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Una experiencia iluminadora en la aventura poética

El corte argentino, de Juano Villafañe (Ediciones en Danza)

“No se dice así / Déjenme decirlo para siempre / No se ama en la marea del bajo / Ya no hay embarcaciones del Caribe, ni caballos atados en canoas / Déjenme decirlo para siempre”. Así, con esa energía, con esa potencia sensorial, empieza La memoria de un sueño invertido, el poema en que Juano Villafañe recuerda a Enrique Molina. Las frases y los versos van sucediéndose como una música del sonido y del sentido que, liberada a su propio ritmo, su propia respiración, se abre paso para iluminar algo en el alma. Grupos de palabras que llegan como pequeñas visiones o como un contacto físico. Un contacto vivo con eso que palpita ahí, entre la letra escrita y la mirada, proponiéndonos el encuentro con esa íntima ajenidad, de la manera en que se vive –cuando de veras se la vive- la luz del atardecer o el rumor de la lluvia.

No es nada frecuente, hoy, una poesía que busque ese modo de llegar al lector. Y que lleve a cabo ese envite tan a fondo y con tanta destreza en el arte de la escritura: la poesía como experiencia iluminadora y como aventura vital, como le gustaba a Enrique Molina. Eran tiempos, los de Molina, en que escribir poesía era organizar imágenes reveladoras, fulgurantes, con cierta aura mágica, por medio de una lógica cercana a la del delirio o el sueño, heredada en buena medida del surrealismo: no desorden ni incoherencia, sino, otro orden, otro tipo de coherencia. Ya visible en los libros anteriores de Juano Villafañe, esa apuesta, que es, también, una apuesta a la intensidad y a la puesta en juego de una subjetividad tan inquieta como deseosa, parece, ahora, destinada a desembocar en las cuatro secciones de El corte argentino (Ediciones En Danza). La última, “Extendido familiar / Antiguos recuerdos”, incluye el poema a Molina y quince más, dedicados a Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Leda Valladares, Emilio Pettoruti, Enrique Wernicke, María Elena Walsh, Elvio Romero y la enorme Violeta Parra, entre otros. No se trata de homenajes, sino, de una reconstrucción fantasmática de recuerdos de infancia y adolescencia: son nombres de amigos de los padres del autor, los titiriteros y escritores Elba Fábregas y Javier Villafañe. “Juano Villafañe ha construido un arca donde viajan, desencadenados en un presente continuo, paisajes, hombres, mujeres y sucesos de su memoria”, afirma Teuco Castilla. en uno de los textos introductorios, y, aunque no lo agota, la descripción sirve para dar cuenta del libro entero.

El corte argentino es, puede decirse, una serie de intentos de interrogar al pasado, una pregunta por el origen, como quien busca recuperar qué hay de vivo, aún, en lo vivido para producir con eso poesía. “Poesía autobiográfica”, escribe Jorge Dubatti en otro texto introductorio, pero, no sería, si así fuera, una autobiografía narrada, sino, recreada a través del rescate de momentos significativos. Nada que ver con la tan meneada “literatura del yo”: las situaciones vividas, los recuerdos, el mundo de la afectividad, no son más –ni menos- que el territorio al que la escritura acude convocada por cuestiones que exceden lo personal y, sobre todo, en busca de reverberación poética. Villafañe parece saber que, como pedía Edgar Bayley, la poesía es invención y se lanza a inventar realidades poéticas. Imágenes potentes e inusitadas (“Cuerpo estás de lo vivido como aquello que tuve en el destino de las inundaciones y los fuegos”) que, en vez de ser expuestas como en una galería de hallazgos ingeniosos, son abandonadas a lo que disponga una imperativa necesidad musical, un caudaloso fluir de escritura que no reconoce otro límite que el de su propia armonía.

“Consigue que el verso, sin perder profundidad, vuele liviano y desatado”, escribe Castilla. Versos largos y cadenciosos, como aspirando a la voz alta, sensualidad de las imágenes y algo así como una sabiduría tácita, más interesada en sugerir que en declarar, irrumpen ya desde las primeras líneas del primer poema de la primera sección, El corte argentino. Hay algo de canto a la naturaleza argentina en esos seis poemas, como esperando de ella algún secreto de la existencia y, ya ahí, empieza a verse una articulación del ritmo incantatorio con precisas ráfagas de reflexión, que se potencia, aún más, en la sección siguiente, La conversación, centrada en lo amoroso y el erotismo, y alcanza su clímax en la compleja condensación de los Poemas breves, de la tercera: “Por eso elijo llevarte como el agua que cae sobre sí misma, como ese ruido del mar sobre el mar que no termina nunca”.

Deliberadamente o no, Villafañe deshace el supuesto posmo de que apostar a la experiencia vital intensa implica subestimar la inteligencia del lector. Por el contrario, es un lector muy inquieto y activo el que pide esta poesía, que, también, pide ser vuelta a leer, una y otra vez, no por lo que podría tener de hermética, sino, por lo que tiene de inagotable, sobre todo, en las secciones segunda y tercera, hechas de contradicciones irresolubles y contrastes, como un continuo movimiento de aproximaciones a los desafíos del existir en un universo que nos excede. Por eso y por bastante más, tal vez, pueda verse, en El corte…, un acontecimiento que lleva a replantear lo que se estaba dando como indiscutible en la situación de la poesía argentina. Una vez más, se comprueba, por si hiciera falta, que la facilidad para dar por muerta o superada una poética o un modo de relacionarse con la poesía se resquebraja ante la muy concreta realidad de una obra que, poco o nada, parece preocuparse por el estar a tono con “lo que demanda la época” o lo que algunos suponen que es “la época”, porque, a lo que responde es a su propia necesidad de concretarse como poesía.


Daniel Freidemberg es poeta, ensayista y crítico.

  

Enrique Molina: La memoria de un sueño invertido

 

Enrique Molina le dijo una vez a mi padre: “Esta es la voz de tu sueño antes de ingresar a la feria, antes de hacer el espectáculo. La frase se asocia a una escritura que Molina hizo para prologar el libro de poemas de Javier Villafañe Circulen caballeros circulen, editado por Hachette en 1967.  Los poetas de esos años tenían la costumbre de reunirse entre grandes amigos. No eran surrealistas en el sentido ortodoxo, pero hacían el surrealismo. Cada uno de los invitados se paraba para hablar y el resto aplaudía respetuosamente. Luego el otro poeta daba su discurso y se lo volvía a aplaudir respetuosamente, y así hasta que todos terminaran de decir sus palabras. En la hermosa casa de Liber Fridman en el barrio de Palermo se reunían muchas veces todos los amigos comunes de Liber y Javier. Era notable la calidad para conversar y expresar cada uno sus ideas. Una vez participé de un encuentro donde estaban Edgar Bayley, Olga Orozco, Enrique Molina, Javier Villafañe, Leopoldo Castilla y otros amigos que no recuerdo bien, todos aplaudían, se paraban, se sentaban. En otra oportunidad, en un restaurant de Capital Federal propiedad de los titiriteros Rufino Martínez y Teresa Grossi, el escritor y actor Guaira Castilla hizo una función de títeres extraordinaria. En un momento un personaje se incendia en el retablo, sale un intenso humo blanco, se instala un silencio general, todos miraban a todos como sorprendidos por la magia. Ese era el estado de inocencia que pedía Edgar Bayley. Algunos pensaron que realmente el retablo se había incendiado. Hubo un miedo colectivo y las risas de siempre de los menos temerosos. Era el ritual de la magia y la creación constante de un nuevo sueño surrealista. Yo que venía de otros convivios de la poesía y las inteligencias, me sorprendió el ritual antiguo, donde cada uno ponía su cuerpo sobre la mesa y le explicaba a todos cuál había sido su último sueño. Todos creían en el sueño del otro.

 

 

La memoria de un sueño invertido

 

No se dice así

Déjenme decirlo para siempre

No se ama en la marea del bajo

Ya no hay embarcaciones del Caribe, ni caballos atados en canoas

Déjenme decirlo para siempre

No se dice así

No es el hotel del mar lo que se pierde

Es el amor adentro lo que escapa

Hay que explicarlo

Ni los caballeros circulan por un juego

Todo vuelve a su crimen y a sus muertos

Ni es ella la mujer que se ha escapado

De una furia de tierra sin raíces

No se dice así, hay que explicarlo

No es ella, es la casa perdida, el jardín sin amor

“Porque no tenemos casa, ni paciencia, ni olvido”

Es la pared roja que respira sola con el ojo del buey

En la cama sin aire, en la muerte con su candelabro oscuro

No se dice así, nadie circula

Es en el mar de la pasión la amante

En las hogueras de un terror de infierno

Playa tierra del alma de origen en el mundo

Pero no es así, no hay que explicarlo

Circulen caballeros por favor circulen caballeros

Hay muchas cosas para ver todavía

Como Camila O’ Gorman la gran bella imprudente

La rebelión surrealista con sus fondos de amantes

Un paraíso perdido en mi último viaje

Pero ya nadie dice, nadie circula:

“materiales inusitados, criaderos de sonetos,

cabezas cortadas de señores con bigotes de otro siglo,

discursos, festivales de carpinteros y fotógrafos, adioses, toda clase de homenajes”

Nadie lo explica, nadie entiende nada

Nadie invierte en su muerte con el último pájaro que saluda mi cuerpo agonizando

Yo descanso en la noche final, lo saben mis amigos que me vieron morir

Mi vida fue ese sueño invertido, mi propio cuerpo iluminado por Dios.

 

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