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Iba acabándose el vino

Hoy, estamos para recordar una de las más lindas canciones del cancionero de nuestro rock: Iba acabándose el vino, de Charly García. Está en un gran disco llamado Música del alma, un álbum altamente recomendable para amantes de la música acústica.

Para introducirnos en el tema, voy a traer a un amigo que se nos fue hace varios años, Hernie, conocido en la barra brava de Ferro como “El eléctrico”. Probablemente, este pibe sea el mayor fanático de García que conocí. Solía relatar las frases de Charly de un modo tan sentimental que hasta el propio autor se hubiera quedado oyendo a esa voz que venía desde tan adentro, casi, desde el significado mismo de la canción. Se notaba que la había recorrido, conocía bien esos vericuetos que están detrás de las palabras, esas notas que la melodía no canta y que, ni bien empieza el tema, la imaginación le hace un coro en silencio que atraviesa todos los compases, los adorna y queda dando vueltas por los parlantes sin que nadie de la casa lo perciba.

Una noche, estábamos en su casa de la calle Bogotá, casi Campichuelo, pleno barrio de Caballito, cuando las horas nocturnas trajeron un misterioso contacto con la locura que jamás pude olvidar, tampoco lo intenté.

Estábamos sentados en la cocina de aquella vieja casona que, alguna vez, fue de clase media alta, pero que, hoy, era sólo el vestigio de muchos lujos y pocos placeres. Las paredes mostraban una antigua pintura descascarada, los muebles eran franceses de verdad, sin brillo y tallados por todos lados. Los ambientes eran enormes, los techos altos y los pisos de madera gastada por el abandono de los indiferentes de clase media venida abajo.

Hacía rato que charlábamos sobre temas distintos hasta que se hizo un silencio prolongado que pareció ser la antesala de una revelación. Hernie se puso de pie, fue hasta la cocina y la apagó. En un momento, giró para pedirme que lo acompañe a dos lugares en donde sentía la necesidad de estar. No podía demorar esa inquietud, incluso, habló de una cierta urgencia espiritual. No pude ni quise impedirlo. Salimos de inmediato. Nuestros pasos sonaban más que fuertes en medio de esa oscuridad. Caminamos en silencio y llegamos a José María Moreno 63, un edificio indiferente. Se detuvo en la puerta, retrocedió y señalando el quinto piso dijo, “ahí pasó su infancia Charly”. Le respondí que no tenía identificada su casa, sólo sabía que había vivido en el barrio. Luego, fuimos hasta la esquina de la avenida Rivadavia, doblamos a la izquierda e hicimos unas cuadras hasta llegar al colegio Dámaso Centeno. Se quedó pensativo, parado justo en el frente, para luego aclarar con un tono ya más emocionado: “acá se formó Sui Géneris”. Supe, de inmediato, que estaba presenciado un tour sentido, rockero, íntimo que ponía a Hernie de cara a sus mejores rememoraciones.

Nos detuvimos en la esquina de ese Colegio Militar y contó que había hecho la escuela primaria y secundaria en el Colegio La Salle, un reducto chupacirio si los hay. Por supuesto que, allí, recibió un sistemático lavado de cerebro que lo distanció de la realidad durante todos esos años. El gran problema existencial se desató a partir de su salida de esa institución y el modo en que un mundo ignorado lo recibió. Recordó que los primeros tiempos fueron, prácticamente, una salvajada. Él de un lado, esperando solo en un andén por un tren que ya estaba fuera de circulación, mientras, los otros no hacían otra cosa que combatirlo a capa y espada mientras le mostraban, sin cesar, situaciones y diálogos desconocidos. Deambuló por la sinrazón, la novata desesperanza y una lejanía constante hasta que, una tarde, en casa de una prima conoció a una mujer que, de inmediato, eligió como amiga del alma. Ella era de Claypole, en el sur del Conurbano, estaba terminando el secundario y dijo ser fanática de un grupo de rock que Hernie desconocía: Sui Generis. Para corroborar esas cosas que narraba sobre la adolescencia y sus castigos, puso una canción y sonó Necesito. La cabeza de Hernie pareció estallar de felicidad, no paraba de escuchar noticias que le parecían voces internas. Quedó marcado para siempre. Al otro día, salió a comprar todo lo que viniera con la inscripción Sui Generis. Jamás había escuchado esos comentarios, los análisis de la vida diaria no hacían más que detallar cada una de sus sensaciones, ya sean prestadas o propias. Había estado solo muchos años, demasiados, no tuvo a quién preguntarle nada al salir del colegio, solamente, caminó y recibió castigos, golpes simbólicos, indiferencias nuevas y, sobre todo, la cruel sensación de ser un idiota que, encima, llegaba tarde a las malas noticias. Comenzó a estudiar esas letras, a memorizar prolijamente cada una de las frases entonadas, las melodías, aquellas revelaciones a través de imágenes poéticas. Entendió el gran mensaje que le dio el La Salle sobre que había que salir a evangelizar, es decir, la tarea consistía en ir a todos lados con Vida, Confesiones de invierno y Pequeñas anécdotas sobre las instituciones debajo del brazo y comunicar las buenas nuevas.

Volvimos a casa de Hernie, fuimos a la cocina, puso la pava para el mate y me confesó: “ahora, te voy a hacer escuchar una canción que me enseñó tantas cosas hermosas y de las otras. Acá conocí y fui consciente de la indiferencia, esa que aprendí en el colegio, en misa, pero, que no pude calificar de ese modo”. Tomó el álbum Música del alma y puso una de las más bellas canciones que conozco: Iba acabándose el vino, cantado por una fan de Sui Generis, me refiero a María Rosa Yorio. Yo sólo atiné a decirle: “uh, qué temazo, no sabés cómo me gustaría escucharla cantada por el autor, me encantaría ese relato en la voz de Charly…”. Se levantó, me abrazó para siempre. Lástima que no pude abrazarlo así en los días en que la merca lo fue despedazando.


Jorge Garacotche es músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15, CABA.

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