Cultura y espectáculos

En contexto: el espacio de la danza

Fuerza. Resistencia. Flexibilidad

Buscando maneras de definirla, podemos decir que la danza forma parte del lenguaje con que una sociedad expresa la necesidad de decir algo a través de una forma artística, eligiendo, entre la infinidad de estéticas posibles, la manera de encarar el tema que se quiere abordar. Por otro lado, si entendemos que posee un efecto socializante y unificador, eso le da un origen de orden utilitario.

En este momento, es preciso reflexionar acerca de este arte y sus mecanismos de desarrollo, tratando de observarla y analizarla, como actividad artística y económica, que está dentro de reglas de mercado que atraviesan todos sus aspectos: creativo, docente, investigativo, interpretativo, entre otros.

La creación del Teatro Colón, en 1908, y la llegada de los Ballets Russes de Serge Diaghilev, en 1913, entre muchos otros artistas que pasaron o se quedaron aquí, fueron los hitos fundadores de la danza académica en nuestro país. Y es a partir de esos hechos significativos, que la actividad fue muy prolífica.

Las principales escuelas Europeas y Norteamericanas, a través de sus precursores y de los artistas locales, tuvieron aquí campo propicio para llevar adelante un proyecto artístico y pedagógico. La apropiación de estos productos culturales nos remite quizás, al modo de antropofagia –visión planteada por Oswald de Andrade en 1924, retomada en la década del 60- como procedimiento estético [1].

Los modos de apropiación están atravesados por modos de interpretación que revelan las características de la cultura receptora. Entonces, resulta un tanto más llano el camino si analizamos que el decir que observamos en fílmicos, fotos, documentos o en vivo, se convierte en una enunciación que describe la manera en que los artistas sintieron y sienten la necesidad de expresar lo inmediato a partir de su arte. Ese producto artístico se da en un campo que se expande nutriéndose de la porosidad de sus fronteras, dando lugar a formas culturales que coexisten hibridizadas, fusionadas y sincretizadas.

Así, el estado de cosas en líneas muy generales, desde 1908 hasta el presente. Ahora, el desafío consiste en vincular las teorías acerca del desarrollo con una actividad que, desde mediados del siglo pasado, comenzó a acumular una serie de características que son las necesarias para entrar en escena desde otros marcos. Seguramente, los regulatorios de políticas públicas, que prevean sus necesidades y las sus artistas.

Ilustración de Vicente Stupía
Ilustración de Vicente Stupía

Cuando escuchamos hablar a quienes corresponde acerca de las políticas culturales, a poco de explayarse en el tema, nos enteramos que la danza y su fomento no están previstos o lo están dentro de programas exiguos, mal confeccionados e insuficientes para la realidad nacional. Si lo relacionamos a la educación, en cualquiera de los niveles, de las áreas dependientes del Ministerio de Educación de la Nación o de las Provincias, los problemas son muchos y las contradicciones más.

Pero, todos, en este país, podemos recordar sin dificultad las veces que la danza, en sus distintas disciplinas, irrumpe los escenarios para brindar eso que sabe hacer, su decir, en las fiestas populares de todo tipo, en los eventos sociales, en medio de la ciudad, a modo de performance, en el Bicentenario de la Patria, en festivales y en exitosos programas de TV.

Al mismo tiempo, se da una situación paradójica, el desconocimiento, casi total, de la calidad de trabajadores/as de los bailarines, coreógrafos, maestros, investigadores, y la subestimación a las maneras de producción, teniendo en cuenta que el 90% de la actividad se desarrolla en el ámbito “no oficial”. La inestabilidad que eso provoca recae, exclusivamente, en las personas-ciudadanos-artistas que llevan adelante su trabajo, en un estado de precariedad que vulnera cualquier expectativa de crecimiento. Podríamos suavizar el argumento diciendo que estamos un poco mejor que hace cincuenta años. Pero, no lo suaviza el hecho de pensar que la “vida laboral” de un intérprete de danza es excesivamente corta. Las etapas que no se cumplen en tiempo y forma invalidarán los procesos posteriores. Tampoco lo suaviza, si pensamos en las precarias condiciones de producción, que suponen un artista trabajando ad honorem para llevar adelante el proceso creativo, el proceso de un trabajo que devendrá en obra. Y, así sucesivamente, con investigadores o docentes.

Los cuerpos de la danza están sujetos -por una condición ontológica del objeto artístico– a  procesos de disciplinamiento que nos remiten al modelo de cuerpos dóciles planteado por Foucault[2]. Quizás, ese sea uno de los motivos por el cual no se reacciona de la manera que lo hacen otros colectivos, o se lo hace tibiamente, ante la falta de estructuras y de acciones políticas tendientes a mejorar la condiciones. Aunque, también, es válido pensar que, además, no se reacciona debido al exceso de trabajo que demanda la necesidad de vivir, y sostener el arte, lo cual implica: ensayos y clases extenuantes, escritos, presentación de proyectos, y mucho más.

La diversidad que constituye lo social supone que, dentro de ese campo, confronten las ideas, aspiraciones, creencias, identidades, proyectos y deseos de cada uno de los colectivos que conforman una sociedad. Pero, en esa confrontación debe haber un cierto equilibrio en la concreción de logros al respecto. Si bien, los mecanismos hegemónicos[3], de acuerdo a la idea de Antonio Gramcsi, son modos de producción de liderazgo intelectual, hábitos, modos de pensar que traducen la ideología, así como los intereses y valores de quienes detentan el poder. También, están dentro de ese esquema los modos ideológicos de su desafío: lo contrahegemónico.

El arte no está exento del control de las instituciones dadoras de sentido, esas que van conformando un individuo, a través de una enseñanza que delimita su manera de pensar, de sentir, sus gustos y las maneras correctas de manifestarse ante determinadas situaciones. Este poder, cuya máxima habilidad consiste en cooptar la disidencia, otorga ciertas licencias que ya están instituídas dentro del sistema, para hacernos pensar que algo nos dan, que algo es mejor que nada o, quizás, pretendan que nuestro pensamiento continúe en el siglo XIX, perpetrando el “arte por el arte”[4], aún, con las necesidades del siglo XXI.

Aplicar lo contrahegemónico ,entre otras acciones, debería tener como premisa clarificar cierta visión mitificada de quienes bailan y de la danza en general. Visión que se da, a modo de espejo, entre los que están adentro y afuera de ese campo. Al clarificar, no significa que vamos a oponernos a una cualidad que tiene este arte -como otros- que es la de elevar el espíritu, sino que, también, seremos conscientes que somos parte de fines políticos, económicos, morales y estéticos.

En general, el colectivo artístico de la danza es prisionero de un modelo que hace pensar la realidad como por fuera de la realidad social. Esta dominación simbólica, exacerba el pensamiento unipersonal del artista y denota la dificultad de llevar adelante un proyecto en común, poniendo de manifiesto el éxito de la imposición ideológica en cada transacción personal, a expensas del colectivo.

Esto último, no implica, en modo alguno, un juicio de valor. Son reglas de juego dentro de la condiciones de un sistema, salir de ellas implica un compromiso permanente con la construcción de condiciones contrahegemónicas, revisando y siendo parte de necesarios contenidos fundamentales. Entre otros: Análisis histórico exhaustivo; crítica de la cultura; revisión de programas de estudio; concepto de artista/trabajador/a; intervención activa en la creación de políticas culturales; concepción de una estrategia federal para la danza; Legislación nacional y provinciales que fomenten, apoyen y estimulen la actividad, o, en su defecto, políticas de Estado que aseguren el desarrollo sustentable de la actividad; creación de derechos laborales y análisis de los que existen.

Tomando las palabras de Arturo Escobar, cuando dice que han caducado los campos funcionales con que la Modernidad nos había equipado para formular nuestras preocupaciones sociales y políticas relativas a la naturaleza, la sociedad, la economía, el estado y la cultura, sumado a la incapacidad, forzada o auto generada, que poseemos para afrontar situaciones que nos lleven a sostener y mejorar nuestro hábitat socio-económico-cultural, pareciera que carecemos de las respuestas adecuadas ante la aplicación de modelos perjudiciales, basados en conceptos econocéntricos y tecnocéntricos, que hacen percibir a la cultura y sus manifestaciones como una categoría residual.

Si relacionamos la cultura con el desarrollo, se puede traer a primer plano y considerar los factores sociales ligados a procesos culturales. Donde los elementos que componen el campo cultural, en este caso artes del movimiento/danza, sean tenidos en cuenta como una parte vital del ser humano. Dato nada menor, que se dio históricamente en todas las culturas de manera natural, ya que la primera imagen creada es la imagen dinámica, la primera objetivación de la naturaleza humana, el primer arte legítimo, es la danza.

Y si, además, ese arte llamado danza es comunitario, espectacular, docente, investigativo, lúdico y terapéutico,  tenemos  que asumir que accionamos sobre beneficiarios válidos y dispuestos. Aquí, ya tenemos dos partes que cumplen con el objetivo: artistas y público.

Falta una tercera, con voluntad, que permita implementar políticas perdurables, eficaces y coherentes: una interacción  co-gestiva eficiente, entre la sociedad civil y el Estado.


Mariela Ruggieri es licenciada en Composición Coreográfica (IUNA). Coautora del proyecto Ley Nacional de Danza y de la Asociación Argentina de Trabajadores de la Danza. Coordinadora, desde 2013, del área de danza del Centro Cultural de la Cooperación.

[1] El Manifiesto Antropófago de 1924, escrito por Oswald de Andrade, eje teórico del movimiento Antropófago que se disolvió en 1929. La idea de antropofagia como procedimiento estético sólo es conscientemente retomada a mediados de los años 1960. Con frases impactantes, el texto reelaboraba el concepto eurocéntrico y negativo de antropofagia como metáfora de un proceso crítico de formación de la cultura brasileña. Si para el europeo civilizado el hombre americano era salvaje, es decir, inferior porque practicaba el canibalismo, en la visión positiva e innovadora de Andrade, justamente nuestra índole caníbal permitiría, en la esfera de la cultura, la asimilación crítica de las ideas y modelos europeos. Como antropófagos somos capaces de digerir las formas importadas para producir algo genuinamente nacional, sin caer en la antigua relación modelo/copia que dominó una parcela del arte del periodo colonial y el arte académico brasileño de los siglos XIX y XX. «Solo interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago», dijo el autor en 1928. (Tambutti Susana. Teórico: Apropiación de las teorías europeas. UBA/IUNA2010).

[2]“El momento histórico de la disciplina es el momento en que nace un arte del cuerpo humano que no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil o al revés. Fórmase entonces una política de las coerciones que constituyen un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos. El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula, lo recompone.(…) La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles.” (M. Foucault. 141-42:2002).

[3] La hegemonía de Gramsci, el concepto que es considerado como su contribución más importante para varias áreas de cultura y pensamiento, se asocia generalmente con la noción de que la verdad y el valor no tienen «fundamento», que la historización y contextuación propias del pensamiento moderno convirtieron el concepto de valor en algo sin valor y redujeron la verdad a una categoría vacía, en la cual fluirían las creencias y los prejuicios de toda fuerza política o social que surge en cualquier punto del tiempo y del espacio. (…) La construcción de una concepción hegemónica del mundo —dispersa y diseminada a través de la sociedad— tiene lugar en dos niveles: en el político, del poder que se define por la supremacía y preeminencia de un grupo social o un orden social, y en el moral-intelectual, donde las categorías de pensamiento, sistemas de valores, se aceptan generalmente como los criterios epistemológicos y metodológicos de determinación de la verdad y del valor como tales. Tal determinación contiene elementos políticos y filosóficos: dentro de todo orden sociopolítico, en un periodo histórico dado, los criterios de verdad y valor corresponden más o menos a la realidad efectiva y al poder político y económico de este orden y sus grupos dirigentes. (B. Fontana. Modernidad y hegemonía en Gramcsi).

[4]La teoría del “Arte por el Arte” se desarrolló durante los primeros años del SXIX en Francia e Inglaterra, y se resume en la afirmación del arte como un fin en sí mismo, y no como un medio para servir a otros propósitos: morales, científicos, políticos o económicos. (Moro Abadía y Gonzalez Morales. 182:2005).

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