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Poemas para leer en cuarentena (Cuarta entrega)

Las poetas María Casiraghi, Irma Verolín y Loreley El Jaber eligen poesía

Mientras la pandemia se cierne sobre el mundo, como una sombra venenosa, desde la revista cultural Con Fervor, seguimos llevando belleza a sus hogares. En esta oportunidad, hemos contactado a tres poetas contemporáneas argentinas para que elijan poemas. Ya que creemos que el arte es una de las herramientas que posee el ser humano para sobrellevar los momentos difíciles y vislumbrar un futuro mejor.

María Casiraghi nació en Buenos Aires en 1977. Es poeta y narradora. Entre sus últimos títulos, se destacan: Otro dios ha muerto (novela, Albanegra) y Cóndor y Música griega (poemas). Integra diversas antologías nacionales. Asimismo, su poesía ha sido traducida y editada en el extranjero.

 

Sin título (Katerina Anguelaki-Rooke, poeta griega)

 

Los ángeles son las prostitutas del cielo

con las alas acarician las más extrañas

psicologías

conocen los secretos del egocentrismo

cuando nombran a la hoja árbol

y al árbol bosque.

“Así nos creó Dios” dicen, se inclinan

y se derrama la luz tal como cabello dorado o risa

en el pecho llevan el sombrero

en el instante en que dicen adiós

y entran en otro mundo

mejor.

Una fragancia picante

permanece solamente

en el alféizar de la ventana

y en la lengua un sabor a traición

de lo divino.

(1978)

 

 

Mar reseco (Miguel Angel Zapata, poeta peruano)

 

Aquí hay un mar reseco y cerros que vienen y van para encontrar su flama. El polvo tiene el color de la cerrazón: solo con siete palmeras se puede escribir un milagro. El sol irradia su fuego sobre la piedra que señala el tiempo que vendrá: es el reloj sin tiempo que marca mi hora en esta ciudad de arena que me dice cuándo he de bajar a domar sus cabellos negros. La ciudad está aquí galopando trémula, al lado del río crece y crece entre el abismo lleno de sangre.

 

 

La nieve (Bo Carpelán, poeta finlandés)

 

La nieve que se amontona en el camino

me quita la seguridad en mi meta

ya no sé cuál es la anchura del camino ni siquiera

si me muevo en él

ni si me están sacando de allí, casualmente, llevándome por los campos.

Y ahora no hay un ser vivo a la vista.

Siento como si hubiese caminado aquí una eternidad.

Será probablemente alguien que trata de asustarme

Con esta nieve, y este viento – se nota como un sabor a sangre

Cuando se respira. Y la oscuridad:

¡con qué rapidez cae!

¡Qué parajes son estos?

Quiero salir de aquí.

 

Abrí al azar tres libros de mi biblioteca y el resultado fueron estos bellos textos de latitudes muy lejanas entre sí, unidos sin embargo, por un hilo invisible de reclusión, soledad y silencio; el mismo hilo que nos une a todos en estos tiempos.

Ilustración de Eugenia Bekeris.

Irma Verolín ha publicado libros de narrativa y poesía y, asimismo, algunos títulos de literatura infantil. Entre las distinciones obtenidas, se destacan: Premio Fondo Nacional de las Artes en cuento; Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires; Primer Premio Internacional de Puerto Rico; y Primer Premio  Internacional de Novela Mercosur.

 

 

Muerte, animal y perfume (Libertad Demitrópulos)

 

Ya está otra vez, y si no fuera

que no se cansa de vivir, la muerte

vendría a mis manos por la transparente

ventana que la agita y que la lleva.

 

Y es así, inconstante a su destino,

fiel y sumisa con la primavera.

Animal y perfume, amará la cadena

de mi desconocida piel, cuando la miro.

 

Si no volviera triste a la ventana

-donde me olvida siempre, donde

me pierde, alegre y engañándome-

ni ella será, ni yo, ni la ventana.

 

Perdidas en la lucha, el día goza

de la luz animal, que va entregándome,

-a fuerza de pedir y de negarme-

el total encuentro que nos roza.

 

Este poema me gusta porque es clásico y, a pesar de eso, no cae en lo remanido, se percibe, dentro de su clasicismo, una constante y delicada ruptura con la tradición.

 

 

Comúnmente es así (Vladimir Maiacovski)

 

El amor le es dado a cualquiera

pero…

entre el empleo,

el dinero y demás,

día tras día,

endurece el subsuelo del corazón.

Sobre el corazón llevamos el cuerpo,

sobre el cuerpo la camisa,

pero esto es poco.

Sólo el idiota,

se pone los puños,

y el pecho lo cubre de almidón.

De viejos se arrepienten.

La mujer se maquilla.

El hombre hace ejercicios con sistema Müller,

pero ya es tarde.

La piel multiplica sus arrugas.

El amor florece,

florece,

y después se deshoja.

 

Escogí este poema por su crudeza y, a la vez, su melancolía para exponer un aspecto de la condición humana. Manifiesta algo parecido a un cansancio de época.

 

 

Sin título (Liliana Lukin)

 

mi querida: este hombre sólo quiere sacarme de mí

llevarme afuera

hacerme bailar con la música de su mente

 

del fondo del pozo en que me cierro

él quiere que suba a su intemperie

a su luz cruda y amor

él sólo quiere escuchar una palabra

tan poco       dice        es su necesidad

 

y yo cerrada allí en el fondo pleno

de un secreto que no es de nadie

pero nos une y nos separa

como la danza        que me niego a bailar

soy de mí un eco       el brillo

del ojo de agua de ese pozo

 

este hombre quiere llevarme

pero yo       que estoy encariñada con mi fondo

no quiero salir        la pista es fría

y para bailar se necesita       en silencio

una música que mueva los pies

 

Rescato, de este poema, su muy sutil gesto irónico, en una poesía como la de  Liliana Lukin, que conjuga el lirismo con la  lúcida sobriedad.

Ilustración de Eugenia Bekeris.

Loreley El Jaber es poeta y ensayista. Publicó La Playa (2010), La Espesura (2016) y diversos poemas en revistas literarias, como Contratiempo, Casquivana, Sala Grumo, entre otras. Es autora del relato Acaso sea el río (París, 2018). Su próximo libro de poesía Nunca hay suficiente mar, saldrá este año.

 

 

Sín título (Fabio Morábito)

 

Veo a mi padre asomado a la ventana.

Sentado en el suelo del cuarto,

 

miro su espalda ancha. Camino apenas.

Qué hermoso es un padre

 

cuando, asomado a su ventana,

Su espalda se recorta para el hijo.

 

le deja impreso su mejor recuerdo.

Padre que encara el mundo,

 

primera puerta que nos da la infancia,

primer atisbo de que no todo es pecho.

 

 

De vuelta a casa (Juan Manuel Inchauspe)

 

Anoche traté de poner las cosas en su lugar.

De ordenar –como suele decirse cómodamente- mi vida.

Traté de ver qué cosas estaban más próximas

y cuáles más alejadas,

qué desplazamientos había,

de dónde venía este malestar,

este sueño cortado en la fría madrugada:

temblores que no me abandonan.

 

Bruscamente

uno ve con horror

que aquel que está en el espejo a veces

es otro.

 

¿Pero

quién puede –fríamente-

poner sus propias cosas en su lugar?

 

Se pueden alzar del suelo

los pedazos del jarrón roto

sin maldecir.

 

Se pueden quitar las infinitas telarañas

de los rincones,

descubrir el nido de las cucarachas,

la cueva del ratón que se comió todos nuestros `papeles en silencio

y nos dejó vacíos.

 

Se puede salir con vida de un terremoto

y después se puede volver –simplemente volver.

 

Se pueden pegar los pedacitos del jarrón

y rehacerlo de a poco

y sentir que su forma

es el hueco de tus manos –amor.

 

Pero cuando lo negro despierta en lo hondo a veces

y entra y sale de uno a oleadas interminables

y uno acepta quedarse:

 

¿Quién desovilla el inmenso ovillo

con manos de témpano

sin encontrarse –al fin- enredado?

 

(Es cierto

ahora estoy caminando sobre escombros

de fuego-.

pero vuelvo a casa).

 

 

El miedo (Idea Vilariño)

 

Es amarillo afuera

ay dios

es amarillo

como un pájaro seco

hiriente y desplumado

como qué

doloroso.

 

Tiene miedo la tarde

tiene horror la mañana

el día que lastima

o se tiñe de estiércol

o se afila los dientes.

 

La noche hace una casa

negra pura y de todos.

la noche hace una casa

pero el terror golpea

y la llena de ojos.

 

Es amarillo afuera

ay dios

es amarillo

como un pájaro muerto

como una aguja de oro

de hielo

como un grito.

Es amarillo afuera.

 

Y adentro es amarillo.

 

Elegí tres poemas de tres poetas que adoro. Estos poemas, en particular, suelo releerlos porque, los tres, me convocan de diverso modo. El de Morábito es un poema bellísimo a su padre, casi una loa, un poema sobre cómo ve el hijo al padre, cómo lo recorta y embellece, cómo lo honra en su estirpe y ascendencia. Morábito muestra al padre que alimenta, muestra la belleza de la espalda ancha, del viento en la cara, la red que se construye, sobre la que construye el hijo la escalera para salir al mundo. El de Inchauspe es un poema, casi, de cabecera para mí. Vuelvo a él una y otra vez. A veces, creo que soy ese jarrón roto, que llevo a cuestas los pedazos, pero, aun así, vuelvo a casa. El de Vilariño es un poema para estos días, precisamente, cuando el miedo ronda. Esa descripción, tan simple y, por eso, tan llana. Y ese color, tan alejado del estereotipo. El miedo se vuelve tangible, posible, la ajenidad del miedo se deshace con esa simpleza y, entonces, asoma el peligro de la invasión: el miedo desarmando el refugio.

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