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Construiré una balsa…

1967, un año agitado en la Argentina. Se sabe que, ya en 1965, comenzó a gestarse, en zonas de Buenos Aires, en bares de Villa Gesell y en Rosario, un movimiento musical, poético y bohemio que, con el tiempo, iba a trascender y cubrir todo el país. Pero, ocurrió a mediados de 1967 que la edición de un disco, y no fue el primero, trepó en los rankings cuando nadie se lo esperaba. Hablamos de La Balsa, de Tanguito y Litto Nebbia, interpretado por Los Gatos, que inauguró un ciclo histórico provisto de un nuevo lenguaje en la canción argentina. Con ese tema se desató una carrera por los sueños que, hasta hoy, transpira la camiseta.

Gobernaba una dictadura militar al mando del General Onganía. Un joven abogado, cercano al poder, a la Iglesia y a la oligarquía, Mariano Grondona, detallaba, en un informe, la imperiosa necesidad de transformar Buenos Aires en una “Ciudad Católica”. Se perseguía, la censura gozaba de muy buena salud, se sancionó una ley que prohibió las actividades comunistas, el peronismo y todo su folklore seguían en el ostracismo por ley y un alto porcentaje de los docentes universitarios habían renunciado, luego de la fatídica Noche de los Bastones Largos, es decir, un cóctel muy amargo que la música argentina, en general, no estaba reflejando.

A todo esto, en la Avenida Pueyrredón 1723, en un sitio llamado La Cueva, ubicado a pocas cuadras de Plaza Francia, se daban cita músicos de jazz que resistían, desde su mínimo espacio. Pero, ya no estaban solos, comenzaban a llegar algunos pibes de pelo largo y vestimenta informal, que hablaban distinto y que tenían otros planes entre sus instrumentos. Esos pibes, luego de largas zapadas, caminaban por Pueyrredón rumbo a Plaza Miserere, para recalar en la vieja pizzería La Perla del Once, a la vuelta de la Pensión Santa Rosa, donde vivían algunos de esos músicos. Allí, el grupo era reducido, pero convincente, con mucha capacidad de acción y el enorme deseo de complotar desde el arte. A manera de aquella jabonería de Vieytes, en vísperas de la Revolución de Mayo, aquí se sentaban a debatir, soñar, escribir, componer, un grupo de patriotas de la talla de Moris, Javier Martínez, Miguel Abuelo, Pipo Lernoud, Litto Nebbia, Tanguito, Pajarito Zaguri, El Gordo Martínez, entre otros.

Una noche, en el baño de la pizzería, Tanguito arrancó con un Mi Mayor, rasgueó algo mientras soltaba una hermosa y energética melodía, pero de pronto algo lo detuvo, no encontró cómo seguir y fue Litto Nebbia quien tomó la posta y completó el tema, ya que contaba con muchos más recursos técnicos. Luego, vendrían algunas “adaptaciones” en la letra, para no sufrir el cachetazo de la censura. La canción, bautizada La Balsa, emulando al famoso bolero La barca, arrancaba con cierta dureza: “estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda…”, en otro párrafo deseaba: “tengo que conseguir mucha yerba, tengo que conseguir de dónde pueda…”.

El 3 de julio, contra todos los pronósticos, ese simple se publica por el sello RCA Victor y, ante la mirada congelada de todos y todas, vende 250 mil copias. Sin duda, que esas frases de un tipo tan perdido como solitario toman distancia de la felicidad que intentaba dibujar Palito Ortega, en un contexto social que no era el más apropiado para lanzar carcajadas impostadas. Nadie se imaginó que lo que nacía, a través de esa canción, era un movimiento cultural y social que se iba a prolongar por muchos años e ingresar en el siglo XXI, proporcionando una clara identidad a miles de jóvenes que naufragaban todos los días. Poco tiempo después, se edita un nuevo disco simple: Ya no quiero soñar, en donde se terminaba de comprender que, decididamente, se estaba frente a un tipo de lírica emparentada con el tango y su costado social, donde el protagonista relata: “ya no quiero soñar, no quiero recordar, que mi vida siempre será igual, volver a trabajar, volver a descansar, y volver otra noche a soñar…”. El sacudón daba comienzo, ya nada será igual, y Los Gatos eran más que un inocente maullido, se transformaban en la voz de la gente de la periferia. Litto Nebbia estaba más interesado en reflejar el nuevo mapa que pintaba la juventud que en darle continuidad al alicaído y frívolo Club del Clan.

Foto: Malena Garacotche.

Por esos días, yo era un pibe que estaba en la primaria, en sexto grado del Herrera, en Villa Crespo. A unas cuadras de allí, en plena Avenida Corrientes al 6000, se encontraba la disquería Bruno, adonde concurría, todas las tardes, a poner unas fichitas en su fonola mágica. Una mano mecánica tomaba el disco que uno elegía, caía la púa sobre él y comenzaba a sonar la canción buscada, un sueño que traía la tecnología al barrio. Mi viejo era un obrero maderero que trabajaba en una fábrica en Almagro y, luego, al salir, continuaba su curso de alienación en su taller de casa. Las expectativas de una familia de clase baja eran bastante pobres, hacían juego con lo que nos rodeaba, se podía ver al horizonte parado en una esquina, botella en mano, mareado y sin rumbo. La vecindad estaba igual que nosotros o, todavía, más abajo y sin novedad en el frente, amontonada en conventillos sesentistas. En la escuela, la maestra nos juraba que Roca no podía parar de matar indios, porque estos eran demasiado malos y salvajes, nos señalaba a Sarmiento, que desde un cuadro y con gesto de buchón, repetía que no había que escatimar sangre de gauchos. Volvíamos a casa y por la radio decían que la culpa de todo la tenía un tal Perón, o, mejor dicho, el tirano prófugo.

Pero, yo escuchaba La Balsa, Ya no quiero soñar, Ayer nomás y me permitía pensar en otras cosas. Desde un disco, unos pibes un poco más grandes que yo me contaban qué estaba pasando y yo, casi sin darme cuenta, creo que hacía mis primeros palotes en eso de reflexionar. En mi cuadra, sonaba otra música que a mí no me gustaba, ya habíamos visto dos películas de Los Beatles, de manera que la era Antigua se había terminado definitivamente para nosotros. Por eso, con Carlitos de la esquina, Alfredo, Angelito, Oscar o el turco Ismael, nos íbamos a escuchar a Los Gatos y sumarnos a la conspiración. No mirábamos a los otros desde arriba, simplemente sentíamos que en un plano horizontal queríamos sentir otras cosas, pensar en algo que nadie nos decía, ir a un nuevo salón de música sin tener que cantar el himno, la Marcha de San Lorenzo o Aurora, sobre un piano desafinado. Es que, acá, las letras hablaban de nosotros, de lo que notábamos en casa, lo que se oía en el almacén de Mari, de la desazón del barrio, de la desesperación por revivir que veíamos los domingos en la cancha, cuando el referí pedía un minuto de silencio y, desde las cuatro tribunas, muchas voces clamaban “Viva Perón”, mientras la policía se movilizaba para reprimir.

Es cierto que teníamos ese puñadito de canciones, nada más que eso, porque las de Los Beatles no sabíamos qué decían, sólo vibrábamos como locos con la música que nos inyectaba vida, que nos contaban, en secreto, que ellos también fabricaban balsas y gritaban “socorro”. Yo me iba a dormir por las noches intuyendo que ya no estaba solo, ahora, pertenecía a una movida nueva y aguerrida, poética y melodiosa. Tuvimos que esperar unos años para definirnos como rockeros, exhibiendo nuestro mejor símbolo de pertenencia, pero estoy seguro que llevábamos en la piel una marca escrita con notas y figuras.

En el verano de 1968 leí, en la publicidad del diario La Razón, que en los bailes de Carnaval del Club Comunicaciones se iban a presentar Los Gatos. Yo había ido en otros años a varios clubes, donde se podía ver un desfile de figuras de todos los estilos, cómicos afamados, artistas que uno veía sólo en la televisión, voces de las radios que, por una noche, tenían rostro, pero, en esos días, los podíamos ver en vivo y a precios más que económicos. Le pedí a mis viejos que me lleven, quería ver a mi grupo favorito, estar ahí junto a gente que sienta como yo, ver qué hacían, compartir esa conmoción. Llegó la noche elegida y una multitud más que alegre llenó ese populoso club de la Agronomía, parecía una noche robada a alguna película italiana, chicos y chicas disfrazados, gente bailando por todos lados, mujeres tan hermosas como lejanas para mí, pero que, igual, empezaban a seducirme con sus movimientos, todavía, inexplicables. Un enorme y alto escenario, adornado de colores y luces estrafalarias, veía desfilar a los famosos de época, mientras, los locutores hablaban hasta por los codos vestidos de gala.

Y llegó el momento, alguien gritó: ¡Los Gatos! Y yo temblé sin pensar, nunca me había pasado algo igual, antes era simplemente un pibe que miraba, esta vez, fue distinto, una emoción descontrolada empezaba a conocerme. Allí estaban Litto, Kay, Alfredo, Ciro y Moro. Recuerdo que la voz de Nebbia venía como de algún sueño y la batería, allá atrás, parecía moverlo todo. Yo no sabía si se tocaba de esa forma, pero, me daba la sensación de que Moro le pegaba con alma y vida. Por momentos, parecía cargarse a la banda y conducirla a una fiesta perpetua. Se fueron sucediendo los temas, pero, cuando cantaron Ya no quiero soñar miré a mi viejo, que, milagrosamente, no estaba con ropa de trabajo y lo comprendí, lo sentí más cerca y en él a los trabajadores. Cuando empezó a sonar La Balsa la gente gritaba, aplaudió más fuerte reconociendo esos acordes, ni hablar al escuchar al órgano Hammond de Ciro hacer la intro que todos amábamos, creo que ya no estábamos pegados al suelo. En esa época, no se saltaba, no se gritaba, ni se cantaba en voz alta, pero, por dentro, iba una procesión de paganos con destino incierto que descubrían una locura interna, íntima, casi desconocida.

Volvimos a casa muy tarde, algo inusitado. Recuerdo que me costó dormir, porque estaba excitado por la gran novedad, seguramente, soñé con guitarras, baterías y mujeres en minifalda. Al otro día, parado en la esquina, relataba la gran noche a mis amigos que me miraban como a un privilegiado.

En tiempos en donde hay que cavar todos los días una trinchera para defender identidades, creo que es bueno pensar toda la Historia de nuestro Rock Argentino como un gran constructor de sentido, un relato con música de fondo que nos permitió ser como somos. El rock es una respuesta contracultural. En aquellos tiempos, fue un bastión frente a la Dictadura, algo que iba a volver a partir de 1976, un espacio de arte para una juventud condenada a la intemperie y, que de una u otra manera, fue encontrando un paraguas bajo el cual había otra gente y, entonces, se fueron gestando distintas identificaciones. Esta es la micro historia de muchas y muchos que, en el llamado Movimiento del Rock Argentino, fueron redescubriendo su propia identidad. Que se arrojaron a un mar de subjetividades en donde hasta, quizá, se purificaron y, al llegar a la costa, ya nunca más tuvieron que preguntar: ¿cuál es la nuestra?


Jorge Garacotche es músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA.

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