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García Lorca, su larga canción de cuna
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La frase de que los poetas no tienen biografía, sino destino se cumple con holgura en la vida de Federico García Lorca, por la intensidad de su vuelo y la forma brutal en que fue segada. En el vislumbre de la fatalidad va creciendo una historia: la de un niño que teje una extensa canción de cuna para arrullar su infancia; su imaginación desamparada.
A Lorca se impone verlo, quiérase a no, en una dimensión trágica. Escribió en los años de su vida trunca una única y dilatada canción de cuna que se empina en el cancionero popular español, se detiene en narraciones lúgubres, alza el vuelo en la audacia de las imágenes y gira alegre en rondas infantiles.
Nacido en Fuente Vaqueros, Granada, en 1898, vivió sus primeros años en su entorno familiar como dentro de una caja de música donde alternaban la guitarra y la poesía recitada, el canto y los relatos infantiles, estos últimos a cargo de nodrizas y criadas a las que consideró siempre como su primera gran influencia.
Desde niño fue, pues, una sensibilidad trabajada por el asombro y el estudio. Su imaginación deslumbrante, a la que se sumaba una determinación clara, dejó una marca inconfundible en todo aquello que asumió dentro de la poesía, el teatro, la música y la pintura.
Aunque nunca pretendió una explicación de su quehacer, su intuición se enlazaba en una férrea conciencia del hecho creativo como se evidencia no solo en su intensa obra sino también en las conferencias, todas brillantes, que ofreció dentro y fuera de España, en especial las dedicadas al cante jondo, Luis de Góngora, las nanas infantiles y su teoría y juego del duende.
Precisamente en este último esboza el espíritu que los anima: el duende, aventura de la pasión y pasión de la aventura. No se trata, dice, del ángel que guía ni de la musa que dicta, ya que ambos viven fuera del espíritu, sino del duende que “sube por dentro desde la planta de los pies” para hacer posible la emoción.
El resto, para Lorca, podrá ser reflexión acertada o bella forma, pero no entrega total, vértigo, herida abierta. Sólo el duende, aguijoneado por la posibilidad de la muerte, es capaz de horadar el misterio.
El poeta, al igual que el torero, participa de un ritual delicado y terrible, hace y dice desde la sangre en una búsqueda de sí mismo. Lorca ejemplifica con aquella cantante que “se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran brazo de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero… con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador”.
La sangre es uno de los símbolos recurrentes en esta poética (lo fue, también, para Miguel Hernández, sobre todo, en textos tan patéticos como Mi sangre es un camino y Sino sangriento). Lorca escribe: “y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día”, poniendo en un primer plano el dilema de quien vive y muere por la herida, siempre en un ámbito de sacrificio. En tal sentido, las pulsiones del poeta tienen que ver, según A. Álvarez de Miranda, con una religiosidad “basada en la sacralidad de la vida orgánica”. La muerte de todos aquellos que se mueven en su obra, concluye, es “sentida con la misma intensidad y constancia que la fecundidad, la sexualidad y la sangre: son personajes que desde el primer momento aparecen, para usar la misma expresión de nuestro poeta, ‘con toda la muerte a cuestas’”. Martillando sobre esta obsesión, se encuentran imágenes de gran factura: en una de tantas llega a ver en la granada la idea de la sangre. Y en otros versos: “Estás aquí bebiendo mi sangre,/ bebiendo mi humor de niño pesado/ mientras mis ojos se quiebran en el viento/ con el aluminio y las voces de los borrachos… porque yo no soy un hombre ni un poeta ni una hoja/ pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado”.
Otra de las figuras predominantes es la luna, rigiendo los ritmos de la existencia y por ello articulada a la sacralidad de la vida orgánica atribuible a Lorca. Esa misma que dibujó de muchas maneras, a veces en forma de cuerno con un ojo vigilante, y que corona en algunos de sus textos una atmósfera de tinieblas: “En la dura barraca donde la luna prisionera/ devora un marinero delante de los niños”.
En su conferencia Las nanas infantiles, Lorca sostiene la teoría de que alguna de estas canciones son historias en las que se vislumbra un peligro, un inminente y sombrío desenlace del que solo es posible escapar con un salto hacia el sueño. El arrullo pone a salvo, hace las veces de puente entre la amenaza y el abrigo, el escondite, el amparo. Pues bien, muchos pasajes de su obra parecen narrados desde el miedo de un niño; el presagio de la muerte lleva la atención hacia sitios donde acecha lo fantasmagórico. En la calle tensada como la cuerda de una guitarra corre el jinete, el desconocido, el enmascarado. El niño está solo: “con la ciudad dormida en su garganta”. Luego: “Los candiles se apagan./ Unas muchachas ciegas/ preguntan a la luna,/ y por el aire ascienden/ espirales de llanto”.
En uno de sus primeros poemas, dice ser el niño extraviado de un cuento que se borró, que a nadie podrá volver a relatar; el niño sobre el que se cierne “la noche llena de arrugas/ y de sombras”. Lo espectral, en una atmósfera amenazante, vuelve una y otra vez: “Los caballos negros son./ Las herraduras son negras./ Sobre las capas relucen/ manchas de tinta y de cera./ Tienen, por eso no lloran,/ de plomo las calaveras”.
En esta obra se conjugan la intensidad que abreva en la sabiduría popular y el oficio que asimila las conquistas formales de la tradición y la vanguardia. Tal síntesis procede de un grado de lucidez y del inconformismo de su escritura planteada como una obra de riesgo que siempre quiso ir más allá. Cuando vino el éxito del “Primer romancero gitano” prefirió seguir indagando; se produjo entonces el vuelco hacia las imágenes de textura surrealizante de Poeta en Nueva York.
Desde un principio, su registro se había ampliado con sus lecturas (Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Lope de Vega, Luis de Góngora, Gustavo Adolfo Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Rubén Darío) y con el rescate de la poesía oral. Su inquietud abarcaba tanto a los movimientos innovadores (sobre todo el ultraísmo), como los romances escuchados en el campo y el decir de los guitarreros gitanos.
El corredor de su imaginación iba de lo culto a lo popular, sin esfuerzo. Su admiración por Schumann o Mendelsohnn no era un desmedro de su entusiasmo por los hacedores anónimos del folclore andaluz; lo deslumbran la metáfora de Góngora, a la que considera “viva, palpitante como si estuviera recién hecha”, pero también las imágenes que centellean en el habla común de la gente.
Por ello su poesía encierra un amplio debate callejero, una murmuración popular que avanza en un encuadre rítmico y sincopado.
El canto está narrando una historia y la descripción toma forma de canto; obra múltiple que en su dramatización combina diálogos, estribillos y giros coloquiales.
Con el uso de diminutivos rinde culto a lo minúsculo, universo menudo que festeja en Góngora (“trata con la misma medida todas sus materias, y así como maneja mares y continentes como un cíclope, analiza frutas y objetos. Es más. Se recrea en las cosas pequeñas con más fervor”) y perfila a lo largo de toda su poesía. En uno de sus versos confiesa comprender “la carne mínima del mundo”. Sostenía Lorca que el diminutivo domesticaba las grandes palabras, por eso Granada era un cuerpo que se reconocía en el tanteo para descubrir su propia fantasía; el jadeo de lo imperceptible. Por esa manera de observar y atender el sentido íntimo de las cosas que lo rodeaban –dice José Bergamín- el poeta evocaba “con su palabra creadora ese miniaturismo granadino”.
Por otra parte, sus imágenes se apoyan mayormente en representaciones visuales (“negros maniquíes de sastre/ cubren la nieve del campo”), y en una metaforización libre que va avanzando a medida que crea su propio código, sus referentes. El campo de tensión de sus visiones, sostenido por el elemento onírico, se sobreimprime a ratos a una obra cubista, a una película de Luis Buñuel o a un cuadro de Salvador Dalí: “Con el árbol de muñones que no canta/ y el niño con el blanco rostro de huevo… Rosa de los Camborios,/ gime sentada en su puerta/ con sus dos pechos cortados/ puestos en una bandeja… el nadador de níquel que acecha la onda más fina/ y el rebaño de vacas nocturnas con rojas patitas de mujer”.
El surrealismo francés, que aparte de los citados impactó en España a escritores como Rafael Alberti y Vicente Aleixandre, tuvo en Lorca uno de sus más altos exponentes, aunque su teoría del duende se contrapone al dictado de inconsciente, el automatismo, eje del programa que lideraba André Breton. Trance, videncia, azar fabricado, expansión lúdica, Poeta en Nueva York es, sin lugar a dudas, un texto electrizado con la marca de lo irracional. Refiriéndose precisamente al Lorca de ese libro póstumo, subrayó su compatriota Agustí Bartra: “El gran libro de la poesía surrealista no sería escrito en francés, sino en español, y no en París, sino en Nueva York”.
El humanismo de Lorca que lo llevó a afirmar unos meses antes de la muerte: “En este momento dramático del mundo el artista debe llorar y reír con su pueblo”, está reflejado también en su poesía, donde todo comulga con todo, en una transfiguración continua. Por medio de la prosopopeya las cosas toman rango humano, se personifican, confraternizan, se involucran en la respiración de las aldeas, toman rango de gente y siguen su rutina, sus conductas domésticas.
Más comunicativo o en el tejido enmarañado de sus obsesiones existe siempre en Lorca un interlocutor a la mano. Si por un lado habla para sí, por el otro su apelación va perfilando un espectador cercano, un oyente interpelado desde voces diversas, un lector metido en el gentío de sus personajes.
En la convulsionada España del 36 da conferencias sobre el Romancero Gitano y firma manifiestos en apoyo del Frente Popular, da los toques últimos a su obra dramática La casa de Bernarda Alba y se alinea con los necesitados. En el curso de una entrevista señala: “Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura a ayudar a los que buscan las azucenas… el dolor del hombre y la injusticia constante que mana del mundo, y mi propio cuerpo y mi propio pensamiento, me evitan trasladar mi casa a las estrellas”.
En agosto de 1936 fue fusilado, junto a un maestro de escuela y dos banderilleros, cerca de un lugar conocido como la Fuente de las Lágrimas. Pero, ya había tejido su extensa canción de cuna, aquella donde los personajes de su imaginación, los duendes y los guitarreros, dan cobijo a los niños perdidos de los cuentos.
Alma ausente
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa
no te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.
No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas
no te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.
Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.
Las seis cuerdas
La guitarra,
hace llorar a los sueños.
El sollozo de las almas
perdidas,
se escapa por su boca
redonda.
Y como la tarántula
teje una gran estrella
para cazar suspiros,
que flotan en su negro
aljibe de madera.
Pequeño poeta infinito
Para Luis Cardoza y Aragón
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos la hierba de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme a la luz
la mujer que mató dos gallos en un segundo
la luz que no teme a los gallos
y lo gallos que no saben cantar sobre la nieve.
Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez la hierba de los cementerios.
Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de
un asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme a la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de
los cementerios.
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