Puedo referirme a un departamento, como una niña o un niño, en el sentido más profundo de conocerlo. La sombra que se proyecta una mañana de sábado sobre la pata de una silla, un pequeño charquito de agua en el patio, el pliegue de una sábana sobre una cama… Lautaro, uno de los personajes de la novela, recorre los departamentos para pedir comida, pero, él piensa que es un juego que inventó su madre. Los distintos departamentos son mundos nuevos para ellos ¿Recordás lo que sentiste la primera vez que fuiste a la casa de alguien a jugar? Me refiero a eso. Y, por otro lado, está la calle y sus límites. Me crié en La Paternal. En esa época, la gente sacaba las sillas y esperaba la tarde tomando mate. Las pibas y pibes jugaban a la pelota, trepaban árboles. El kiosco y la heladería eran lugares mágicos… El límite era la Avenida Nazca.

Hace poco, hablando con mi hija menor, le contaba que comencé a viajar en colectivo a los nueve para ir a la casa de mi abuela. Un viaje de treinta o cuarenta minutos, hasta Almagro. “Otra época, papá”- me respondió. Cuando le hablo de los ’80 pareciera que me refiero al neolítico.

CF: “Nadie elige tan deliberadamente su pasado como cuando tiene la obligación de criar un hijo”, se lee en el libro. Entonces, ¿la mentira funcionaría, en tu obra, como un móvil ATP de quien nadie puede huir?

SB: Acá habría que diferenciar el concepto de la mentira en el plano de la ficción en la novela y en el plano de lo que podríamos llamar lo real. Pero, sí, considero que hay algo así como una especie de reforma de sí mismo cuando uno asume la responsabilidad de criar que no tiene nada que ver con educar. Todos los niños mienten es una afirmación tramposa que sólo se puede desentrañar a partir del universo lúdico.

CF: En las largas jornadas de barrio que describís entre las páginas, los personajes parecen, por momentos, abandonados a su suerte, al hambre, a la fantasía de las series norteamericanas, a la ilusión de obtener algunos juguetes ¿Qué te llevó a poner el foco en cierta desprotección?

SB: En la novela, los chicos pasan todo el día solos. Algunos tienen que hacerse el almuerzo, tender camas y hacer mandados con el cuaderno de fiado. De esa desprotección, los adultos, también, son víctimas. Quisieran no tener que trabajar tantas horas para parar la olla. En otros casos, se consuelan pensando que comprando algún juguete caro pueden suplir esa ausencia. Son niños fuertemente influenciados por la televisión. Lo único que puede llegar a salvarlos es el juego. Y, ahí, aparece Roitter, el genio.

CF: En ese contexto, ¿cuál es la función o cómo opera la amistad entre los personajes, más allá de sus claroscuros?

SB: En la novela es justamente Roitter, el admirado Roitter, el que pareciera construir los lineamientos de la amistad con sus códigos. Es el mayor, pero, además, es un genio. Todo lo convierte en juego y en el límite de ese juego entra la mirada adulta con sus prejuicios y moral. En algunos casos, también, son como pequeños embajadores de sus casas. En un momento, Lautaro se pregunta cuándo se deja de ser el nuevo en un grupo. Y encuentra una respuesta: cuando se tiene, al menos, una historia en común. No tiene espíritu de líder y hace todo lo posible por ganarse la palabra amistad.

CF: El universo escolar es una constante en el relato y, allí, es notoria la figura de un docente, tal vez, uno de los pocos que comprendía o protegía a los niños. Y, luego, es víctima de tortura ¿Qué te motivó a retratar a Juanca, como actante casi bisagra?

SB: Creo que Juan Carlos intenta mostrarles algo a esos niños o, tal vez, a sí mismo y paga un precio muy alto por eso. En un momento del libro, él hace referencia a los pupitres de madera rasa. Acá, humildemente, a mí me interesaba reflexionar sobre cómo funcionan ciertas cuestiones en la educación ¿Vos te sentás en tu casa ocho horas en una silla de madera rasa? No creo que todos puedan o quieran aprender algo a las siete y media de la mañana. Las evaluaciones, las calificaciones, la relación con el arte, etc. Por no mencionar a escuelas islas o colegios sólo para un sector social. La cuestión de las edades en eso que se llama aula.

Muchas veces, se confunde saber con conocimiento y sólo se les da información. Muchas veces, me pregunto por qué en vez de educar consumidores pasivos no hay una materia introductoria que sea un poco coherente con el mundo capitalista. Que los niños lleven el dólar que les regaló la abuela y lo conviertan en diez en la bicicleta financiera.  El maestro Juanca no puede ir tan lejos, lo secuestran los militares, pero, a los pibes les cuentan otra cosa. Ahí está la mentira que no viene, justamente, del título de la novela.

CF: El amor, la traición, el deseo de ser hijo de otros se adivinan en el protagonista ¿Cómo se cristalizan esas categorías, no sólo, en Lautaro, sino, en tu literatura?

SB: Suelo volver a esos temas como un paranoico a sus obsesiones. Por eso, de alguna manera, mis textos dialogan entre sí y se van complementando unos a otros. A veces, de manera fragmentaria, otras, incorporando como un modo de replantear o corregir, ya que no puedo, ni quiero sacar de circulación el modo en que veía y sentía el mundo a los veinte o a los treinta… Pasados los cuarenta me gusta conversar con aquel que fui y poner, siempre, en tensión algunos antiguos puntos de vista. Escribo para entender, diría un personaje de Sandor Marai.

CF: Mencionás “el derecho al juego”, casi, como excluyente de las infancias, pero, ¿cómo te relacionás con lo lúdico desde la adultez y cuánto hay de juego, de ensayo y error en tu proceso creativo?

SB: Hay esto de jugar en la posibilidad que ofrece la escritura, en tanto mundo imaginario. Hay mucha corrección en mis textos, sabiendo, desde un principio, que aquello que imaginé sólo será un acercamiento a lo que, finalmente, quede en palabras, ese ideal platónico que nunca se alcanza del todo. En cada proyecto, vuelvo a aprender a escribir guiado por mi proyecto literario. Cuando era chico tenía que despedirme de mis amiguitos luego del llamado de mi madre para que fuera a cenar. O cuando se hacía de noche, en esos veranos azules, y se suspendía todo hacia el otro día, como sucede en esta novela. Ahora, es distinto porque tengo que hacer todo lo que hay debajo del sol para sobrevivir, comprarme mi propio tiempo para escribir.


Marina Cavalletti es Magíster en escritura creativa, poeta, periodista, docente y música. Vive en Avellaneda, provincia de Buenos Aires.

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