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Antes y después de Poesía Buenos Aires

Primera parte

Hace ya mucho tiempo que Bertrand Russell afirmó que “el lenguaje nos arrastra hacia la generalidad”. Por eso, quizás, también nosotros –antes de que la arrasadora marea de mediocridad globalizada amenazara con mimetizarlo todo- seguíamos, todavía, utilizando números de décadas con la pretensión de designar momentos significativos de nuestra poesía contemporánea. Hubo así una “generación del cuarenta”, en la que sólo parecían convivir elementos neoclásicos y neorrománticos, una “generación del cincuenta”, que se proponía –y se impuso- como vanguardista, es decir, como ruptura, y una “generación del sesenta”, públicamente interesada en acercarse a las mayorías en dicción y temas. Claro que la vaguedad de esa denominación, apenas cronológica, servía, así, de coartada para cubrir síntomas mucho más conflictivos y, por lo tanto, mucho más ricos. El aire de la época no afecta a todos por igual y no es suficiente haber nacido o publicado, más o menos en las mismas fechas, para sentir o expresarse de manera afín. Pero, también, es verdad que hay líneas que se tienden, problemas que se perciben, cuestiones que se dirimen más abierta y francamente en una época que en otras. Y que, en algunas ocasiones especiales, llegan a impregnarla, casi, por entero. Lo cual no niega que el asunto, muchas veces, ya venga también de antes y, lógicamente, se continúe después.

Para intentar definir, apenas por la cronología, a la llamada “generación del cuarenta”, no sólo habría que olvidar que fue en 1944 que apareció el único número de la revista Arturo y, con él, la Asociación Arte Concreto-Invención, uno de los momentos (y de los movimientos) más rigurosos y exigentes del arte de vanguardia en la Argentina, sino, también, que, por esos años, ya estaban escribiendo –y precisamente allí- no sólo Edgar Bayley y Simón Contreras (Juan Carlos Lamadrid), sino, también, por otro lado, Alberto Girri, Enrique Molina u Olga Orozco. Si bien, en los dos últimos y, sobre todo, en ella, podía llegar a percibirse un cierto aire elegíaco muy del momento, también, es verdad que ya germinaban, en el conjunto, diferencias fundamentales con su contexto. Que, por supuesto, no es tan sólo literario. Aunque, habían transcurrido apenas dos décadas desde lo que se considera la primera manifestación de la vanguardia en nuestro país, el martinfierrismo, ínterin el mundo había conocido la injusta derrota de los republicanos españoles y se encontraba enzarzado en una cruenta batalla para detener al Eje, encabezado por el nazismo alemán. En el país, se habían vivido ya los presupuestos que describe el investigador Loris Zanatta, en Del Estado liberal a la Nación Católica, y de un nuevo golpe militar, la revolución de 1943, estaba surgiendo el principal protagonista de un movimiento político-social que llevaría su nombre: el peronismo.

En el curso de su entonces controvertida gestión, si bien podía encontrarse entonces a un ministro de Salud como Ramón Carrillo, no deja de volverse relevante, para nuestro tema, la gestión de un ministro de Educación como el Dr. Ivanisevich, quien, al inaugurar el XXXIX Salón Nacional, se pronunció: “Ahora los que fracasan, los que tienen ansias de posteridad sin esfuerzo, sin estudio, sin condiciones y sin moral tienen un refugio: el arte abstracto, el arte morboso, el arte perverso, la infamia en el arte”, un arte que “no cabe entre nosotros“. Y define a sus cultores como la “última expresión de los desorbitados anormales estimulados por la cocaína, la morfina, la marihuana, el alcohol y el snobismo”.[1]

El invencionismo, es decir Edgar Bayley, dando un paso más allá del creacionismo (no es casual que, en Arturo, se publique un poema de Vicente Huidobro, aunque, también, es sintomático que lo acompañe otro de Murilo Mendes, el gran modernista brasileño), se proponía desprender a la imagen de toda representación, devolviéndole “una realidad independiente y autónoma”, porque “nunca una obra ha valido por su capacidad de acuerdo con una realidad cualquiera, exterior a ella, sino por su capacidad de novedad, novedad, vale decir, desplazamiento de valores de sensibilidad ejercidos por una imagen”. En consecuencia, “el valor estético no es incumbencia del acuerdo con una realidad, sino de la condición de la propia imagen.”

Poco después, en 1948, Juan Jacobo Bajarlía edita Contemporánea, una revista que, pese a resistir sólo dos años, logra el “feliz encuentro” entre el invencionismo y un significativo grupo de muy jóvenes poetas: Raúl Gustavo Aguirre, Mario Trejo, Francisco Madariaga y Jorge Enrique Móbili. En 1950, Aguirre (en un comienzo acompañado por Móbili) presenta el primer número de Poesía Buenos Aires, una publicación dedicada, exclusivamente, a la poesía que iba a alcanzar, en nuestro medio, una dimensión y una repercusión que, por inusitada, acaso ni siquiera imaginaron sus propios protagonistas. A lo largo de los años, una serie de nombres singulares y, en muchos casos significativos, se fueron acercando. Algunos, en forma más o menos continuada, constituyendo, de algún modo, el núcleo duro de la publicación, mientras que otros, lo hicieron en forma, a veces, ocasional o tangencial o recurrente. Casi  ninguno de ellos parecía impulsado, con exclusividad, por un proyecto literario. Nicolás Espiro, entonces estudiante de medicina y, luego, psicoanalista en Madrid, después de haber codirigido durante muchos años la revista, nunca se decidió a publicar un libro propio. Y muchos, tampoco, fueron poetas o, solamente, poetas. Wolf Roitman, otro temprano codirector, muy pronto se radicó en París, donde desarrolló una obra de artista visual; el músico Daniel Saidón, o Jorge Souza, un escultor concreto, también amigo y huésped entrañable, al mismo tiempo que responsable directo del diseño gráfico ¿Y cómo no destacar a Juan Carlos Paz, el insobornable líder de la música dodecafónica, un intelectual de avanzada con cuya exigente madurez me tocó coincidir siendo adolescente, todos los sábados, después del almuerzo, en el mismo Palacio do Café de la avenida Corrientes 743, al lado de la casa de Aguirre, mientras esperaba la reunión habitual con el grupo de la revista?

Rodolfo Alonso, Néstor Bondoni, Francisco Urondo, O. L. Bondoni, Edgar Bayley y R. G. Aguirre.

Había que haber vivido en Buenos Aires, a comienzos de la década de los cincuenta, para visualizar cómo, sin habérselo propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada en forma exclusiva a la poesía, que sólo tiraba quinientos ejemplares de carácter, prácticamente, artesanal y que cumplió, al pie de la letra, su propósito de “no devenir institución”, se cambiaron los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina. El desafío que propone evaluar hoy, desde el concepto de ruptura, los efectos de una revista como Poesía Buenos Aires, cuyos treinta números se publicaron entre 1950 y 1960, implica algunas dificultades. Quizá, la menor y que hasta puede resultar beneficiosa, resida en el hecho de sentirme, de algún modo, juez y parte, ya que, sin habérmelo propuesto, pasé a ser su miembro más joven. Pero, cómo pensar esa aventura en tiempos de anomia y banalización, en los que no parece imperar código ni valor alguno ¿Cómo imaginar, en la actualidad, que escribir poesía, totalmente en minúsculas y sin signo alguno de puntuación, resultara, entonces, agresivamente insólito e inusitado? ¿Que fuera estruendosamente escandaloso abandonar la métrica y la rima, la ilación gramatical o sintáctica y renunciar a transmitir algún mensaje más o menos explícito? ¿Cómo aceptar el riesgo que implicaba, cuando se recuerda que las telas expuestas por algunos pintores concretos fueron tajeadas?

Otras dificultades surgen, directamente, del asunto mismo: la publicación nunca sostuvo un dogma explícito. El llamado “grupo Poesía Buenos Aires” que, a veces, sobre todo al comienzo, se concentra por asiduidad y estilo, en otras ocasiones amplía sus límites hasta difuminarlos. De allí que, no siempre, se llegara a percibir, desde afuera, la existencia de lo que podríamos denominar “núcleo duro” que, por lo demás, persistió a través de los años alrededor de Aguirre; de allí, también, que, en ocasiones, se hablara de manera indistinta de revista o de movimiento cuando, en realidad, no siempre coincidieron en sus alcances.

Ese paradigma de lo que debía ser una revista de vanguardia en la década del cincuenta, se inicia, ya en el primer número, con el reconocimiento explícito y, al mismo tiempo acotado, de su auténtico linaje: el invencionismo poético que, indisolublemente ligado con el arte concreto, había surgido con aquel único número de la revista Arturo. Un breve pero significativo texto de Edgar Bayley, afirma, en la entrega inicial de Poesía Buenos Aires: “Y es porque algunos de nosotros hemos trabajado a veces dentro de esta conciencia, que se ha adoptado para designarla, sin insistir demasiado en ello y a título provisorio, la palabra invencionismo”. Como si fuera premonitorio de la deriva orgánica con que los mejores exponentes de Poesía Buenos Aires, sin dejar de apostar, siempre, enérgicamente, por la poesía moderna, iban a irse alejando de toda rigidez, de cualquier ortodoxia ya, en ese número inicial, quien apareciera como el patriarca de la “escuela” la minimiza y elude endiosarla. Al cumplir el tercer aniversario de la revista, el hombre que la hizo posible, Raúl Gustavo Aguirre, dirá, claramente, que “Poesía Buenos Aires tendrá a bien no devenir institución” y, al cerrar el número 25 (otoño de 1957), reiterará el derrotero: “Ninguna fórmula, ninguna receta, en conclusión, queda de todos estos años. Una vez más hay que decirlo: no sabemos qué es la poesía y, mucho menos, cómo se hace un poema.”

Una afirmación que entraña otra dificultad: al mismo tiempo que su presencia y su perduración suelen ser considerados, con razón, como un momento de cambio fundamental en la teoría y en la práctica de la poesía argentina, resulta difícil precisar conceptualmente ese “espíritu nuevo” que, por lo demás, a lo largo del tiempo, no se manifestó en todos sus integrantes de la misma manera. Vivido más bien como una experiencia, absolutamente ajena a las meras ambiciones literarias y deseado, finalmente –y acaso sin saberlo-, más bien, como una evidencia, el poema no responde a ortopedias o códigos, a recetas o fórmulas, a programas o efusiones.

Edgar Bayley.

Recordemos que, si bien su director, Raúl Gustavo Aguirre, había comenzado por un dominio de la poesía tradicional que, no sólo, fue reconocido por un Premio Iniciación de la Comisión Nacional de Cultura, sino, también, por la invitación a colaborar en Sur (que abandonó, pronto, voluntariamente) y que Mario Trejo había debutado con los sonetos de Celdas de la sangre y Alberto Vanasco con sus Cuartetos y tercetos definitivos; hubo otros que comenzaron, directamente, por la vanguardia, como es el caso del creador de aquel invencionismo, cuyo descubrimiento los transformó en conversos, Edgar Bayley, o como Francisco Urondo y yo mismo, que entramos directamente en materia, sin transitar, previamente, por métrica y rima.

Sólo hay dos momentos en los que se intenta manifestar, con claridad, un criterio coherente de grupo: la Antología de una poesía nueva (1952) y el número 13-14 (primavera de 1953-verano de 1954), dedicado a presentar una “Imagen de la nueva poesía”. Donde, aquel núcleo duro, es congregado bajo el rótulo de “Poetas del espíritu nuevo”, el primero de cuatro apartados. Los restantes se dedicaron a la poesía madí, al surrealismo y a una extensión más laxa del llamado “espíritu nuevo”. Es en esas publicaciones y, también, en los primeros números de la revista, donde se manifiesta, de manera más visible, la resonancia del invencionismo. Y, en ambas, tuvo principal protagonismo y tal nivel de exigencia que dio lugar, incluso, a acaloradas polémicas, Raúl Gustavo Aguirre, autor de la antología, con Nicolás Espiro, de la gestión y redacción del número de la revista mencionado antes, que incluía estrictas valoraciones críticas. El mismo Aguirre, con su desmedida y habitual generosidad, incrementaría, mucho más, la perspectiva cuando, ya en 1979, publique una amplia antología de la revista. No sólo la titulará El movimiento Poesía Buenos Aires, sino, que incluirá en ella a todos los poetas argentinos publicados, incluso, a los desplazados del “espíritu nuevo” en aquel número de 1953-1954, que dio lugar al entredicho con los surrealistas; de modo tal que, mientras la Antología de una poesía nueva incorpora sólo ocho poetas, en El movimiento Poesía Buenos Aires el número asciende a cuarenta y tres poetas, que van desde Macedonio Fernández a Alejandra Pizarnik.

En este recuento, quizá, resulte de interés señalar que ninguno de los poetas ligados con Poesía Buenos Aires concluyó (y, en la mayoría de los casos, ni siquiera inició) la carrera universitaria de Letras, mientras que sí lo hicieron, prácticamente todos, los integrantes de Contorno, la otra gran revista del período. Y, también, que, aunque no faltó quien nos acusara entonces de afrancesados o de europeizantes, el tango de los cuarenta era, para no pocos de nosotros, como el mismo aire que respirábamos. Nuestra devoción se inclinaba, también, por la vanguardia tanguera de Julio De Caro a Horacio Salgán; hubo amistad con Enrique Mario Francini y con Argentino Galván; Piazzolla contestó con una larga carta manuscrita el envío de mi primer libro, mientras que Bayley y Juan Carlos Lamadrid dirigieron, juntos, una revista más que significativa: Conjugación de Buenos Aires (tres números en 1951), en la que se codeaban De Chirico y Carlos de la Púa, el lunfardo con las tesis de Tomás Maldonado. Sin olvidar que, el mismo Lamadrid, le dio letra a Fugitiva de Astor Piazzolla, lo mismo que haría Mario Trejo con Los pájaros perdidos. Es que, precisamente, aquella devoción, esas vivencias, tampoco, requerían relumbrones exteriores ni retóricos, estaban en el fondo de una sensibilidad. Y, alguna vez, me he preguntado si la musicalidad y la invención, incluso de lenguaje, de muchos de esos tangos inefables no habrá tenido que ver con el humus mismo de nuestra condición y, en consecuencia, también, de nuestra creatividad.

Raúl Gustavo Aguirre y Alejandra Pizarnik.

Si el invencionismo fue, por lo menos en un comienzo, de algún modo nuestro linaje, no es desatinado inferir que, en gran medida, nos llegó por intermedio de Edgar Bayley (1919-1990). Aún así, nunca se dio desde un empaque magistral, porque, si algo lo caracterizó, como intelectual y como artista, fue el ejercicio de una meridiana capacidad de raciocinio, de una luminosa claridad de pensamiento que, casi desde un comienzo y de una forma quizás orgánica, constitucional, innata, siempre, se mantuvo vigilante de sus posibles desbordes. Una fecunda riqueza existencial y un hondo y fundamental apego a la vida mitigaron un entrevisto, imaginado o temido riesgo de posibles carencias y excesos. Claro que a ello deberíamos añadir, con la idea de ir precisando su retrato para quienes no lo conocieron, una no menos intrínseca aversión por la solemnidad y la grandilocuencia, por la autosuficiencia y la falta de sentido del humor. Siempre y no pocas veces hasta con exceso, se manifestó contra ellas pagando, con dignidad indeclinable, el precio de quienes saben mantenerse ajenos a toda componenda, a toda manipulación, a todo conciliábulo. Una ética que, en gran medida, siempre tamizada por las personalidades particulares, puede servir para identificar el espíritu del grupo.

Es verdad, también, como ya dije, que ello no hubiera sido posible sin la capacidad de armonía y concreción de Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983), quien, como bien dijo Jorge Enrique Móbili, “llevaba nuestros sueños a la imprenta”. Si la impronta de Bayley era exigente y burlona, pero arisca y distante y, a veces, hasta espectacular en sus apariciones tan inusitadas como resonantes, la presencia (y la generosidad inagotable, íntima) de Aguirre fueron una cálida constante. Él había asumido lo que llamó “una continua obsesión”, consistente en la apuesta realizada consigo mismo de cubrir treinta números en diez años. Muchas veces, aceptó aparecer codirigiendo lo que sólo a él debía su existencia y cuidó a los otros descuidándose a sí mismo. Muchos de los primeros textos de Bayley se publicaron por su iniciativa, no pocas veces, incluso, entre rezongos del autor. Y bien sé yo la extrema generosidad con que me abrió las puertas desde mis primeros pasos. Y, quizá, porque el gesto resulta absolutamente inhabitual en estas lides, fue, también, levadura y fermento que nos contagió su límpida devoción por la mejor poesía.

En la constelación que configura el grupo, reunido durante la década de los cincuenta alrededor de Poesía Buenos Aires, si Raúl Gustavo Aguirre fue el astro fijo que da coherencia a todo el sistema, Edgar Bayley constituyó una presencia permanente, aun sin ser de los íntimos que se reunían cada semana. Se movilizaba en otros círculos, realizaba otros movimientos planetarios, otras elipsis, otras parábolas; procedía por alusiones, por entradas imprevistas, por apariciones repentinas, por descuidos, por presencias insólitas, por papeles olvidados que, sin embargo, para él eran fundamentales: nunca se comportaba de manera convencional, en el sentido, incluso, administrativo del término. Quien había llegado a ser no sólo jefe de escuela, sino, también, exigente teórico de un movimiento poético que, como el invencionismo, acentuaba en términos casi inimaginables la rigurosidad y el desprendimiento de todo lo accesorio, de todo lo que no fuera esencial para su exigente sentido del lirismo, en un gesto poco usual, sabía ponerse límites a sí mismo. Ya entonces se manifestaban dos características notables de Edgar Bayley: su profunda capacidad de razonamiento y, al mismo tiempo, su capacidad para establecer un límite humano a esa rigurosa inteligencia.

Así ocurre cuando, en el último número de Poesía Buenos Aires, en la cual llegó a figurar como codirector, publica uno de sus lúcidos ensayos, Breve historia de algunas ideas acerca de la poesía. Mientras realiza un análisis, quizás un balance de sus propias teorías, que van evolucionando a lo largo del tiempo en el sentido de ser cada vez más amplias y menos rígidas (“no creo, en modo alguno, en la superioridad estética de los caminos insólitos”), mantiene lo que tenían, en el fondo, de renovadoras sin poner el acento, exclusivamente, en lo formal; algo de lo cual, por otro lado, se había cuidado casi desde un comienzo: habla allí, con claridad, del “no poder hacer otra cosa”, pero, también, lúcidamente, “de la jerarquía de esa forzosidad”.


[1] La Nación, 22 de septiembre de 1949. Ver Nelly Perazzo, El arte concreto en la Argentina, Buenos Aires, Gaglianone, 1983.

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