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A jugar que se acaba el mundo

Con Fervor estuvo jugando un picado con Gustavo Makrucz

La palabra juego desata un sinfín de imágenes. Se diría que donde no hay juego no hay vida. Cuando somos chicos, debemos jugar. En la adolescencia, saber jugar nos agranda el espacio. Los que elegimos el arte como profesión tenemos que recuperar la magia de lo lúdico. Cuando nos envuelve el amor es el juego previo el que indica el camino. Entonces, para reflexionar sobre algo tan serio, Con Fervor entrevistó a Gustavo Makrucz. Experto en juegos, analítico de cada acción, licenciado en Psicología y doctor en Salud mental comunitaria. Con una tesis notable sobre juegos callejeros y seguridad ciudadana. Lo hemos entrevistado por ser, también, un gran fanático del fútbol, con un doctorado boquense que lo autoriza y califica en todas las canchas. Es decir, un jugador de equipo grande.

Con Fervor: Cuando pensás en la palabra jugar, ¿qué desfile de cosas invaden tu cabeza?

Gustavo Makrucz: Infinidad de cosas. Principalmente, derroche, liberación de energía, placer y aventura. A veces, competencia. O, como dice mi amiga Nadia Sánchez, jugar es una excusa para relacionarse de otro modo. Ejemplo de esto último: cuando, en pandemia, jugamos al chinchón y a la lotería con mi mamá, mi tía y mi primo, a veces por video llamada, el resultado no existe, lo que importa es pasar el tiempo y, definitivamente, para mí, las charlas que se dan mientras jugamos son impagables, de cuestiones del barrio actuales y viejas, familiares, chistes, etc.

Pero, jugar y juego son términos polisémicos, tienen múltiples significados. Lo que más me inquieta al respecto es la cantidad de veces que escuchamos y pronunciamos ambos términos en un solo día, donde, supuestamente, no estamos jugando. Ya sea, en el trabajo, en la calle, en casa. Tenés que jugar mejor, estoy jugado, esas herramientas hacen juego, esos colores hacen juego. Los ejemplos son interminables y la lista sería kilométrica. Llama poderosamente la atención ¡El juego es lo más serio que hay! Se lo infantiliza y se lo despectiviza, precisamente, por eso, porque provoca cierto temor y no estrictamente a la ridiculez ¡Quizás, sea por lo contrario! Y así estamos. Como afirmaba Nietzsche, en Más allá del bien y del mal: “la madurez del hombre es haber reencontrado la seriedad que de niño se tenía al jugar”.

CF: A partir de 1976, la dictadura cívico-militar decide expulsarnos del espacio público, ¿dónde se refugia la gente, qué lugares surgen como reemplazo?

GM: Lo que surge de la investigación que realicé, en el enclave territorial de los barrios Saavedra, Villa Urquiza y Coghlan, es lo siguiente: las propias casas, por supuesto, y los clubes de barrio. Estos reemplazan, parcialmente, al espacio público como un espacio puertas adentro donde encontrarse con amigos y apartarse de los nuevos peligros de la calle. Pese a esto, también, los uniformados entraban allí. Se hace tan necesaria la presencia del club que, incluso, se lo crea dentro de una casa como aventura de niños y antesala de lo que vendrá. A pura intuición, esto ocurre previo a la dictadura cívico-militar. No hay otra organización civil barrial en los relatos de los entrevistados. Por supuesto, que el espacio seguía existiendo, pero, raleado, disminuido en términos de vínculos comunitarios, por ende, menos público y más, mucho más, angustiado.

CF: ¿Qué juegos sobrevivieron, con el paso del tiempo, y cuáles se extinguieron a raíz de la mutación sufrida a partir de la intervención de la dictadura cívico-militar sobre el espacio urbano?

GM: En la mayoría de los barrios de Ciudad de Buenos Aires, los juegos callejeros se han extinguido tras el arrasamiento de lo público, consecuencia del terror implantado por la dictadura, en una primera instancia. Luego, hubo otras cuestiones que terminaron arrasando con todo. Ya son varias las generaciones transcurridas que no lo han conocido. Sólo, en los barrios llamados populares o villas, se los puede encontrar. Principalmente, los juegos de pelota. Sólo reaparecen, de modo no espontáneo, en algunas actividades de Juegotecas Barriales o en las CUJUCA (Cumbre de Juegos Callejeros), un dispositivo territorial que promueve el juego colectivo en el espacio público, con el desafío de ocuparlo mediante la práctica de jugar lo vivido y compartido por generaciones anteriores. También, a modo de combate al miedo y al individualismo imperante desde hace décadas.

CF: Muchos pensamos que casi todas las cosas que vemos en la vida ya estaban en un estadio de fútbol ¿Cuántas situaciones ves que se pueden ver, ahí, en noventa minutos, en medio de un partido?

GM: Vi mucho fútbol en la cancha, desde los fines de los 60 y a lo largo de todos los 70. Imposible no quedar imantado por la figura del 10, el conductor, el que arma el juego, el que ve mejor. Y la electricidad endiablada de muchos punteros. Pero, como decía Albert Camus: “Todo lo que sé de ética lo aprendí jugando al futbol”. En el fútbol se ve de todo, incluso, lo más anti ético. La canción de Gieco que dice: “cuando el fútbol se lo comió todo”, en alusión al Mundial ’78, es bastante preciso, pero, muy específico a esa época. Mayormente, en el fútbol se ve todo.

Por ejemplo, se ve, cada vez, menos talento. Y es lamentable. Y cuando aparece algún jugador talentoso le recriminan que no se sacrifica. Se escucha cada cosa, ¡mamita! Cada vez me suena más propia esa declaración de Eduardo Galeano, la de considerarse un mendigo del buen fútbol, que va viendo partidos como un mendigo, para que le den algo de buen fútbol.

 CF: Nuestra generación es, también, hija del espacio público, de la esquina, del barrio ¿Qué ganó, jugando libremente, en esos lugares?

GM: De todo. Algún cotejo del riesgo. Cuanto antes se vivencian los riesgos (de lo que sea, de eludir un cordón de vereda jugando a la pelota, por ejemplo, ni más ni menos) menos temeroso se va en la vida. Y mucho más libre. Se tienen experiencias de solidaridad, de compartir lo que sea. Compartir un espacio es fundamental, compartir un espacio público es de lo más generoso y potente que hay en la vida. Aún hoy, cuando uno charla con alguien en la vereda. Tres chicos sentados en el umbral de una casa conformaban un planeta. Y, después, venían dos o tres más y se sentaban al costado del umbral y se apoyaban contra la pared, una imagen deliciosa. Nada malo podía pasar allí. Jugar a las cartas o a la payana o al ajedrez en esa vereda. Y, de ahí, a jugar al campito, a la plaza, al ring raje, a lo que sea.

CF: Las generaciones actuales han tenido que adaptarse a otros ámbitos, al encierro, a cierta individualidad, ¿qué se pierden al saltearse el juego en el espacio público?

GM: Es una cuestión más amplia que el juego en el espacio público, lo que se pierde es algún sentido de lo comunitario que el juego callejero transmitía. Tus viejos no te jodían, siempre había vecinos en la calle. Hoy, tenés un millón de juegos en la computadora y se juega on line con todo el mundo, literalmente. Pero, ¿se juega? No estoy juzgando, es lo que percibo. Es probable que se juegue, quiero creer que así sea. Pero, algo ha desaparecido, inevitablemente. Todo indica que es irreversible, ojalá que no.

CF: ¿Qué le proporcionó el juego a la identidad barrial?

GM: Respecto del barrio, su sola referencia aglutina todo un universo de significados, muchas veces, heterogéneos, determinadas relaciones y prácticas. El barrio no es, precisamente, un territorio geográfico, por más delimitación que se le quiera hacer. En la actualidad, son 48 los barrios que conforman la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero, estas son divisiones político-administrativas que surgen del Estado. Son las prácticas y las relaciones vecinales, sus modos de apropiación y habitación, las que les confieren determinada identidad al territorio.

Hechas estas aclaraciones y yendo a la pregunta, en principio, creo que la identidad estaba más dada por determinadas calles y banditas, que por barrios. Y que estas incluían, muchas veces, integrantes de más de un barrio. Y un barrio contenía decenas de banditas. Por ejemplo: ¡los desafíos de fútbol eran contra los de determinada esquina que quedaba a cinco cuadras! ¡Y era un mundo distinto, en sólo cinco cuadras! La identidad nunca es algo original, siempre, es efecto de todo tipo de vínculos. Nunca, está del todo dada y transitamos, cada vez, más identidades problemáticas y problematizantes. Lo que sí perdura hasta el día de hoy, de modo milagroso, es esa expresión tajante que dice que fulanito o fulanita tiene barrio y tiene calle, no es un nene o nena de mamá. Un milagro y un tesoro, esa expresión. Y, también, lamentablemente, se hizo más fuerte y naturalizado eso de “sacar a los chicos de los peligros de la calle”.

CF: ¿Qué juegos recordás de tu infancia y cómo los vivías?

 GM: Todo juego parecía ser colectivo y ocurría en el espacio público ¡Pero, juego era casi cualquier cosa! Se consideraba juego agujerear un huevo de gallina hurtado de un vecino, el acto solidario de compartir una batata tierna en ocasión de la Fogata de San Pablo y San Pedro, jugar a cachurra dentro de un calabozo o entrar al cine a ver películas prohibidas para menores de 18 años con la cédula de una persona mayor. La sensación de haber entrado a ver Adiós Sui Generis con la de mi primo me dura hasta hoy. Recuerdo más de 30 juegos callejeros, aunque, algunos, también, se los podía jugar en casa.

Los dos más recordados son el cupa cupa y el 1 y 2. El elegido cupa cupa se dirigía a una de las esquinas de la cuadra, el resto de los participantes lo hacían en dirección contraria. Al grito de cupa cupa, el elegido debía descontar la distancia inicial de una cuadra, a media cuadra. Por esto, todos los demás debían correr en múltiples direcciones con el objeto de no ser alcanzados, dentro de unos cincuenta o sesenta metros. Entonces, al grito de cupa cupa de fulano, el juego debía finalizar y recomenzar a la espera de que volvieran los demás participantes, tantas veces infructuosa. El espacio del juego quedaba delimitado, por ejemplo, por las vías del tren, por aquella avenida, por aquella otra, por la calle de la fábrica, entre otros lugares. Los participantes del juego, tampoco, podían ingresar a sus casas. A veces, se establecían turnos de media hora. Aunque, el tiempo de los niños no es el tiempo medido de los adultos, mucho menos cuando, en esas épocas, los niños no usábamos reloj, ni había teléfonos celulares. La originalidad del cupa cupa radicaba en que, nunca, se respetaban esas reglas y el elegido cupa cupa, nunca, se enojaba por las transgresiones: él también participaba de ellas. Se desbordaban los límites antes demarcados, tanto en lo que hace a los puntos designados, como a los intramuros, dado que, siempre, se terminaba merendando en casa ajena. Incluso, como uno de los jugadores era el hijo de la portera del colegio primario, donde la mayoría de los niños asistíamos desde siempre, los fines de semana, lo usual, era jugar en el mismo espacio donde se estudiaba. Pero, el espacio escuela ya era otro ¿Quién podía pretender ganar si no era eso lo que se perseguía? Pero, ¿qué es lo que se perseguía en ese juego? ¿La experiencia del tránsito por la pura intemperie? El cupa cupa era una hazaña inútil: a quien le tocaba en suerte que, de hecho, no era azarosa, aceptaba la pérdida como parte. Ni quien hacía de cupa cupa buscaba ganar. Puro derroche y descubrir el barrio, desobedecer las órdenes de los padres, transgredir, etc. El juego del cupa cupa, como puro derroche, ejemplifica y muestra, de manera contundente, la articulación entre el uso libre de los espacios públicos urbanos y una red de contención de seguridad barrial y comunitaria, cuando ni siquiera estos términos eran utilizados mayormente.

El otro juego maravilloso era el 1 y 2, consistía en jugar a la pelota, dos equipos de dos cada uno, con una regla: no podías tocar la pelota más de dos veces, la tercera era infracción para el equipo contrario. Por lo cual, estabas obligado a ser rápido, imaginar jugadas inimaginables, patear desde cualquier lado al arco, a veces (se jugaba, mayormente, en un costado de la cancha grande, Machain y Manuela Pedraza, luego, Obras Sanitarias, grrrr, hoy, Aguas Argentinas), y, principalmente -y esto lo quiero destacar-, a ser solidario con tu compañero de equipo. Las paredes que se hacían por partido eran cientas y cientas. Era un juego de puro deleite.

CF: En relación a tu trabajo sobre las relaciones públicas y privadas entre habitantes y espacio público, ¿qué recuerdos, mayormente, afloraron en la memoria individual y colectiva de los entrevistados?

GM: Tanto la dictadura como la autopista nunca realizada, hicieron que la vida cotidiana y social se retraiga, ya sea, por miedo a estar en la calle, por los caminos que se hacían para delimitar recorridos, menos impregnados de miedo, o por el mismo sentimiento de desolación con la demolición y ocupación posterior. Los edictos policiales vuelven a utilizarse en el año 1976, la consecuencia más notoria es la prohibición de los carnavales y la juntada de más de dos personas en la calle. Todos los entrevistados manifiestan cierto patrón: haber pasado de un momento de mucha libertad y seguridad, aunque, sin el uso del término, a otro donde el miedo, ausente en los primeros años del periodo, fue in crescendo. “La calle era nuestra”, “la calle era de todos los que estábamos en la calle”, “la casa era de los viejos, pero la calle era de los niños” y así.

El miedo desemboca en sensación de inseguridad. Si bien, se hace alusión a algún robo, se lo relaciona con las ocupaciones de las casas semidemolidas. A décadas del periodo que comprende esta investigación, algunos, añoran el paraíso perdido de la juventud. Otros, dan cuenta de cierta distancia, incluso, en ese periodo, aduciendo otras razones: edad, noviazgo, casamiento, trabajo, etc. El accionar represivo de la dictadura cívico-militar del período 1976-1983 repercute sobre las transformaciones en el espacio público. Los casos de desaparecidos reales del barrio, no recordados por la mayoría de los entrevistados, inciden, de manera determinante, en las transformaciones del espacio público. La demolición de los cuatro kilómetros por la autopista que no fue realizada es, en sí, un hecho de inseguridad real, tramitada en forma de miedo y desolación, tanto por quienes tuvieron que irse del lugar, como los que se quedaron. Los entrevistados refieren cambios acaecidos en el barrio, de situaciones de menor libertad en el uso de los espacios y de ocupaciones, por parte de extraños al barrio, de las casas semidemolidas por la no AU3.

Los datos brindados por los entrevistados exponen que, a través de los juegos y otras actividades en los espacios públicos urbanos -entendiendo como parte de estos, incluso, a las casas que no eran cerradas con llaves-, se puede aprehender la percepción de un constructo acerca de seguridad y percepción de inseguridad en un periodo delimitado.

CF: ¿Qué relación con el espacio público y el juego se observa en las familias que se asentaron en condiciones habitacionales precarias con posterioridad al abandono del proyecto, inconcluso, de la Autopista 3?

GM: Es muy complejo poder describir ese proceso en pocas líneas. El proyecto es abandonado en el año 1982, creo. Y ya habían transcurrido muchos años durísimos en términos políticos. Allí, empieza la ocupación precaria. El juego callejero ya había desaparecido y el temor a esos nuevos habitantes del barrio hizo lo suyo. Un entrevistado sintetiza muy bien esa sensación: “la dictadura vació el espacio público de gente y lo terminó llenando de delincuentes”. En el documental de Alejandro Hartmann (AU3) Autopista Central, se recogen varios testimonios de los ocupantes, lo que se encontraba en esas casas: piletas de natación como nunca antes en su vida, un arsenal de armas, muebles antiquísimos, etc. Todo vivido como un juego, pero, ya no público, nada público. Y los que nos quedamos en el barrio, una mezcla de dolor y de estupor. Y, así y todo, una concepción lúdica y festiva de la vida, como la de llevar un tocadiscos y hacer un baile en la casa semidemolida de uno de nuestros amigos.

 CF: ¿Qué lugar ocupa, en pleno siglo XXI, la dimensión lúdica del juego callejero?

GM: En lo que respecta a los barrios de la Ciudad de Buenos Aires, muy poco, casi nada. Las experiencias de las Juegotecas Barriales y las CUJUCA, que ya mencioné. En algunas ciudades de Italia, el proyecto La ciudad de los niños, implementado por el pedagogo Francesco Tonucci (visitante asiduo de nuestro país), que intenta brindar a las ciudades espacios públicos donde los más pequeños puedan jugar y formarse con libertad. Seguramente, hay muchas experiencias aisladas más. Y, en algunos barrios populares, la gente aún juega en la calle.


Agradecemos la colaboración de Jorge Dossi: músico, abogado, doctor en Racing Club y miembro de AMIBA.

Jorge Garacotche es músico, compositor, Licenciado en Club Independiente, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).

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