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Rubén Darío, ¿un existencialista?

Uno de los rasgos que postulará Rubén Darío en Historia de mis libros con respecto a su poemario Cantos de vida y esperanza es que este libro marca su otoño: «Cantos de vida y esperanza encierra las esencias y savias de mi otoño». Es decir, un momento de madurez en su vida y su obra, de mayor reflexión, mayor calma, donde sus ideas se ordenan de cierta manera y, ahora, parado más firme, mira su pasado como escritor y como ser humano con una más honda claridad, pero, también, con una profunda melancolía que lo va a ir sumergiendo más y más en la meditación sobre la muerte, la brevedad de la vida, la caducidad del humano, la fugacidad del tiempo y su poesía se irá cargando de esta suerte de existencialismo que él define en este modo en Historia de mis libros: «la profunda preocupación del fin de la existencia, el terror a lo ignorado, el pavor de la tumba o, más bien, del instante en que cesa el corazón su ininterrumpida tarea y la vida desaparece de nuestro cuerpo».

El primer paso en este sentido, en una suerte de punto límite, lo encontramos en aquel poema a su hijo: A Phocás el campesino, que morirá siendo muy joven, y donde aparece lo terrible de la vida, la condena a muerte de todo humano, el dolor de haber nacido. Creo que con este poema, tan intenso en su inmediatez -la muerte de su hijo- y en su aparente  simplicidad de sentido, Darío nos muestra ese otro costado de la vida: el dolor de lo pasajero y caduco y, finalmente, la muerte, conclusión a que todo humano transita irremediablemente. Y, asimismo, se nos hace patente la angustia terrible que inundaba el corazón del poeta en este verso tan desesperado y fulminante: «perdóname el fatal don de darte la vida».

En el primer Nocturno, ya desde el comienzo, se muestra esta voluntad de expresar ese lado negro de la vida, sin cisnes ni princesas, sin alegría: «Quiero expresar mi angustia en versos». La amargura de la vida frente al paso inevitable del tiempo y el fin de la juventud, donde él va a remarcar lo superfluo, vacío y sin sentido de la bohemia y sus extravíos y el abuso inmaduro del alcohol, que le arrebataron tantos años que podría haber dedicado al trabajo y estudio de la literatura y «la formación de un hogar».

Hay un toma de conciencia de Darío sobre el hecho de continuar ese tipo de vida y, por otro lado, un cambio de postura acerca de la corporeidad humana, antes tan sensual y erótica y que, ahora, muestra su lado oscuro, sucio, bajo: «la conciencia espantable de nuestro humano cieno» y caduco: «y el horror de sentirse pasajero». Y, otra vez, la muerte -«Ella»- que es el misterio, el más allá no hollado, «lo inevitable desconocido», y que aparece, siguiendo la metáfora de la vida como sueño calderoniana -pero que se remonta, por lo menos, a Píndaro y Shakespeare- como un despertar, es decir, si la vida es un sueño, entonces, la muerte es, de algún modo, una vigilia: «Ella que nos despertará!».

En Canción de otoño en primavera aparece tematizada la juventud como algo irrecuperable, esa pérdida, ante la cual es en vano lamentarse, llorar, del mismo modo que es en vano llorar ante algo imposible, aquello que ya no es porque ya ha sido y a lo cual no puede regresarse más que con el recuerdo, ese bálsamo breve y sutil, y que al poeta se le presenta como un tesoro divino, porque en ella, en la juventud, el humano descubre el amor y con él el goce de los sentidos. Entonces, hace un recorrido por varias de sus amantes juveniles, donde él aún no era consciente de lo pasajero de la carne, para concluir mirando ahora hacia atrás y percibiendo con pena que ya no es joven y cantando un triunfo optimista y jovial del amor por sobre lo transitorio de la vida, de la eternidad del amor que nunca abandona al humano a pesar del irrecuperable e irremediable paso del tiempo: «Mas a pesar del tiempo terco, / mi sed de amor no tiene fin; / con el cabello gris, me acerco / a los rosales del jardín…».

El poema número XV de Otros poemas, última sección del libro, es un canto a todo lo efímero y circunstancial: «Es como el ala de la mariposa / nuestro brazo que deja el pensamiento escrito. / Nuestra infancia vale la rosa, / el relámpago nuestro mirar / y el ritmo que en el pecho / nuestro corazón mueve, / es un ritmo de onda de mar, / o un caer de copo de nieve, / o el del cantar / del ruiseñor, / que dura lo que dura el perfumar / de su hermana la flor». Donde Darío une la transitoriedad a la pérdida de la juventud. Él ve cómo se ha ido yendo su vida y, desde allí, en el otoño de su existencia mira hacia atrás y comprende lo inútil que es luchar contra el devenir y compara un alma melancólica, sumida en el dolor, que parecería ser esta que sufre en el recuerdo de su juventud ya ida, con otra alma «que se advierte sencilla» y que sobrepasa el doloroso paso del tiempo y «al fondo del infinito vuela».

A este poema se une otro, De otoño, en el cual se ve más claramente cómo la obra y la forma de expresión ha cambiado con el tiempo y la vejez, él ya no puede cantar como lo hiciera anteriormente, porque ya no es el mismo que era: «Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa». Se dan conjuntamente, a partir de la reflexión sobre sí mismo, sobre su obra, un cambio en su modo de escritura y un viraje dado por su edad, él escribe ahora desde este otoño que se vuelve un leit-motiv de todo el libro, produciendo un corte con sus obras anteriores. Ahora aparece la queja junto al temor por la finitud de la existencia, pero, también, se hace presente la esperanza, dada por el amor que nunca desaparece del pecho humano y por aquéllos que vendrán y que aún no han sido.

Quizás el poema más cargado de pesimismo y que parece negar toda ulterior esperanza sea el segundo Nocturno, donde la nostalgia lo sume en el dolor y se injuria a sí mismo y, en tono quevediano, proclama, eternamente insatisfecho: «Y el pensar de no ser lo que yo hubiera sido, / la pérdida del reino que estaba para mí». Reaparece aquí la metáfora de la vida como sueño, para terminar diciendo cómo siente el dolor del mundo en su propio ser. Aquí, el yo-poético aprieta en sí mismo el sufrimiento de todas las otras personas y se vuelve el receptáculo de todos los padecimientos de los seres humanos.

Este dolor llega a su punto álgido en el último poema del libro, Lo fatal, donde la muerte le hace preguntarse si más valiera no haber nacido: «pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo». Y pone el origen del dolor ante la muerte en la conciencia, es decir, en el hecho de que el ser humano, a diferencia del mineral, es consciente de que va a morir inexorablemente. Al respecto, expresa esta desolación en Historia de mis libros en una suerte de escepticismo: «Todas las filosofías me han parecido impotentes». Y pareciera no encontrar respuestas en la filosofía, pero sí un aliciente en la religión: «me he lanzado a Dios como a un refugio». El cual, si bien no logra satisfacer sus dudas, al menos produce un remanso, un espacio de tranquilidad, aunque vacilante y quebradizo: «Me he llenado de congoja cuando he examinado el fondo de mis creencias y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe cuando el conflicto de las ideas me ha hecho vacilar, y me he sentido sin un constante y seguro apoyo».

Canto de vida y esperanza se cierra con una muerte que parece hundir al poeta en la desesperación: «racimos… (…) …tumba… (…) …fúnebres ramos», el fin de la vida lo obsesiona y lo hace sumergirse en la nada: «Después de todo, todo es nada».


Santiago Julián Alonso es artista plástico, escritor, dramaturgo, licenciado en Letras (UBA), periodista e investigador en el Centro Cultural de la Cooperación. Vive en Villa Ciudad Parque, Córdoba.

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