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Los pasos de transmigrante, de Omar Lara

Intervenciones 36

Agradecemos a la revista digital La Poesía Alcanza por compartir el siguiente texto.

 

1973. Una marca a fuego sobre la piel del pueblo. La cifra sobre la que escribió una y otra vez en los muros. Como en un palimpsesto, la rabia y la esperanza en capas superpuestas como un eco de voces. Justamente esas voces pueblan esta nueva compilación de Omar Lara. Donde quizá como en ninguna antes pone el dedo en la llaga autobiográfica: 1973, gotas de tinta roja sobre la hoja en blanco, murmuraciones y consignas garabateadas sobre paredes blanqueadas a la cal; pasos sobreimpresos en otros pasos del caminante, el transmigrante, el desterrado.

Conocí la poesía de Omar Lara justamente ese año, 1973, cuando se publicó la antología Poesía Joven de Chile, prologada por Jaime Quesada para la editorial Siglo XXI de México. Justo en mayo de ese año el presidente Salvador Allende llegó a Buenos Aires invitado a la asunción de Héctor Cámpora a la primera magistratura; pero un mes después, con la masacre de Ezeiza desatada por grupos de ultraderecha sobre una multitud que esperaba la llegada al país de Perón, se prefiguraba el final de aquella breve primavera democrática argentina y ya se olía el golpe que se iba a producir, tres años después del de Chile.

En ese 1973 del bombardeo a La Moneda, yo estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio; recuerdo haber participado en manifestaciones repudiando el pinochetazo, con mi vestimenta de conscripto, lo que para el caso suena bastante inconsciente, dado el castigo que podía recaer sobre un soldado metido en esas lides. No sería raro que en esos días anduviera con un ejemplar de Jorge Teillier bajo el brazo; ese 1973 se publicaba mi primer libro, que se iniciaba justamente con un epígrafe suyo.

Al escaso conocimiento que yo tenía de algunos grandes poetas chilenos (Neruda, Huidobro, Mistral, algo de Lihn y no mucho más), sumé con la antología de Quesada los nombres de una generación surgida hacia los 60, entre ellos Gonzalo Millán, Lavín Cerda, Hernán Miranda, Floridor Pérez, Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo, Oliver Welden, Omar Lara y el mismo Quesada. Autores que con el tiempo iba a conocer más a fondo e incluso, con muchos de ellos, a estrechar amistad. Quesada aclaraba en el prólogo el carácter no parricida de la nueva hornada, que asimilaba una tradición vigorosa y buscaba su camino mediante la “desacralización del quehacer poético” a través de un lenguaje coloquial y un vocabulario depurado, con textos condensados que a ratos rozaban lo epigramático.

En los diez poemas incluidos de Omar están ya sus obsesiones recurrentes: la poesía como una veta que late bajo pasajes de anécdota, el tema amoroso de la mano de una ironía medida y precisa, la indagación existencial del que halla la aguja extraviada en un pajar para volverla a perder, la nostalgia como una huella no borrada, el anhelo por lo que vendrá, la mirada hacia el otro convertida en gesto solidario y siempre la vida arrebatadora en cada rincón de lo cotidiano.

Ahora, 1973 reúne las particularidades de su escritura con un fuerte componente autobiográfico –textos escritos en prisión, cartas del exiliado-, desde un hablante que, ubicado en el lugar precario del hombre común, inmerso en la multitud, es carne de peregrino, náufrago, viajero por la “ciudad nudo corredizo/ ciudad mordaza”, por aquellos lugares donde se reconoce y se desconoce. Quizá este último rasgo introspectivo atraviese todo el libro como una pesquisa del sobreviviente que va sobre sus pasos en un tránsito marcado por lo trastocado: “El tiempo no tardó, simplemente no estuvo/ en el momento justo; en el tiempo del tiempo/ olvidó su gotera, su roce, su porfía/ el tiempo dónde estuvo con su garra y su hueso”, y navega entre formas espectrales, calles afantasmadas, lo cotidiano vuelto espectro.

Aún así, la primavera de Chile se filtra entre los barrotes del ventanuco del detenido, y con ella el rumor del viento agitando un campo de margaritas como luces revoloteando “entre los sauces y las sombras”. Luego el exilio como derrotero que suma, a ese buscarse a sí mismo, la voz crítica del testimonio de aquel que ocupa su lugar en la extensa fila de los desplazados: “Yo: el hablante desencajado, por los bordes/ los viajeros/ los nómades/ los cosmonautas de la aldea global/ los vecinos del patio de atrás/ los indocumentados”; unidos todos por la cadena de la añoranza, esas, dice el poeta, “bandadas pesadas de adioses”.

Con Omar hay una amistad que trasciende el tema de los libros, pasa al lado de la vida de todos los días, con una errancia común, una extranjería que tiene que ver con el tema de militancia, asonadas castrenses y destierro. Nunca lo hablamos. Está sobreentendido.

Martín Fierro dijo de este modo: “es triste dejar el pago/ y largarse a tierra ajena”, lo que el Cid Campeador había dicho antes reconociéndose des-aforado. El desterrado es aquel que ha perdido, según el escritor uruguayo Edmundo Gómez Mango, “las cosas de la infancia, pero sobre todo, la infancia de las cosas” y vive en un “desterradero de identidades”.

Por 1973 pasa la vida del poeta en una crónica desmenuzada que, lejos del discurso lineal, moja su pluma en un vacío profundo para dar cuenta de una metafísica personal: escribe Omar: “este silencio no nos pertenece/ nadie ha deseado este silencio/ nadie ha pedido este silencio/ este silencio se equivocó de mesa/ se equivocó de miedo/ se equivocó de dolor». El poeta articula su fraseo coloquial con imágenes que vibran en la escena onírica: “Las moscas trasladadas el cielo”. O el logrado poema Sábado en Portocaliu, en el que se detiene a observar tras unos cristales empañados: “bocas quemadas por el silencio/ cuerpos sitiados en el vacío/ polvo de huesos en el aire”, hasta que alguien “limpia los vidrios/ del mirador que da a tus ojos… Y la noche se mira en nosotros/ desvergonzadamente desnuda”.

La noche se desnuda para mirar a los amantes, escribe Omar montado en un tema, el de la pasión, que es otro de los núcleos de su obra, al que encara desde ángulos diferentes, desde la visión trágica a la ironía zumbona. En el poema que remeda el nombre de una bella película italiana, Nos habíamos amado tanto, expresa: “Nos habíamos amado tanto/ en tantos lugares y tiempos/ en cines lóbregos e inciertos/ en tristes mercados y húmedos/ arriba de árboles desnudos en los vericuetos rocosos… conocíamos bien el fuego/ que aprendimos juntos a encender”.

El poeta que busca “la llamarada de la huella perecible” y ve “el aceite de la duda hirviendo en la oscuridad del corazón”, sigue aferrado a los anhelos –“Vida, toma mi mano”- con la convicción de que la poesía reúne percepciones, ideas, conciencia crítica, intuiciones e inventivas, en un mismo abrazo. De ahí su contundente pregunta retórica que resume esta antología, en su poema Ayer, hoy, mañana: “La poesía/ ¿Para qué puede servir/ sino para encontrarnos?”.


Omar Lara, nacido en Nohualhue, Chile en 1941, ha recibido entre otros premios de poesía el Casa de las Américas de Cuba (1975) y el Nacional de Poesía Jorge Teillier (2016). De su profusa obra publicada, que comprende unos treinta libros, destacan Fugar con fuego, Vida probable, Historias de Micutza, La nueva frontera, La tierra prometida y Cuerpo final. Asimismo, son varias sus antologías personales.

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