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¿Cultura o gasto? La desmesura de sacrificar el alma de una sociedad
En la década del 50, mi padre atravesó su infancia en Villa de Soto, Córdoba, vecino del entonces pueblo de Cruz del Eje, ciudad natal del cantor popular Jairo. Villa de Soto y su Recova, frente a la pequeña plaza, conservan los gritos de las luchas entre unitarios y federales. Mis veranos de vacaciones transcurrieron en ese escenario de río y costumbres provincianas. La memoria infantil es por retazos, pero no es zonza en su recuerdo; también, retiene detalles ¿Para qué? El detalle es la flor del jardín de la memoria; el corazón de la fruta, su néctar, el perfume único, la semilla nutricia.
La flor de mis recuerdos son los relatos de mi padre, escenas imborrables de un pueblo-país que perdura en el ejercicio de mi profesión como artista y que fue anidando como un camino de vida, un “paraíso recuperado”, “aguafuertes porteñas y provincianas” que hoy busco en mi barrio o en la oscuridad de una sala de teatro y que vuelven con el eco de mi padre diciendo: “Después de la escuela, íbamos a estudiar a la casa de la maestra”. La casa de su maestra tiene un altar en mi hogar, en mis libros, en el latido del viento otoñal y mis caminatas ¿Qué dice su voz en mi memoria? Que la escuela y la casa de la maestra eran un solo escenario, porque, lo que terminaba en la escuela se prolongaba en la amabilidad de una tarde de pueblo con compañeras/os de una escuela viva.
Cuando sentimos una soledad social, un abandono comunitario, buscamos en el pasado. ¿Acaso la nostalgia? Prefiero declarar mi nostalgia a una indiferencia metálica, que sólo atina a soportar la realidad. La memoria no es zonza; volver es comprender. Mi padre era un gran narrador, quizá, porque fue un caminador, un “trotamundos”, como solía definirse. Hijo de padre ferroviario, madre ausente, pueblo presente. Esa es la síntesis de su camino. Y dentro de estas tres expresiones anidan las imágenes literarias que más me interesa tejer: el tren, la maestra y su comunidad; la escuela, el Club Benjamín Matienzo, la Fiesta de San Roque y los bailes. Un derecho a todo eso: el derecho a su cultura y la conciencia plena de su merecimiento. No se pide permiso para vivir en la casa de uno. Siempre se supo merecedor del amor y la solidaridad de Villa de Soto. Sólo conoció el circo, el cine del pueblo, las fiestas patronales, los torneos de fútbol, los bailes y los varios oficios que aprendió.
Cuando escucho cómo se aniquila la cultura en el día a día y se repite hasta el hartazgo que la cultura es un gasto que el Estado no puede financiar, atino a recordar a mi padre. Cuando llegó a Buenos Aires por primera vez, se acercó a un kiosco a pedir algo de comer. “¿Sabés qué pedí? Un sándwich y una gaseosa. Tenía tantas ganas, porque si vos hablás con verdad, mirando a la cara, nunca nadie te va a decir que no”. Siempre se supo merecedor de las cosas, no por meritocracia, sino, por amor; porque conocía esa ruta que iba de la escuela a la casa de la maestra para tomar la leche y estudiar gratis. Eso me decía: “Nos enseñaba como si fuera una madre y nos daba la leche con unos galletones gigantes, junto a su hijo, que era también nuestro compañero”. Y en este país, muchas/os hemos sido amadas/os a través de lo que el Estado ha brindado a tantas generaciones. Sólo terminó la primaria; el resto lo hizo como un “trotamundos”.
El derecho a la cultura y al arte, también, encontraron un sitio en los bolsillos de su guardapolvo, pero, lo más significativo es la profunda conciencia que siempre tuvo de sus derechos. No era una dádiva, sino, la certeza de saberse merecedor, un saber otorgado por la escuela, el club, el pequeño cine y su maestra. Es la comunidad quien brinda los saberes, valiéndose de su bien más preciado: el Estado. El recuerdo de mayor impacto cultural en su vida fueron las funciones continuadas en el cine: “Moisés abrió las aguas y permitió que ese pueblo, que tanto había sufrido, cruzara”; recuerdo su conmovedor relato sobre un pueblo en busca de su destino. “Qué cosas, ¿no?”, me decía, desbordado por una profunda emoción al ver cómo era posible que las aguas se abrieran de par en par ¿De qué hablamos con todo esto? De la importancia de reconocer el valor intrínseco de las experiencias locales, sin pedir permiso para disfrutar lo que es parte esencial de la vida.
En la soledad de sus siestas infantiles, amacándose en una silla desvencijada bajo un árbol de mistol, con un libro en la mano, oyó la radio anunciando la muerte de Eva. Eso lo convirtió en un hombre de preciosas reflexiones, un trotamundos de las palabras. Nunca fue peronista o, tal vez sí, pero, nunca lo escuché decirlo de manera clara. “No se puede ser feliz entre infelices”, eso sí lo dijo siempre.
Nos hacen creer que el Estado nos es ajeno o que es un monstruo, cuya administración es como la de un kiosco, en el que somos niños-clientes a quienes les quitan las golosinas porque ‘hacen mal’. Pero, ¿qué alimento se nos ofrece?
¿La cultura es un gasto? Claro, cuando no podés comprar un churrasco, ¿qué te va a importar una obra de teatro o una película nacional? Las/os hacedoras/es culturales no somos las/os entretenedoras/es de la sociedad; somos profesionales que garantizamos que una comunidad crezca sana y libre.
Damos de comer a nuestras/os hijas/os, mantenemos una casa, hacemos lo que todas/os. Pero la cultura no es sólo un pasatiempo de fin de semana; es una labor. El arte y la cultura no son caprichos pasajeros, sino, derechos esenciales que cimentan nuestra salud psíquica, nuestros lazos familiares y sociales y los recuerdos más valiosos de nuestra vida. No trabajamos sólo para comer; la esclavitud, se supone, fue abolida. Trabajamos no para sobrevivir, sino, para vivir plenamente; de ahí el derecho a la salud. Trabajamos para entender mejor el mundo y ser agentes de cambio en él, por eso, existe el derecho a la educación ¿Cómo podría ser la cultura un gasto? La cultura, como diría Rancière, no es sólo un lujo, sino, un campo de disputa donde se redefine lo sensible, lo visible, lo que cuenta en una sociedad. Es la base de nuestra capacidad para desafiar el reparto de lo común y reclamar lo que nos pertenece: la dignidad de existir y crear.
La cultura es trascendente; fecunda nuestras generaciones y burla la muerte. Sin el derecho a la cultura, las sociedades son abrumadas o enloquecidas por una inconmensurable soledad: la soledad de uno mismo, la separación con la/el otra/o, el desgarro de no poder crear la compasión ni la sensibilidad, el ver morir o matar sin conmoción. La cultura es el puente hacia la vida en acto, vivida; nos revela como seres amando y unidos a lo esencial humano, incluso, frente a la desolación de la muerte. Cada vez que escucho que alguien repite: “la cultura es un gasto”, me duelo en el recuerdo de mi padre.
Nació en el otoño de 1947 y se fue en la primavera de 2023.
Gabriela Oyola es licenciada en Artes (UBA) y gestora cultural. Es autora de Cientos de pájaros volando, Arte en Acción, 2021. Vive en Liniers, Comuna 9, CABA.
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