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La oscuridad de los cuerpos

Era tan oscuro el monte, Natalia Rodríguez Simón (Editorial Mar Dulce)

Si una literatura feminista es aquella que, además de estar escrita por una mujer, retrata ciertas conductas femeninas, ciertas actitudes y saberes adquiridos que reivindican las conquistas logradas, especialmente, en los últimos años, Era tan oscuro el monte no debería pertenecer a esa categoría. Sin embargo, si la incorporación a dicho canon está dada por la narración de una historia que visibiliza la violencia machista, en todas sus formas, y sus múltiples consecuencias en los cuerpos de las mujeres, esta novela se ajustaría, absolutamente, a esta pretensión literaria.

La protagonista de la historia no tiene –siquiera- un nombre propio, como sí lo tienen los personajes masculinos. Tampoco lo tiene su wawa (bebita). Sabemos, en cambio, mucho sobre su cuerpo. Un cuerpo que cambió tanto con la maternidad y que, ahora, no pareciera ni pertenecerle: la mujer ha cedido su territorio-cuerpo, primero, a su marido; a sus hijos (uno de ellos, el primero, nació muerto), después. Y, ese mismo cuerpo, que ha ido cambiando, que se ha ido deformando y ensanchando, que ha cedido espacio será, también, descartado por el Aldo -su marido-, cuando busca saciar su deseo sexual en otros cuerpos –los cuerpos de las prostitutas. Y ultrajado por otros hombres, que intentan, a través de ese acto brutal, consumar una venganza contra el otro hombre.

Esta violencia machista, que aparece retratada sin ambages, sin ningún tipo de metáfora ni contemplación, pero, tampoco, con un tono moralista ni maniqueo es, también, el reflejo de la sociedad capitalista, de las clases sociales que han sido eternamente subordinadas y maltratadas por un sistema que cosifica los cuerpos, que los reduce, prácticamente, a formas animalizadas que se manejan de acuerdo con sus instintos.

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Era tan oscuro el monte, la primera novela de la joven escritora argentina Natalia Rodríguez Simón, tiene una fuerza narrativa tan poderosa que consigue, a través de sus frases breves, lacerantes, decididamente reiterativas, sumir a los lectores y lectoras en una atmósfera densa, pesada, dominada por el calor, por la sed, por las moscas y por la sangre. Los maltratos físicos y psicológicos a los que son expuestos los personajes se nombran constantemente, sin eufemismos, sin demoras, sin darnos tiempo a que despleguemos ningún tipo de juicio de valor, ni que empaticemos con ellos o ellas. No obstante, el lenguaje utilizado por la voz que narra tiene la particularidad -y el mérito- de combinar lo brutal y descarnado con lo poético; una especie de sabor agridulce que atraviesa, enteramente, los sucesos y descripciones: «Habrá juntado flores por ahí, porque volvió con un ramo silvestre para ella y no le alcanzaban las manos para sostener todos esos perdones…».

Es así que, los personajes principales, que parecieran signados por la tragedia, no lograrán salir nunca de esa oscuridad –la del monte primero, la de la ciudad, después-, como tampoco lo haremos quienes nos dejemos deslizar lenta, pesadamente, por las líneas de una prosa plenamente bella.


Laura Fuhrmann es profesora de Lengua y Literatura y correctora literaria y de imprenta.

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