DestacadasNotas de Opinión

Borges, Fierro y el destino de las palabras

Dilucidar historias

 

Borges solía llegar a las cosas luego de atravesar los libros en el silencio de una biblioteca antigua abierta a lo desconocido. Es en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) cuando se dio, lúcido e incansable como un amor perdido, a dilucidar la historia de un hombre que percibe la revelación de su ser y su destino al asistir a un encuentro improvisado con otro hombre. Así, el 12 de julio de 1870, bajo la invasiva noción de la noche, Cruz va a cruzarse con el prófugo. Y es en ese acontecimiento no previsto donde se revela su destino, porque, allí, hay un asesino y el asesino es un impostor impostergable. El asesino sale, a su vez, bajo uno de sus rostros, de su frágil escondite y lo rodean temerarios los hombres de Cruz. Esta dispuesto a dar su vida una vez más para reponerla, una vez menos, y pelear sin descanso ni destino, porque, no va a entregarse, pero, en ese instante, Cruz entiende que se le revela su propio destino por sobre el de los otros, que creen que la iluminación posible danza sobre sus cabezas. Su deber, colige, no es capturar a un asesino, un merodeador o un pobre –que es pasible de perder la vida, dado que hay una cultura y una falta de ley que lo protegen-, porque, ocurre un imprevisto cuando alcanza una luz o la secuencia secreta de un hecho que lo deslumbra al ilustrar un tono de la realidad. Descubre, entonces, que el hombre que va a capturar o matar no es otro que él mismo, su piel y su estirpe.

Por eso, irrumpe en la escena adoptando otra máscara, se arranca el uniforme y grita que no va a aceptar que se mate a un valiente. Y el escenario se transmuta, cambia todo, pasa a estar en el mismo lado del desertor, el otro, porque, sólo él ha descubierto, en la cara de quien era hasta hace instante un desconocido, la misma máscara con que sobrelleva su arrogante vida de escritor. Borges lo narrará de este modo: “Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro”.

 

 

Evaristo y Macedonio

 

Borges, por su naturaleza y por su padre, por el entrerriano Evaristo Carriego y por Macedonio Fernández, había leído el Martín Fierro a hurtadillas, porque, en cierto modo, perturbado e incierto algunas lecturas lo obligaron a “desertar” para enmarañarse con ansiada libertad a su curiosidad sin límites, debido a que, como él mismo lo contó en algunos relatos autobiográficos repetidos y hasta repelidos, Leonor Acevedo, su madre, le prohibía leerlo sin más con su poder de policía, el mismo que lo llevó a firmar la traducción de Luz de Agosto, de William Faulkner, y que la exhibía incapaz de mostrarse, porque su máscara era, casi seguramente, semejante, en el caso de Borges y el asesino. “El sentir de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había sido un partidario de Rosas, y, por lo tanto, enemigo de nuestros ancestros unitarios”.

Su abuelo, el uruguayo (colorado, no oriental, muerto como traidor en la batalla de La Verde, el 26 de noviembre de 1874), Francisco Isidro Borges Lafinur sintetizaba ese rechazo. Y su lectura fue, en cierto modo, un encuentro consigo mismo, como si hubiese descubierto su rostro en aquello que parecía ser su lado antagónico y lo sería, al menos, a la hora de acudir a la palabra como lugar de una contienda.

Piglia dirá, luego -en El último lector– que en la obra de Borges existe un lector creado por su imaginería, que alcanza a hallar y completar los lugares oscuros o de escasa visibilidad apelando a un sentimiento que lo hace libre, con lo cual, abre campos de ideas en la literatura, de tal manera que podría afirmarse que se asienta en el concepto de intertextualidad. Todo escritor debe al menos intentar saber, desde sus primeros pasos, que el universo de sus búsquedas estará, siempre, sobrecargado de palabras ajenas y sentidos esquivos, de otros, incluso, desconocidos, ante los cuales deberá actuar, al modo de un falso domador que puede arribar a la confusión o la revelación. No importa cuál, esa es una presunción sin condiciones de arribo al puerto de las conclusiones.

El nombre del desertor al que alude Borges, es Martín Fierro, y remite al protagonista de la obra histórica de José Hernández como si en la literatura pudiera reproducirse ese giro del destino que lleva a que un hombre se reconozca en otro, cara a cara, en un registro del destino. Julia Kristeva escribiría, luego, como si hubiera asistido a aquel encuentro, que “todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto”, en un juego permanente que hace al conjunto de la acción literaria y, en eso, estaría dada la universalidad de Borges, que urde su decir. Escribir es un ejercicio permanente de reescritura como presagio de acción y transformación de la palabra en un juego sin movimientos que se explica porque los contiene. Y, en ello, hay un fenómeno que, acaso, lo une a Sarmiento. Que, en su rencor hacia el gaucho, va a encontrar su rostro en un Borges que, en su rechazo relativo al hombre de su tierra, parece expresar un raro fenómeno, por momentos inexplicable, y que consiste en amar lo que se odia. O se repudia, al menos, siendo que cierto tono del repudio antecede al odio. Y se busca texto sobre texto, una y otra vez, el instante cuando estalla el suceso que expresa al destino, que se define en un rostro a descubrir en el propio, en un desandar la existencia y sobrelleva, luego, encuentros inesperados, pero, inevitables. Y, en eso, reside una capacidad de sorpresa que el escritor puede retratar y, como no le pertenece -tanto como otras literaturas o su ejercicio-, pueden ser capaces de repetir, bajo otros influjos y otros derroteros, para hacer de ella una expresión del mundo imposible de no percibir tendido sobre el estrecho espacio de una biblioteca que, al callar, expone su propia versión de los sucesos, pero, siempre, dichos por otros, que encuentra entre sus anaqueles la dimensión de su rostro.

También, es posible ensayar que un texto, como reescritura en movimiento, sea, también, la negación del anterior. Borges era un artesano en la construcción laboriosa de su oficio, que, al trazar la silueta oscura de una palabra, rezagaba a la previa, porque, construir un mundo precisa de esa aptitud que parece expresar que a cada acción le cabe esa negación. Su Cruz era reescritura del que recreó Hernández y su sustitución por el de Borges y su sentido propio aportaría ese encuentro de máscaras que llevaba al hallazgo del destino de un hombre. No por nada, Borges se inventó de un coronel traidor a las órdenes del gobierno de Sarmiento, un presunto héroe de papel y tinta que, como se ve ahora, no resiste la ingrata tentación de la letra electrónica, donde reaparece esa verisimilitud que lo revela en su carácter de viejo sátrapa de los ejércitos de la guerra de policía de Mitre. Ese era su tío, Borges, además, tentaba a los milagros que, hasta este instante, lo perseguían hasta que la máscara impropia de un escritor sin rumbo, acaso, lo puso en sus cabales.

 

 

Borges y Martín Fierro

 

¿Se podrá decir, entonces, que Borges, ante el Martín Fierro, que lo acechaba desde sus años juveniles, se hizo persona en ese vínculo con el otro, que es el libro, en una rara amalgama de vivencias humanas y literarias que, por momentos, se confundían? Como que Borges y el otro, pudieran ser, también, Borges y Borges solo a la hora de la revelación de los rostros trazados en un inexplicable encuentro detrás de las sombras. Alguien dirá, no sin razón, que para dar con ese punto en común es necesario el amor. Borges, como Cruz, puede haber sentido ese llamado a la hora de encontrar a su otro, aunque, el odio se cruzara en sus caminos en un lugar innominado y olvidable.

Estos dichos, tan pretensiosos como abominables, permiten seguir el camino de la impostura por razones de presumible éxito y riesgo de derrumbe, pero, no hay forma de trazar un relato sin acudir a la historia y a las máscaras, como que todo impostor -decíamos ayer-, siempre, regresa al lugar del crimen e, irremediablemente, asiste, de ese modo, a los nuevos malentendidos. Luego, un escritor inoportuno se encargará de narrar su visión de los fragmentos recogidos en el camino. A lo mejor, es un “otro”, un reaparecido o un renovado exponente de la fauna de los que cuentan y alimentan, en el rigor de sus palabras, los nuevos escenarios de un relato rejuvenecido y verosímil.  


Alejandro C. Tarruella es periodista, escritor y poeta. Sus libros más recientes son Güemes, el héroe postergado y la novela Las muertes de Albornoz.

Comentarios de Facebook

Publicaciones relacionadas

Cerrar
Ir a la barra de herramientas