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La proxemia como recurso de la comicidad

En la interacción social, en las prácticas sociales, aquellas que están más rutinizadas o estandarizadas, el comportamiento tiene sus reglas. Se dan en un tiempo (duración) y en un espacio (distancias). De hecho, cada cultura tiene una gestión propia del tiempo y del espacio de manera consensuada.

Existe un orden expresivo en nuestras relaciones. Se exige un control de nuestro propio cuerpo, nuestros gestos, la expresión de las emociones, etc. Pero, también, tenemos, dentro de las reglas implícitas, las diferentes distancias que utilizamos en la interacción con los otros, dependiendo del rol que ocupa cada uno y del contexto. A esto se le llama proxemia, a partir del estudio realizado por el antropólogo Eduard Hall en su libro La dimensión oculta.

Si bien, nace en relación al uso de la territorialidad de los animales, Hall lo traslada a las interacciones entre las personas. Se puede clasificar en distancia social, privada e íntima. La distancia social prevalece, ahora, en la interacción, ya que está impuesta por la pandemia. Se puede invadir el territorio de alguien, rompiendo la distancia social. Y, más aún, pasar a la privada o de la privada a la íntima.

En cada contexto y en cada circunstancia, se producen reajustes continuos del uso del espacio. Pero, los niños y niñas que están en el proceso de socialización, no siempre respetan las distancias consensuadas. Esto está muy bien ejemplificado cuando Don Ramón realiza algún trabajo en el patio de la vecindad. La curiosidad del chavo, hace que se acerque demasiado para mirar. Logrando, involuntariamente, el enojo de Don Ramón, por interferir o interrumpir su trabajo.

Escena de El hombre de al lado, de de Gastón Duprat y Mariano Cohn.

Límites espaciales

 

Poner límites en la circulación o acercamientos en el espacio, no sólo, aparece de manera simbólica, las delimitaciones se dan, también, de manera más contundente. Por ejemplo, las puertas de servicio, barreras, alarmas, vidrios, patovicas, etc. La disposición de las sillas de un aula, de la tarima de un orador, el escenario y las butacas.

Puede haber acercamientos que son tolerados, dadas ciertas circunstancias particulares. Por ejemplo, en un medio de transporte repleto, estaremos pegados unos con otros. Si bien, esto es aceptado, nos cuidamos de no mirar directamente a la cara del que está enfrente. Creamos una mirada perdida, una desatención, cortes, porque, se sabe que sería una incorrección, una invasión. Y, si frenara de golpe y alguien se nos viniera encima, aunque, sabemos que no tuvo la culpa, igual nos pedirá perdón por invadir nuestro espacio íntimo.
La mirada tiene un poder simbólico muy fuerte. Cuando dos se sostienen la mirada, puede terminar en una pelea o en un deseo amoroso.

En nuestra sociedad, se privilegia la vista por sobre los restantes sentidos. El lenguaje cotidiano lo advierte muy bien, en expresiones como: vamos a ver, viste que te dije o mirá vos. También, el ¿qué mirás? O, pensamos: ¿por qué me mira?

Y, en este sentido, Sartre nos dice que el infierno es la mirada del otro. Una mirada que sujeta, que me impide ser.

El escritor Julio Cortázar nos da un excelente ejemplo, en este fragmento de su relato Ómnibus: “Por la calle vacía vino remolineante el 168 (…) Al abrirse la puerta para Clara, solo pasajera en la esquina callada de la tarde. Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos (…) canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: ‘De quince’ sin que el tipo le sacara los ojos de encima (…) después le dio el boleto rosado (…) buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia, pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo (…) cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos (…) ‘Par de estúpidos’ pensó Clara entre halagada y nerviosa.

Sentía ya en la nuca una impresión desagradable, la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez (…) en el fondo (…) todos los pasajeros miraron hacia Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente”.

No sólo, podemos invadir el territorio de los demás con nuestro cuerpo y la mirada, llegando a las distancias íntimas. También, se lo puede realizar con el sonido (música o gritos), con luces y con olores (el humo de un asado o el olor a transpiración).

La novela El silenciero, de Antonio Di Benedetto, y la película El hombre de al lado, de Gastón Duprat y Mariano Cohn, retratan, de forma extraordinaria, este tema.

Antonio Di Benedetto, autor de la novela El silenciero.

La comicidad busca romper la proxemia establecida

 

Tenemos un cuerpo y no nos queda otra que llevarlo con nosotros. Siempre, nuestro comportamiento y el de los demás es para el ser humano significativo. Por lo que hago, por lo que no hago y, sobre todo, por la forma de hacerlo.

Tanto las distancias cercanas como las lejanas, son susceptibles de interpretación. Es decir, si me acerco o me alejo comunico. Por ejemplo, si llego a una sala de espera, están todos los asientos libres y uno solo ocupado, en nuestras sociedades lo “correcto” es que nos sentemos alejados de la persona que llegó primero. Si nos sentamos al lado, pegados, romperíamos cierta regla de discreción corporal.

Sólo nos podríamos sentar al lado de alguien, sin que llame la atención, si el resto de los lugares están ocupados. Y, por el contrario, si estoy sentado al lado de alguien y se vacían el resto de las sillas, si me levanto y me siento en otro lugar alejado, también, puede llamar la atención.

La comicidad, no solamente, juega con las distancias entre el cuerpo del personaje y los demás. También, la distancia entre el cuerpo y los objetos de la vida cotidiana. Ya que, la forma de utilizar un objeto está, más o menos, estandarizada. Por ejemplo, alguien soberbio manejando un auto, en general, toma el volante con los brazos bien estirados, el cuerpo semirecostado y con una actitud relajada. Por el contrario, una persona tímida, insegura y con problemas de visión aparece pegado al volante, con la mirada fija en el parabrisas.

Por lo tanto, las distancias se respetan por convicción o porque, también, pueden acarrear sanciones, molestia, incomodidad e, incluso, problemas  judiciales.

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