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Tomar una foto

¿Por qué, incluso entre muchas otras, a veces con el mismo origen, sólo alguna fotografía en especial nos resulta absolutamente renovadora, relevante? ¿Por qué, entre muchas otras, tomadas por el mismo fotógrafo y, a veces, en la misma ocasión, sólo una se vuelve, para nosotros, totalmente conmovedora? ¿Por qué sólo una entre mil fotografías se (nos) vuelve arte?

Pero, ¿de qué arte se trata? ¿Qué parte es producto del ojo, de la mente, del espíritu de quien toma la foto? ¿Qué parte es fruto de las cualidades de la máquina? ¿Qué parte es, acaso, fruto del azar o la casualidad? A diferencia de la pintura, aquí, el modelo no es pasivo ¿Qué parte de una foto lograda no emana del modelo o de su circunstancia? Allí, es donde el concepto de revelar, de revelado, sólo en apariencia puramente técnico, me revela (y valga la redundancia) su más profundo y verdadero sentido: la foto como arte es capaz, en sus más altos logros, de producir una auténtica revelación.

Porque, algo más que imagen se pone de manifiesto, se evidencia en una foto lograda, en una foto que sí podemos llamar de arte. Es verdad que la pintura auténtica supo hacerlo, en su propio lenguaje, pero, el arte de la foto tuvo y, quizá tiene aún, el suyo.

Claro que, aquí, vuelve a presentarse lo que intuyo el misterio y, a la vez, lo concreto de la fotografía. La verdadera foto nunca se agota en la reproducción, más o menos exacta, más o menos verosímil, de la realidad. Más allá de prejuicio alguno, esa es su menor tarea, su tarea menor. Pero, la gran fotografía, las fotos únicas, nos descubren, cuando lo logran, cuando se logran, algo siempre más profundo, más hondo de lo que representan. Nos hacen ver, en realidad, algo de esa realidad que no habíamos percibido: revelan, la revelan. Nos la revelan, sí, más de fondo, pero, no apenas en lo superficial, en lo aparente, sino, en lo que esa realidad, tal vez, quiere mostrarnos al mostrarse. Y se vela, en cambio, cuando no lo quiere.

Tengo la convicción de que, en estas artes de la técnica, las concreciones más reveladoras, las obras más logradas se dieron (iba a decir se produjeron, pero, me arrepiento por la connotación actual) en los momentos más primitivos, iniciales de esas técnicas. Como bien afirmaba Bernhard von Brentano, “un fotógrafo de 1850 se encontraba por vez primera, y durante largo tiempo por última vez, a la altura de su instrumento”.

Y, asimismo, Walter Benjamin, pero, por supuesto, desde otra perspectiva y otra época, advierte que “los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía (…) coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización”.

Arthur Rimbaud. Foto: Étienne Carjat.

Pero, ¿por qué han elegido rostros, retratos los mejores de esos grandes artistas franceses de mediados del siglo XIX, pioneros legítimos de la fotografía como arte? Se puede sospechar que, todavía, perduraba en ellos, especialmente, en los más sensibles, el influjo que la pintura, de la cual el retrato, siempre, ha sido un dominio, debe haber tenido en su visión estética. Benjamin, convencido de que el arte humano tuvo un origen de culto, cuando no de magia (¿para qué habría pintado un hombre primitivo su bisonte en la pared más escondida y menos accesible de una caverna, sino, para propiciar su caza por medio de la magia simpatética, que representa lo que desea provocar?), sabía, también, que, a lo largo de su historia, el hombre fue modificando su recepción y aprehensión del arte a medida que se producían grandes cambios en su contexto. Del gran arte de tema religioso, que empezó siendo visto, siempre, con ojo de creyente, se pasó, en su momento, a la contemplación de la obra como arte, lo que dio comienzo a un largo período de florecimiento.

Hasta que las artes mecánicas, comenzando por la reproducción industrial y la fotografía, produjeron cambios muy profundos en la percepción, no ya de los espectadores más o menos especializados, sino, en lo que estaba empezando a denominarse público. En esa línea, el valor de exhibición comienza a erradicar el valor de culto. “Pero este no cede sin resistencia”, dice Benjamin, “Ocupa una última frontera que es el rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un lugar central” ¿Por qué? Y, sostiene: “El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos”. Y, es más: “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable”.

Walter Benjamin concluye que, cuando el rostro desaparece de la fotografía, el valor de exhibición se enfrenta, victoriosamente, con el valor de culto. Es como si, allí, hubiera relumbrado, frente a ese público, que ya no lo percibirá cuando a los periódicos se les imponga la foto y, especialmente, cuando empiecen a llevar textos al pie, el último resplandor de lo sagrado: un rostro humano.

“Sería prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico”. Quien lo afirma es Charles Baudelare, el padre de la poesía moderna. Y va a lanzar su anatema más demoledor sobre la fotografía, recién nacida: “Si se permite a la fotografía suplir al arte en algunas de sus funciones, bien pronto lo habrá suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que encontrará en la necesidad de la muchedumbre.”

Y, al mismo tiempo, sin duda, contradiciéndose, el mismo Baudelaire aceptará muchas larguísimas horas de pose para Nadar, a quien se deben no pocas de sus mejores fotografías. Y, aunque no le concediera tantas sesiones, al menos conocido Étienne Carjat, a quien se debe, para mí, la mas reveladora foto de Baudelaire y, por si fuera poco, la más tocante y expresiva, nada menos, que de Rimbaud.

Y, para siempre, nos quedaremos sin respuesta, que no sea la misma foto, para saber si el gran poeta había llegado a intuir que la fotografía, siempre, seguirá teniendo dos opciones: el arte o el mercado, la industria o la belleza. Y, tampoco, sabremos si lo conmovieron, qué le dijeron algunas de esas fotos que hablan tanto de él. Y, en el primer lenguaje de la técnica, él mismo en pañales, a mediados del siglo XIX.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista. Publicó Charles Baudelaire, Mi bella tenebrosa. Antología esencial (edición bilingüe, con traducción y prólogo de Rodolfo Alonso), EDUVIM, Córdoba, 2012.

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