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Ficción y política
En los años sesenta del pasado siglo, nuestro libro de cabecera fue ¿Qué es la literatura? Seguíamos al pie de la letra todo lo que Sartre postulaba y nos deteníamos, con especial atención, en el apartado Literatura comprometida. Era, claro está, el compromiso político ligado al pensamiento de izquierda. Pero, había ciertos asuntos que no cerraban del todo ¿Qué hacer con Pirandello y con Ezra Pound? Uno había apoyado los primeros tiempos de Mussolini, el otro le fue fiel al Duce hasta sus últimos días. ¿Qué hacer con Borges? Estaba en la antípoda de nuestra ideología, sin embargo, su obra era indiscutible, claramente revolucionaria. No conozco ninguna gran novela, ningún gran poema, ningún gran cuento que levante banderas fascistas, que apoye al racismo y a la esclavitud o que cante loas al exterminio de los pueblos originarios. Viaje al fin de la noche es una obra revolucionaria, pese a que Louis Ferdinand Celine haya sido un colaboracionista nazi. Paralelamente, muchísimas novelas concebidas bajo la consigna del realismo socialista terminaron por ser panfletos devotamente reaccionarios. Fueron textos mediocres, por fortuna hoy olvidados.
Alguna vez, Borges dijo que, según se mire, toda literatura es fantástica. Incluso, aquellas novelas y cuentos propuestos desde el más rígido de los realismos deben considerarse textos fantásticos ya que, forzosamente, nacen de la fantasía de quien los ha creado. Parafraseando aquella propuesta de Borges, podríamos afirmar que todo texto es esencialmente político, aun aquellos que parecen estar a años luz de alguna propuesta política. Los ejemplos abundan y nos podrían llevar hasta los poemas homéricos. La guerra de Troya tuvo su origen en una infidelidad: la de Helena, pero, no se limitó a un conflicto de alcoba. Esa infidelidad, fatalmente, nos conducirá a un hecho esencialmente político. Toda obra de arte, así se refiera a la conquista de Marte en un futuro lejano o a las angustias de un tal Zama en un pasado lejano, es esencialmente política y, en muchísimas oportunidades, vaya paradoja, enfrenta incluso al pensamiento político de su autor.
Siglos atrás, los relatos eran el medio adecuado para recoger y transmitir conocimiento. Invariablemente, esos textos se consideraban verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de contar tenía una presunción de verdad. Pero, leer lo contado podía ser peligroso. Don Alonso Quijano, trastornado con los libros de caballería, se transforma en Don Quijote y se larga por la manchega llanura con el fin de deshacer entuertos. Como se recordará, la cura de ese mal fue quemar los libros que lo perturbaban. Esa costumbre, la de quemar libros, persiste hasta nuestros días, es la práctica habitual de cualquier dictadura en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, los lectores ya no son los de aquellos viejos tiempos; ni los escritores actuales los dueños de la verdad.
Literatura es ficción. Vamos a detenernos un instante en este concepto. Según el diccionario: “Acción de fingir o simular. Cosa fingida o simulada. Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios”. Fingir, simular. Ficción bien puede ser un sinónimo de mentira. Frente a esta disyuntiva, surgió un nuevo subgénero al que, para evitar discusiones, bautizaron Non Fiction. Un rótulo que advierte “esto que usted se dispone a leer, si bien ha sido escrito bajo la forma de una novela o de un cuento, no es ficción, por consiguiente, no simula ni finge: es verdadero”.
Suele decirse que la Non Fiction nació a partir de dos novelas norteamericanas: La canción del verdugo de Norman Mailer y A sangre fría de Truman Capote. Sin embargo, si hubiera que buscar a un fundador deberíamos retroceder hasta Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Esta última obra, data de 1957, en tanto que A sangre fría apareció en 1966 y La canción del verdugo en 1972. Aunque, tal vez, habría que ir bastante más atrás y llegar hasta Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Sólo que, en los tiempos de Facundo y de Operación Masacre, aún no se había creado el término.
Más allá de las fechas y de las cronologías, me interesan los textos: los formulados por Mailer y por Capote frente a los formulados por Sarmiento y por Walsh. La canción del verdugo y A sangre fría no fueron concebidos como textos políticos; Facundo y Operación masacre sí. A pesar de este corte tangencial, surgen confusiones. En Los diez días que conmovieron al mundo, John Reed escribió una detallada y precisa crónica del estallido revolucionario que daría origen a la URSS. No se trataba de una obra de ficción, por consiguiente, se daba por cierto todo lo que Reed mostraba. En La condición humana, André Malraux concibió una formidable novela, que tuvo por escenario y tema a la Revolución China. León Trotsky leyó esa novela y, según cuentan, en ningún momento la tomó como una ficción, como un acontecimiento real ficcionalizado, sino como una crónica verdadera. También, cuentan que André Malraux prefirió que Trotsky se quedara con ese concepto, jamás lo desmintió.
Tres obras que fundan la literatura argentina pueden encuadrarse cómodamente en el concepto de ficción política. Estoy hablando del ya citado Facundo, del Martín Fierro de José Hernández y de El matadero de Esteban Echeverría. Las tres están regidas por la violencia, las tres hablan de roturas, de grietas, sin embargo, hay un matiz de diferencia entre Facundo o El matadero y el Martín Fierro. El poema de Hernández, como se sabe, se convirtió de inmediato en un texto de denuncia y se repetía, oralmente, en las pulperías de Buenos Aires. El lector o el escucha lo aceptaba con la misma devoción y el mismo interés con el que, muchos siglos antes, los hombres y mujeres de Grecia habían aceptado los versos homéricos: era un discurso político que se tenía por cierto, no regía el concepto de ficción, es decir: fingimiento, simulación. No sucede lo mismo con Facundo y con El matadero: fueron concebidas para otro tipo de lector. El matadero se publicó en 1874, veintitrés años después de la muerte de Echeverría ¿Por qué razón se había negado a publicar en vida su cuento? Entre las muchas teorías, recojo la que propuso Ricardo Piglia: se supone que, como se trataba de una obra de ficción, no sería aceptado como un texto de denuncia. Ya entonces, la ficción estaba vinculada a la mentira y, aún, no se había inventado el concepto de Non Fiction. Con Sarmiento sucede algo parecido, pero, en sentido contrario. Siempre según Piglia, en Facundo, Sarmiento habría realizado un cruce de géneros con el claro propósito de que no se leyera, exclusivamente, como una novela sino como una suerte de autobiografía, una historia verdadera y, por consiguiente, verosímil, que adoptaba la forma de una denuncia.
Esto sucedía en un país que comenzaba a construirse como nación. Un país en donde sus escritores estaban íntimamente vinculados a la política y eran, de hecho, políticos. En 1880, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento solían encontrarse en los pasillos del Congreso. Ambos habían sido presidentes de la Nación. Además, Mitre había traducido la Divina Comedia y Sarmiento escrito Facundo. Si comparamos a estos políticos con algunos de sus pares contemporáneos sentimos un ligero escalofrío.
El concepto de ficción política, instalado desde los comienzos de nuestra literatura, se consolidó definitivamente a partir del grupo Boedo. La agrupación de artistas de vanguardia que, a comienzos de 1920, reunió a un buen número de escritores que, preocupados por la temática social, producían ficciones denunciando las injusticias de la época. El quiebre definitivo, irreverente, lo propuso Roberto Arlt en su novela clave: Los siete locos, un buen ejemplo de ficción política. Aunque, Arlt no la haya escrito con esa intención. Intención que no disimuló Julio Cortázar en El libro de Manuel. Además de escribir una novela testimonial, donó los derechos del libro a los movimientos revolucionarios de Latinoamérica.
Desde la guerra de Troya hasta hoy, los sucesos políticos continúan alimentando a la ficción, brindan temas. El horror de nuestra última dictadura cívico-militar ya ha sido plasmado en diversas y notables novelas. Estos textos no se presentan como “novelas históricas”, tampoco como “relatos testimoniales”; no las orienta una exclusiva voluntad reconstructiva, ni predomina en ellas una intención de denuncia. Sin embargo, todas “construyen” memoria. El sitio fronterizo entre ficción y no ficción es el molde básico para ficcionalizar tanto el pasado cercano como el lejano. Esto nos lleva al enunciado del principio: todo texto es esencialmente político. Cosecha roja, esa definitiva novela de Dashiell Hammett, me sigue pareciendo uno de los alegatos más verídicos de la crisis de 1929 en los Estados Unidos de Norteamérica. La literatura, que no nos atemorice decirlo, brinda un plus, un valor agregado, que otros discursos soslayan o no alcanza a enunciar.
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