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Tres versiones de Eduardo Galeano. Conferencia dictada el 22 de abril de 1996 (Primera entrega)

(Prólogo, notas, revisión editorial y texto desgrabado: Alicia Poderti).

 

Prólogo

 

“Quiero empezar agradeciendo esta presencia de todos ustedes, tan cálida, tan entusiasta. Espero no defraudarlos esta noche…”

 

Así comenzaba su Conferencia del 22 de abril de 1996, con un salón colmado de gente, el escritor uruguayo Eduardo Galeano en la ciudad de Salta, que fue escenario de una página de su conocida trilogía Memoria del fuego, donde el escritor alude a la situación política generada en la Argentina en la década del ’70[1].

El encuentro del autor de Las venas abiertas de América Latina con el público salteño, recorrió tres momentos diferenciados: el primero fue un itinerario lúdico a través de la observación de uno de los deportes más antiguos del mundo -el fútbol. Ha confesado Galeano, en los preámbulos de su charla y de su libro: “como todos los uruguayos, quise ser jugador de fútbol. Yo jugaba muy bien, era una maravilla, pero sólo de noche, mientras dormía: durante el día era el peor pata de palo que se ha visto en los campitos de mi país”[2]. Las reflexiones de estos relatos que, a veces, rozan la caricatura, apuntan al goce individual y colectivo que produce el arte del juego. Pero, también, denuncian las estructuras de poder que operan en la base de uno de los negocios más lucrativos de la actualidad y los motivos que impulsan la tecnocratización del deporte profesional, en detrimento de la alegría, la fantasía y la osadía que han caracterizado a la práctica futbolística hasta épocas recientes.

Luego, comenzó la indagación en la historia y la sociedad de América Latina, camino que reconoce a los textos de Memoria del fuego como eje del pensamiento sobre la libertad de la palabra y la usurpación de la memoria. El replanteo historiográfico elige una forma literaria híbrida -ensayo-poema-crónica-cuento-, por aquello que manifiesta Galeano: “No creo en las fronteras que, según los aduaneros de la literatura, separan los géneros[3]. Este planteamiento crítico en lo que atañe a la construcción de definiciones alcanza, también, los límites de la historia latinoamericana “traicionada en los textos académicos, mentida en las aulas, dormida en los discursos de efemérides[4]. Galeano rescata la memoria secuestrada, sin afanes de objetividad, pero, reconociendo, en el mosaico intertextual que integra su escritura, una sólida base bibliográfica y documental.

El tercer momento, significó un espacio testimonial en el que se combinaron, interactivamente, las expectativas de los asistentes y la enorme receptividad del escritor. Él mismo se propuso ingresar al terreno íntimo, otorgando un nuevo tono a la charla, lo que permitió un diálogo fluido con el público. Despojado de cualquier atisbo protagónico, Galeano cedió la palabra al heterogéneo y numeroso grupo que lo escuchaba y desgranó cuestionamientos centrales que permitieran discurrir acerca de los problemas cotidianos de la Argentina y Latinoamérica: los alcances del movimiento de Chiapas; la resemantización ideológica de algunos términos de uso corriente, como “democracia”; el papel de los jóvenes en las culturas finiseculares; la pugna entre los medios de comunicación y la realidad educativa en la actualidad…

La lectura de los textos de sus libros, matizada por las apostillas que Galeano iba deslizando entre párrafos y el análisis lúcido de los interrogantes abiertos en el debate, conjugaron una atmósfera que incursionó por estados emotivos o de implacable reflexión.

En Salta, cresta del orbe andino, el autor reveló los secretos de una América gestada en la encrucijada de los mitos ancestrales con los apetitos imperialistas y autoritarios que, insistentemente, han pulsado la historia del continente.

 

Alicia Poderti [5], Salta, otoño de 1996.


[1] Memoria del fuego III. El siglo del viento, Buenos Aires: Siglo veintiuno editores, 1988, p. 277.

[2] Galeano, Eduardo, El fútbol. A sol y a sombra, Chile: Catálogos, 1995, p. 1.

[3] «Umbral», en Memoria del Fuego I. Los nacimientos, México: Siglo veintiuno editores, 1994, XV.

[4] Ibid., XV.

[5] Investigadora CONICET y UBA. Historiadora. Profesora Invitada por Universidades Nacionales y Extranjeras.

 

 

Eduardo Galeano y el fútbol

Entre la crónica humorística y la denuncia social[1]

 

“Una vez por semana, el hincha huye de su casa y acude al estadio.

Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpentinas y el papel picado: la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver, en carne y hueso, a sus ángeles batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y, de pronto, se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.

Rara vez el hincha dice: ‘Hoy juega mi club’. Más bien, dice: ‘Hoy jugamos nosotros’. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribu­na, celebra su victoria: qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota, otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y, entonces, el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas, después de la muerte del carnaval»[2].

“…El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hir­vientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.

El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estriden­tes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.

En estado de epi­lepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha de otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo…”[3].

 

Un par de textos sobre una víctima del fútbol, que es el árbitro:

“El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos…

(el micrófono emite un silbido y Galeano dice: “las máquinas beben de noche… y de día causan estragos”).

Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.

Los jueces de línea, que ayudan, pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge. Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fút­bol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden”.

(Aunque, después de este texto voy a leer otro donde se dio ese caso-verdad del público aplaudiendo a un árbitro. Ya ustedes van a ver cómo fue. Pero, es rarísimo, ¿no? Yo nunca vi a la gente aplaudir al árbitro).

Y, sin embargo:

“…Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin des­canso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota, que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero, jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y, sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.

A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero, ni así consi­gue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él.

Durante más de un siglo el árbitro vistió de luto ¿Por quién?… por él”[4].

Ahora, el árbitro disimula con colores. Ustedes habrán visto que lucen modelitos que ni Valeria Mazza, unos modelitos bárbaros, espléndidos. Pero, durante más de un siglo, vistió de negro el pobre árbitro.

Este texto que voy a leer a continuación luce el emotivo título de: Pobre mi madre querida. Es un texto que se refiere a un hecho que ocurrió en los tiempos en que los árbitros vestían de negro con justa razón.

“A fines de los años sesenta, el poeta Jorge Enrique Adoum regresó al Ecuador, después de mucha ausencia. No bien llegó, cumplió con el ritual obligatorio de la ciudad de Quito: se fue al estadio a ver jugar al equipo del Aucas. Era un partido importante y el estadio estaba repleto.

Antes del co­mienzo, se hizo un minuto de silencio por la madre del árbitro, muerta en la víspera. Todos se pusieron en pie, todos callaron. Acto seguido, un dirigente pronunció un discurso destacando la actitud del deportista ejemplar que iba a arbitrar el partido, cumpliendo con su deber en las más tristes circunstancias. Al centro de la cancha, cabizbajo, el hombre de negro recibió el cerrado aplauso del público”.

Y, entonces, Adoum, el poeta, pestañó, se pellizcó un brazo: no podía creer, ¿en qué país estaba? Mucho habían cambiado las cosas. Antes, la gente sólo se ocupaba del árbitro para gritarle barbaridades.

“…Y empezó el partido. A los quince minutos, estalló el estadio: gol del Aucas. Pero, el árbitro anuló el gol, por fuera de juego y, de inmediato, la multitud recordó a la difunta autora de sus días: y las tribunas rugieron: ¡huérfano de puta! [5]

 

Un par de homenajes a los doctores del fútbol, digamos, a los “colegas especializados”:

“Antes del partido, los cronistas formulan sus preguntas desconcertan­tes:

¿Dispuestos a ganar?

Y obtienen respuestas asombrosas:

Haremos todo lo posible por obtener la victoria.

Después, los relatores toman la palabra. Los de la tele acompañan las imágenes, pero bien saben que no pueden competir con ellas. Los de la radio, en cambio, no son aptos para cardíacos. Estos maestros del suspenso corren más que los jugadores y mucho más que la propia pelota, y a ritmo de vértigo relatan un partido que suele no tener mucha relación con el que uno está mirando. En esa catarata de palabras, pasa rozando el travesaño el disparo que uno ve rozando el alto cielo, y corre inminente peligro de gol la meta donde la arañita está tejiendo su tela, de palo a palo, mientras el arquero bosteza.

Cuando concluye la vibrante jornada en el coloso de cemento, llega el turno de los comentaristas. Antes los comentaristas han interrumpido, varias veces, la transmisión del partido, para indicar a los jugadores qué debían hacer, pero, ellos no han podido escucharlos, porque estaban ocupados en equivocarse. Estos ideólo­gos de la WM contra la MW, que viene a ser lo mismo pero al revés, usan un lenguaje donde la erudición científica oscila entre la propaganda bélica y el éxtasis lírico. Y hablan, siempre, en plural, porque son muchos”[6].

Hablan, más o menos, así:

“Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que, sin duda, nos está exigiendo análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva.

Nos resultaría cómodo eludir nuestras responsabilida­des atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero, la excesiva lentitud que, indudablemente, mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado, no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generaliza­da y, por lo tanto, injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí, en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e, incluso, mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función. Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este forzado equipo porque, lisa y llanamente, sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus expectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque, siempre, hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos le duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste”[7].


[1] En la primera parte de su Conferencia, Eduardo Galeano recreó fragmentos de su libro: El fútbol. A sol y a sombra, Chile: Catálogos, 1995.

[2] «El hincha», ibid., p.7.

[3] «El fanático», ibid., p. 8.

[4] «El árbitro», ibid., pp. 10-11.

[5] «Pobre mi madre querida», ibid., p. 148.

[6] «Los especialistas», ibid., p. 16.

[7] «El lenguaje de los doctores del fútbol», ibid., p. 17.

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