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Gauguin, el deslumbrado

El 9 de mayo se cumplieron, inadvertidamente, ciento diecisiete años de su muerte, ocurrida en Atuona, Islas Marquesas, ese día de 1903. Era el final de una prolongada travesía, de un destino que acaso nadie podía prever cuando nació en París, como Eugène Henri Paul Gauguin, un 7 de junio del fatídico 1848. Porque algunas décadas después, el que eligió llamarse, simplemente, nada menos que Paul Gauguin, descubrió que quería volver a la inocencia del salvaje, limpiarse de las llagas de la civilización, quería recuperar sus facultades, sus sentidos adormilados lejos de la naturaleza, quería evadirse del cinismo y de la mojigatería, quería ver, volver a ver, hacernos ver.

“¿Qué puedo decir a todos estos cocoteros?”, afirma claramente en su veraz Diario íntimo. Y más adelante: “Debemos tenerlo todo. No puedo conquistarlo todo, pero quiero hacerlo. Permitidme recobrar aliento y gritar una vez más, ¡Gástate, gástate nuevamente! ¡Corre hasta quedar sin aliento y morir locamente! Prudencia…, ¡cómo me aburres con tus interminables bostezos!”.

Él, francés de París, honesto corredor de bolsa, estimado por sus superiores, casado con una austera luterana, padre de varios hijos, iba a dejarlo todo. Todo, por completo. (“Quiero ir con los salvajes”, dijo a su amigo, el pintor Georges Daniel de Monfreid, con cuyo respaldo siempre contó). ¿Qué influencia no habrán tenido en ello su admirada abuela anarquista, Flora Tristán, o su infancia asombrada en la para él exótica Lima, “ese delicioso país donde nunca llueve”, o la muerte de su padre, Clovis Gauguin, que sufrió un colapso cuando desembarcó en Puerto Hambre, sobre el Estrecho de Magallanes, según denunció su hijo Paul, a consecuencia de la afrenta de un capitán?

Imagino, a la vez, lo difícil que habrá sido ser hijo de Paul Gauguin. Quizá por eso, uno de ellos, Émile, llegó a afirmar, refiriéndose al aire de leyenda con que se rodeó a su padre: “Es un lindo cuento. Es una pena contradecirlo. Pero, ¡ay!, no es verdad”.

Lo cierto es que Paul Gauguin, que por algo se diría descendiente, por línea materna, “de un Borgia de Aragón, virrey del Perú”, dejó Francia un día hacia Tahití para convertirse en un mito: el pintor de las islas y de las gentes maoríes, el visionario del color en vivo, ese rebelde irreparable que percibió en forma tan clara el genial dramaturgo sueco August Strindberg, al contestar negativamente la carta donde el pintor le pedía un prólogo: “¿Qué es él, pues? Es Gauguin, el salvaje, que odia a una civilización sollozante, una especie de titán que, celoso del creador, hace en sus horas de ocio su propia pequeña creación; la criatura que despedaza sus juguetes para hacer otros con ellos, que abjura y desafía, prefiriendo ver los cielos rojos antes que verlos azules con la multitud.”

Pero “las islas pierden al hombre”, como bien lo cantó el gran poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Ni Tahití (donde vive tras su primer y segundo viajes), ni las Marquesas (adonde se establece definitivamente, por tercera vez, en su “Casa de placer”) eran ya el Paraíso Perdido. Ahí habían llegado también los gendarmes, los funcionarios, la prepotencia, la desidia, la injusticia, el prejuicio, la torpeza, la ignorancia, para cebarse en los restos de la maravillosa raza vencida, (“Una excelsa moralidad, como se ve”, protesta Gauguin, en un largo escrito, ante inspectores de paso). Además, no es fácil dejar atrás años y años, siglos y siglos, de familia y de historia, de costumbres y manías, que pesan sobre los hombros y en el corazón. Todo eso trae angustia, dolor, desazón. Pero horas de segura, precisa exaltación, y de fecunda labor creadora, llegarían, también.

“Como veis, mi vida ha estado llena de altibajos y agitaciones. En mí hay muchas mezclas extrañas. Un rudo marino: ¡así sea! Pero también hay raza allí, o más bien dos razas”. Quizá por eso, su arte es también el canto final por una raza pura, noble, fuerte, generosa e infeliz, que fue sentenciada a perecer: la maorí. Pero, ¿por qué no también un símbolo de nuestra propia civilización? ¿Y aún de las que la precedieron y de las que vendrán?

Como lo prueban sus cuadros, su diario, sus libros (especialmente el bellísimo, inefable Noa Noa, donde se refleja el deslumbramiento experimentado al descubrir Tahití), todos esos mensajes dirigidos al mundo que había rechazado, abandonándolo, Paul Gauguin quizá no haya logrado desgajarse nunca del todo. (Por otra parte, y como suele ocurrir, ¿no estarían muchos de los males que maldecía dentro de sí mismo, como esos “sutiles y finísimos venenos” de que nos habla nuestro Juan L. Ortiz?). De alguna manera, Gauguin seguía recordando a sus semejantes “civilizados”, de alguna manera pintaba y escribía para ellos, quejándose y hasta despreciándolos, sí, pero también pensando en volver.

Monfreid, el amigo fiel, disuadió al parecer a Gauguin de regresar de las Marquesas en sus últimos días, cuando la enfermedad y el atropello (acababan de condenarlo por defender a un maorí contra un gendarme inicuo) culminaban su tarea. “Ya no pintaré más…”, llegó a afirmar entonces, “La pintura ya no puede hacerme vivir”, “¡Padre mío!”, exclamó, “aleja de mí este cáliz”.

Y Victor Segalen, que pudo asistir al miserable remate de los pocos bienes y las muchas obras de arte dejadas por Gauguin después de su muerte, al descubrir el insólito tema del último cuadro, sin firmar aún, casi inconcluso, que pudo adquirir en la irrisoria suma de siete francos, expresaba su asombro con estas palabras: “¿Era esto lo que el pintor moribundo recreaba con nostalgia? Bajo los soles de todos los días, el animador de los dioses cálidos veía un pueblito bretón bajo la nieve…”

Porque algo había ido cambiando en él, definitivamente. Y algo había hecho cambiar también, él, en sus semejantes. Sus cuadros contenían la gracia subyugante y candorosa que deseara, sus colores hablaban hondo, en alta voz. Y hasta sus escritos, sus palabras de pintor, iban derecho al corazón. Allí, en toda esa belleza, estaba infusa la magia, la pasión, el encanto, la vida palpitante que había querido aferrar y poseer.

Paul Gauguin iba a llegar por fin a ser él mismo, indeleble en su pintura indeleble, a costa de sí mismo, saliendo de la leyenda y haciéndose arte activo, imperecedero y para todos. Porque, como él fue capaz de expresar con lúcida certeza: “Hay muchas cosas que decir, y deben ser dichas”.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista argentino. Esta nota forma parte de su libro Arte de ver, ensayos (Alción, Córdoba, 2019).

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