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Dios ha muerto. Homenaje a Diego Maradona
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El arrasador 2020 no quería irse sin clavar el broche final y cargó contra la Patria de los imperfectos, se llevó al máximo exponente de esas gestas, al Libertador de Villa Fiorito. Por supuesto, que el fútbol argentino puso en circulación a enormes jugadores que hicieron maravillas en las canchas. Aquí, la diferencia es que Maradona gambeteaba por todos lados, era una voz que jugaba en todos los campos. Por eso, se vio una movilización popular que va a ser difícil olvidar.
Maradona arrancó disparando una mística que excedía a las camisetas, supo cómo disolver esos colores. Jugando en la primera de Argentinos Junior, empezó a convocar a gente de otros equipos. Con mi viejo, seguíamos a Independiente todos los domingos, pero, a veces, íbamos a espiar a Argentinos por el Diego. Recuerdo cómo, extasiados, lo observábamos haciendo jueguito antes del partido, era la parte circense de un espectáculo incomparable. Y el tipo no defraudaba, a lo largo del partido regalaba pases, jugadas, amagos y toda la magia que iba construyendo un mito sin igual. Lo veíamos hacer toques prodigiosos, que eran aclamados desde los cuatro costados de la cancha, algo superior al que sólo un grupo de elegidos tienen acceso.
El fútbol posee una milagrosa universidad propia, que da clases de filosofía, psicología, artes plásticas, música, poesía, política, táctica y estrategia, magia, códigos de convivencia y toda materia artística inventada o a inventarse. Aquel que concurra a un estadio para ver sólo un partido saldrá frustrado y, probablemente, no vuelva. Será condenado a dar un eterno examen de ingreso. Y pensar que, con mi viejo, seguramente, compartimos la tribuna con un Diego niño y adolescente muchísimos domingos o miércoles por la Libertadores. Porque los tres seguíamos al Rojo de Bochini, el ídolo de Maradona, su Maestro, otro héroe que regalaba asombros utilizando una pelota.
El mediodía del 25 de noviembre quedará grabado, ese zócalo en todas las teles diciendo: Murió Diego Maradona. Esas noticias que uno sueña con no ver nunca, porque es bárbaro cederles a nuestros ídolos la inmortalidad, pero, de cualquier manera, Maradona adquirió cierta inmortalidad que se irá ajustando con el correr del partido.
No soy religioso, no tengo esa formación, vengo de una casa de ateos cautivadores, que no creían en dioses del poder, esos que no duermen nunca, porque, siempre, están vigilando y castigando. En mi casa circulaban los fantasmas de otras creencias más populares, las mejores, esas que no vigilan ni castigan, porque se saben profanos y no buscan dar el ejemplo, simplemente, son y se dan. Pero, si hay una religión que respeto y me haría devoto de ella es la griega, la única que es tan honesta como poética, porque muestra dioses humanizados, que odian, envidian, se traicionan, pelean, se mienten, que jamás pueden dejar de ser reales, aunque hagan cosas inverosímiles. Y Maradona tendrá su lugar en el Olimpo, seguro que Zeus estará gustoso de jugarse algún picado los domingos, el propio Aquiles, acostumbrado a tantas guerras, querrá mirarlo tirar caños, Afrodita le dirá que el amor por una camiseta, siempre, será bendecido, que hay un lugar para los hinchas de corazón.
Cuando leí la noticia, de inmediato, se me nubló la vista, las lágrimas se juntaron como para hacer una férrea barrera, porque, ese tiro libre no debía entrar, pero, entró por el ángulo y no fue ningún golazo, no lo gritó nadie. Comencé a preguntarme por qué lloraba, si lo hacía por Diego, por mí, por saber que la soledad, otra vez, ganaba el campeonato, por saber que se venía una tristeza inconmensurable, eran lágrimas dobles, porque mi viejo ya no está. Pero, era bueno llorar sin saber por qué, a veces, las respuestas no sirven para un carajo. Al final de cuentas, el único que dijo una verdad fue Sócrates, qué es lo que sabemos, si cuando pasa algo así, nos tiramos solos al río de la incomprensión.
Esa tarde suspendí algunas cosas que debía hacer, pareció que el sentido se empezó a desinflar y que ya la pelota no picaba. Le escribí por celular a algunos seres queridos, no podía masticar semejante sensación en soledad y, entre todos, nos preguntábamos por qué, cómo, para qué y lo bueno es que nadie me dio una respuesta, así que ahora los quiero más.
Al otro día, miraba por la televisión el velatorio de la Argentina más querible. Ver los llantos de los pobres, los que más necesitaron a Diego para creer que uno puede salir de varios infiernos que otros arman, ese diseño de los poderosos de siempre. Provengo de una familia humilde, de un barrio pobre, del costado más rudimentario de Villa Crespo, ese que se pega a la vía del tren, que se inunda por el arroyo Maldonado, que amontona necesidades y las reparte muy bien, que se llenó de inmigrantes de las provincias, de tanos, gallegos, turcos, rusos, polacos, de todos y todas quienes salieron corriendo de sus tierras arrasadas y se vinieron para acá, a ver si alguna vez gritaban un gol o, aunque sea, poder jugar un partido en donde no pierdan por goleada, que no tengan que escuchar a la hinchada de la clase dominante y sus cantitos humillantes, ese verdugueo soberbio de los fanáticos de las miserias humanas.
Desde la tele, insistían que Diego estaba muerto y algo adentro mío se resistía a creerlo, como si fuera un nuevo relato de la farsa antipopular. Y, allí, dentro de un cajón embanderado estaba el ícono más imperfecto que supimos conseguir, el del Che tatuado, el que contaba emocionado que su padre era peronista, que la Tota amaba a Evita, que él fue, es y será peronista, ese que recostó su cabeza contra el pecho inflado del enorme Fidel y planificaron morir un 25 de noviembre. Ese Diego que, en Mar del Plata, saltaba junto al Comandante Chávez sacándole tarjeta roja al Alca; aquel que defendió a Bolivia para que juegue en la altura, mientras integraba el equipo de Evo; ese Diego que se abrazaba a Las Madres y Las Abuelas, porque los desaparecidos dejaron todo para que la injusticia social no sea ley, en tantísimos barrios, como Fiorito.
Ha habido héroes populares, pero, pocos tan colectivos como Maradona. Él era El Eternauta de las canchas, el que bailaba a los cascarudos y le ponía un pase gol al pueblo. Y, mientras tanto, empezaban las voces de los imbéciles de siempre a cuestionar, a mezclar todo en un cóctel envenenado, a explicar por qué una persona decente no llora por un negro falopero, a preguntarse esas cosas sin sentido que jamás resuelven nada, esos que sacan un viejo catalejo para mirar la pasión ajena y que no van a gritar tierra, que llegan a conclusiones ridículas mientras se enroscan en sus tres preguntas claves: ¿Cómo ganar amigos? ¿Cómo levantarse minas? ¿Qué es el peronismo?
Esos que saben cómo se agarran los cubiertos, pero, que le niegan la comida a tantos, que obligan a tener una vida ejemplar, pero, votan a quien nos da una vida de mierda.
Pero, los pueblos saben adónde ir a hacer preguntas. Lo que pasa es que no se lo cuentan a nadie, disfrutan de algunos silencios, porque aprendieron a administrar las tragedias. Los dionisíacos llenarán las canchas, saltarán, gritarán, serán condenados a ser apasionados, a mirar el gol a los ingleses centenares de veces, a sonreír al ver la mano de dios envolverse entre tramposos. Los apolíneos estarán en sus sillas, atados sin saberlo, explicando la vida y la muerte, ignorando qué pasa en el medio, pagando una vuelta de cicuta con dinero falso y sin ningún Víctor Hugo que los relate.
Jorge Garacotche es músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA.
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