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Silencio y crítica. Melville contra la hipocresía y el abuso de poder

Suele decirse que ante las grandes obras de arte sólo puede callarse. Luego de percibirlas sólo queda el silencio. No es ocioso aquí recordar al respecto las últimas palabras de Hamlet antes de morir: “The rest is silence”. Teniendo en cuenta esto, nos resulta sintomático que algunos de los personajes centrales de muchas de las novelas más trascendentales de la literatura norteamericana terminan callando: Bartleby, Benito Cereno, Milly (cuya carta es quemada sin que podamos llegar a conocer su contenido) en The wings of the dove y Caddy en The sound and the fury. Y, más aún, el mismo Herman Melville, cuya obra literaria fue en gran parte incomprendida durante su vida, lo cual lo redujo a un terrible y desesperante silencio editorial, hecho que tuvo como corolario la no publicación de su última obra, Billy Budd. Además, Melville logró vivenciar las contradicciones que se venían desarrollando y que se verían aumentadas con el paso de los años. Con lo cual, debemos concluir diciendo, en cuanto a esto, que el autor de Moby Dick no terminó sus días en el silencio, sino, más bien, en lo contrario, en un gran grito a favor del ser humano y su hermosa condición tan bastardeada y corrupta.

La hipótesis de este breve trabajo se centra en la idea de que Bartleby the scrivener, Benito Cereno y Billy Budd encierran una fuerte crítica, con más o menos fuerza, agresividad y destreza narrativa, de forma directa o de modo más indirecto y solapado, a unas sociedades y, con ellas, a sus respectivos gobiernos, que se hallan en una gran decadencia de sus valores e instituciones. Y que, si alguna vez lo tuvieron, han perdido el recto camino, del mismo modo que Dante en el Canto I de su Commedia.

La crítica se desarrolla en lo político, lo social, lo económico, pero, en todas logra un salto mucho más allá y se remonta a los grandes problemas éticos de la condición humana, aquellos que ya aparecen en la tragedia griega y que nos obligan a pensar en la Antígona de Sófocles. Donde, del mismo modo que en Billy Budd, el hombre y la mujer deben enfrentarse al gran problema de la disyuntiva que se establece entre una ley del poder, escrita y tallada con la sangre de los inocentes, y otra no escrita, ágrafa, la ley del corazón, podría decirse, una anterior, más primitiva, ligada, en muchos casos, a lo religioso y espiritual que anida en el ser humano y que, para algunas almas nobles, no puede, bajo ningún punto de vista, ser dejada de lado.

Comenzaremos el análisis con Bartleby the scrivener, partiendo del hecho de que el narrador en primera persona es el anónimo patrón, ya que, nunca nos dice su nombre. Esto marca un punto de vista desde el cual se ha elegido narrar y lo que provoca es mostrar por dentro, en su mismo jefe, el efecto que logra un ser como Bartleby en una sociedad deshumanizada y mercantilista. Porque, es verdad que no hay Bartleby sin su jefe. Y, aquí, lo importante es el hecho de que Estados Unidos se proclamaba una República que defendía y alentaba (y aún dice hacerlo, hecho además que le ha permitido y sigue haciéndolo invadir territorio extranjero) a la democracia, con todos los valores humanos que esto implica, los cuales ya en tiempos de Melville eran suavemente hechos a un lado por aquellos que poseían el poder en aquella creciente nación.

Por otro lado, el pensamiento norteamericano de aquel tiempo ya había contado entre sus filas a dos autores extraordinarios: Emerson y Thoreau. Y, este último especialmente, un ensayista de una lucidez increíble y un gran escritor, por sobre todo, cuya obra Desobediencia civil puede pensarse, en algunos sentidos, como un telón de fondo de Bartleby.

La crítica es desarrollada por la figura de Bartleby de modo progresivo. Comienza dejando de hacer aquello por lo cual ha sido contratado, aquello por lo cual recibe su salario, su razón de ser en su puesto laboral. Y va abandonando gradualmente todo tipo de trabajo hasta la pasividad total, cosa que resulta absurda, más aún, incomprensible para una sociedad donde el mito fundador es el de la acción del ser humano que se hace a sí mismo, que, mediante su acción, logra el éxito económico, poseer cosas, muchas cosas, cuantas más mejor, consumir todo lo posible.

Pero, Bartleby no desea objetos y su patrón no logra comprenderlo en su falsa piedad. Busca acomodarlo, clasificarlo, encasillarlo dentro de sus pueriles y torpes esquemas, sus estructuras mentales de hombre práctico y materialista. Pero, su empleado va más allá de eso y su jefe no puede alcanzar a entenderlo, no posee la sutileza necesaria para inteligir aquello que sale de sus pobres y medianas, mezquinas, pequeñas ideas, cuyo objetivo es el dinero, el gran héroe de la sociedad norteamericana, que todo lo achata, que todo lo banaliza, todo lo corrompe, lo aplasta, lo convierte en algo vil, sin arte, sin espíritu, sin vida.

Óleo de Santiago Julián Alonso.

No hay medio que impida obtener dinero, todo es posible para ello, aunque esto se oponga, claro está, al supuesto sistema de gobierno democrático estadounidense. No importa esclavizar cuando el objetivo es obtener mano de obra gratis. Tampoco importa matar a las personas (pienso en el genocidio de los pueblos originarios indígenas y la ocupación de una parte enorme de México) cuando el fin es expandir el territorio de la democrática nación norteamericana. Pero, Bartleby se halla en un mundo opuesto a este.

El dinero, un fin óptimamente económico, se halla detrás de todo esto, pero, también, hay otro: el poder. Sobre el cual tanto nos han enseñado Maquiavelo y Shakespeare. El poder imperialista, herencia de la madre Inglaterra, el poder que sólo quiere más poder y, en su ceguera inmoral y tantálica, anhela devorarlo todo. Y no importa si en ello va la vida de sus semejantes, más aún, sus hermanas/os, sus hijas/os y hasta sus propias/os madres/padres. Sabemos que el poder no encuentra barreras o fronteras morales, como los norteamericanos no tuvieron fronteras en su expansión hacia el oeste, asesinando religiosamente a sus prójimas/os, los “salvajes” nativos. No, Estados Unidos es lo que fue, nació destruyendo al otro, ocupando el espacio de otro, matando al humano por un fin materialista, por la moneda, el poder y la gloria. Pero, es el gran logro de Melville crear estos dos personajes tan complementarios, tan unidos hasta el final, hasta la muerte, ¿de nuestro héroe? Eso queda en la conciencia del/la lector/a.

Un personaje que es cargado por el patrón de un gran patetismo. Él lo ve como alguien triste y solitario, que no tiene ninguna ambición, ni siquiera un pasatiempo. Que puede vivir en la misma oficina donde trabaja, al que pareciera venirle bien cualquier lugar, hasta la cárcel. Todo esto produce una especie de compasión en su jefe que le impide echarlo a la calle. Pero, luego sí se decide a hacerlo y lo hace. Y Bartleby es ¿cruelmente? y pasivamente encerrado. Allí, deja de alimentarse, ¿es esta una protesta? Sí, pero, además es un símbolo. En Melville nunca hay que hacer sólo una lectura literal, no, hay que recordar los cuatro sentidos que Dante propone para su obra en El Convivio (literal, alegórico, moral y anagógico) y leerlo en otras claves, más profundas, más sutiles, más melvilleanas.

Bartleby es un símbolo, pero, no es un símbolo en el sentido medieval más simple, al estilo de aquellas fábulas donde el león simbolizaba, por ejemplo, a la soberbia -y para las/os lectoras/es atentos muchas otras cosas, como un rey de la época o el mismo Papa. Este símbolo se carga de muchos sentidos latentes, en ebullición, que se sienten palpitar y desean explotar en el corazón tan golpeado y zaherido de Melville y que explotan en el grito final, tan cargado de sentido, tan enfático y rotundo, tan digno de la más alta compasión, el grito de un héroe trágico moderno, pero, irónicamente pronunciado por su patrón (otra vez debemos admirar el genio del autor) y que incluye en él (lo cual no deja dudas de que Bartleby es un símbolo totalizador, que llega a lo metafísico) a toda la humanidad, a todo el sufrimiento de aquellos que como él, inocentes -de lo cual no hay dudas con Bartleby- son aniquilados de múltiples formas, en múltiples sentidos, moral, física, psíquica y espiritualmente. Como aquel otro gran símbolo de la inocencia, Billy Budd, que muere en la horca gritando el nombre de su propio verdugo, aunque él nunca llegue a saberlo completamente: ¡hasta allí llegaba su inocencia!

Todos estos seres que cargan su cruz a su modo, a su medida y son destruidos con diferentes motivos, alteran el orden establecido (como decía Thoreau, utópicamente, de lo que ocurriría si un solo humano se negara a la esclavitud en Massachussets), gritan con su silencio el triste destino de los diferentes, los que no encajan y protestan como pueden, calladamente, contra un poder monstruoso que crece y crece como un cáncer asesino en el cuerpo desvalido, agonizante de la humanidad. Bartleby es el símbolo de aquel que no desea entrar en esa sociedad regida por el dinero y el poder y que deja atrás los otros valores, espirituales y humanos. Pero, también, Bartleby es el símbolo universal de una humanidad que sufre, sufre y sufre en silencio. Sí, Bartleby sea quizá nuestro héroe trágico, aunque se nos aparezca lejano, en lontananza, allá en su siglo XIX.

Tanto Benito Cereno como Billy Budd parecen desplegar una crítica más realista, más directa, más frontal que ataca sin vacilaciones. La primera, a la esclavitud en general, pero, sobre todo, tomando como punto central a la norteamericana. Y, la segunda, a la Armada Naval Inglesa, símbolo de su poder imperialista (y la Armada sea, quizá, el símbolo de todo imperio de aquella época), en el momento en que la Armada estadounidense se constituía para dar comienzo al crecimiento de su imperio. Lo que ya estaban realizando al ocupar gran parte del territorio mexicano.

En Benito Cereno la crítica se halla, de algún modo, solapada al hacer recaer, Melville, el punto de vista del relato en el Capitán Amasa Delano, quien necesita que se llegue a las últimas consecuencias -tan grande es su ceguera- para darse cuenta de la sublevación de los esclavos. Pero, esto le permite al escritor de Mody Dick mostrar desde adentro, es decir, desde alguien que está a favor de la esclavitud y que pone en peligro a sus marinos para acallar y volver a su estado normal a estos salvajes rebeldes y, además, muy poco civilizados. Lo cual crea, también, un estado de ambigüedad en el texto. Por momentos, no se sabe si está a favor o en contra de la esclavitud.

Otro dato que importa resaltar de este texto es la imparcialidad en un tema tan intenso y contemporáneo al momento de escritura (lo cual le podría acarrear graves problemas a su autor) y, si no fuese así, quizá, se tornase solamente un mero manifiesto o un panfleto contra la esclavitud y no ya una obra literaria. Hablo de imparcialidad por el hecho de que los esclavos no son descriptos de modo ideal, como los buenos, opuestos a los malos que vinieron a esclavizarlos. No, aquí Melville es aún crítico, si bien, la causa es justa: luchar por la libertad de una/o y de las/os suyas/os es un justo y hermoso motivo para entrar en armas; el modo sanguinario y hasta sádico, la terrible sed de venganza que se despierta en las víctimas cuando se convierten, ellos mismos, por sus propias manos, en verdugos es, muchas veces, superior a la de sus enemigos.

Óleo de Santiago J. Alonso.

Además, dentro del grupo de los morenos hay rencores y envidias que se remontan a África y su mundo. Como la de Babo, que era también esclavo allá en su África natal, contra Atufal, que era un rey en su continente de origen y, además, lo denotaba en su contextura física y su figura. Con lo que, aquí, el gran escritor de Mody Dick desea ir más allá del problema histórico, social y económico (en este último se basaba la todavía existencia de la esclavitud) y nos quiere señalar algo que se esconde en el corazón amedrentado del mismo ser humano: la maldad sin límites contra el prójimo, la venganza que no lleva a nada, sólo a la destrucción y la muerte, el salvajismo, el barbarismo y la necesidad de verter sangre humana, la falta de valores y virtudes morales. Melville lleva un hecho que era de su época, del momento histórico, a un plano ético que trasciende su contemporaneidad y que incluye a toda la humanidad y a todas las épocas. Y, de este modo, se vuelve universal.

Billy Budd, como personaje, posee varios puntos en común con Bartleby: la falta de maldad en sus actos y en su conducta. Nunca los guía el mal, ni tampoco tienen ambiciones descomunales. Sus acciones parecen desinteresadas. Hay, de algún modo, una eterna inocencia en ellos y este rasgo es, quizá, uno de los grandes logros realizados por Melville en cuanto a estos personajes (quienes se vuelven isolatos) que, a pesar de dicha inocencia, que podría parecer o, de hecho, ser muy sentimental o artificial o hasta cursi, por decirlo muy burdamente, aquí se carga de una realidad y una verosimilitud tan innegable que nunca dudamos de su inocencia. Ni siquiera cuando Billy Budd mata de una trompada a Claggart, ni siquiera en aquella escena, que forma uno de los tantos clímax violentos de la nouvelle, nos vemos tentados a dudar de su bondad adánica, anterior a la caída del Génesis judío. Además, Melville reitera y vuelve a esta idea a lo largo de todo el texto. Muchas veces, otorgándole seudónimos a Billy Budd. Por ejemplo, cuando lo llama: “the cheerful sea-Hyperion”, donde no podemos, claro está, dejar de pensar en la romántica novela de Friedrich Hölderlin del mismo título.

En esta breve e intensa nouvelle póstuma, Melville plantea su gran problema moral en la figura del Capitán Vere, quien debe decidir entre dejar con vida a un inocente, a quien él mismo ama como a un hijo, o matarlo para salvaguardar la intocable reputación de la poderosa e imperialista Armada Naval Inglesa. Ante dicha disyuntiva, nosotras/os, como lectoras/es, podemos preguntarnos: ¿cuándo está bien matar? Pero, esto es demasiado pretencioso, aunque, sería éticamente correcto obtener una respuesta plausible y perentoria. Yendo más hondo en el contexto y los avatares de la nouvelle nos toca preguntarnos: ¿está bien la pena de muerte? ¿es éticamente correcta? El capitán y la Armada responden con un rotundo sí, estentóreo y abrumador. Pero, a cada una/o le toca brindar su propia respuesta y, luego, actuar de modo coherente con ella. Esto parece querer decir Melville al narrar la muerte de un inocente allí. Es decir, si una/o vive bajo un gobierno que aprueba la pena de muerte y si una/o, además, está en desacuerdo con ella debería, por considerarlo moralmente erróneo, intentar, por todos los medios, cambiarlo. O bien, optar por un ostracismo voluntario. Y, más aún, si dicho gobierno levanta, para sí mismo, la bandera de la democracia y la defensa los derechos humanos, aquí la contradicción se acrecienta más y más. Y, de este modo, el autor de Moby Dick realiza, magistralmente y de modo indirecto, una crítica vehemente, contundente y duradera al fantoche de la democracia norteamericana, tan falsa y artificiosa. La cual no es de ningún modo una democracia, sino, más bien, su propio modo de justificar los mayores atropellos a la libertad y la vida de los que piensan o actúan de modo diferente a ellos o no logran adaptarse a su materialismo deshumanizante. Además, no tienen ningún deseo de ponerse a pensar en las contradicciones que se desarrollan en el centro de su absurdo y homicida sistema de gobierno.

Creo que, en estas páginas, se ha logrado mostrar el fuerte caudal crítico en cuanto a lo social, económico y político de estas obras. El cual toma un carácter ético que implica al ser humano entero, más allá de su nacionalidad, y que alcanza el nivel de lo metafísico. Como la idea del mal y la injusticia unida al poder en Melville, que se manifiestan como seres abstractos, pero, que poseen una fuerza casi omnipotente sobre los seres humanos. En cuanto al silencio, ese callarse del que se habló al comienzo, sólo deseo agregar que, según mi punto de vista, no es un callar pacífico, sin motivo y sin consecuencias, sino, más bien, es un silencio violento y poderoso que lucha en estos textos y, a través de ellos, en muchas/os de sus lectoras/es para ponernos en aviso y atentas/os contra todos aquellos vicios e injusticias inhumanas que anidan en nuestro corazón humano.

 

(Publicado por primera vez en Estados Unidos: Estudios sobre narrativa y cultura, BMPress, Buenos Aires, 2008)


Santiago Julián Alonso es artista plástico, escritor, dramaturgo, licenciado en Letras (UBA), periodista e investigador en el Centro Cultural de la Cooperación. Vive en Villa Ciudad Parque, Córdoba.

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