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El cumpleaños del Pueblo

Hablar del 17 de octubre es conversar sobre el cumpleaños del peronismo, un sentimiento que nació ese día, fue atravesando tiempos, gentes, historias y todo aquello que se mueve dentro de un país que deseaba ese nacimiento. Soy hijo de un tipo, obrero, que estuvo ese día en la Plaza de Mayo en 1945, no sé si metió los pies en la fuente, lo que sé es que mojó su corazón en las aguas que lavaron la mirada de los pobres. Esa mirada nublada por la miseria, el ninguneo, la explotación, la ausencia eterna de la dignidad. Mi abuelo era un vasco llegado de Francia que laburaba en el campo, analfabeto, tan duro como la vida había sido por él. Comenzaba a trabajar en el tambo a las 4 de la mañana y terminaba su jornada con la caída del sol, o sea que en verano el día largo alejaba aún más a la esperanza de poder descansar. Enviudó muy joven y sus hijos de 7 y 5 años vinieron a la ciudad de Buenos Aires para ser criados por una tía, en el barrio de Villa Crespo. En verano, como premio de vacaciones, los patrones lo trasladaban de Martín Coronado, por ese entonces partido de San Martín, a otro campo de su propiedad en Longchamps, al sur del conurbano. Podía llevar a sus dos hijos para que vivan y se alimenten ahí los meses de verano. Pero su jornada laboral transcurría intacta, con un domingo libre por quincena, como se puede ver eran unas vacaciones extrañas. Desconozco su salario, pero razono que significaba una miseria. A partir de 1943 supo de un coronel que repartía promesas entre los trabajadores. Se corría la voz entre la peonada que esta vez era uno como ellos el que agitaba el avispero.
Las cosas empezaron a cambiar y mi viejo fue uno de los primeros en notarlo. Trabajaba desde los 10 años en un taller clandestino en Villa Crespo, ganaba muy poquito y cuando llegaba fin de mes salía apurado del taller, buscaba piedras para la honda y cazaba pajaritos. Al rato se sentaba a almorzar junto a su tía y la hermana y allí reaparecía ese mismo pajarito, pero rodeado de polenta.
Cuando Beltrán cayó en la cuenta de que su hijo adolescente nombraba a Perón muy seguido, entonces con ojos encendidos le advertía: “ojo con ese turro que se ríe de los pobres, anda en la radio diciendo que vamos a trabajar 8 horas, que a fin de año nos van a regalar un sueldo, que vamos a tener vacaciones, ¿nosotros, vacaciones de dónde?, nos toma por boludos…”. Su hijo insistió tanto que logró convencerlo para que un domingo vaya a un local a escuchar a un vecino del barrio que sabía de qué iba la cosa. El vasco Beltrán permaneció serio, pero se fue con ganas de creer que todo eso podría ser cierto, aunque pareciera una mentira.
A medida que las nuevas leyes fueron llegando a su golpeado cuerpo empezó a pensar que el pasado cruel podría ser eso mismo, un pasado. No entendía mucho lo que decían por radio, lo que comentaban los peones del campo, aquello que sorprendía en las conversaciones secreteadas en el almacén de ramos generales. Simplemente su sentimiento se fue despertando con nuevas sensaciones, hasta un peón le habló de “unidad” y se tuvo que aprender esa palabra. Una tarde de domingo le contó a sus dos hijos que veía a los peones contentos, hasta hablaban de política como los patrones, contó que un grupo de mujeres le explicó que había que acompañar al coronel porque los oligarcas lo querían voltear. Fue precisamente la cocinera de los patrones la que le enseñó, mate de por medio y hablando a bajo volumen, qué quería decir eso de la “explotación”, mi abuelo conocía otro tipo de explosiones. Qué barbaridad sufrir de algo y no saber ni siquiera cómo se denomina, por ende, no comprenderlo, pero bueno, esa oligarquía venía invirtiendo mucho dinero para que la ignorancia florezca y se mantenga vivita y coleando.
Mi viejo trabajaba en un taller cuando alguien vino a notificar que el coronel estaba preso, que había que ir a defenderlo en la Plaza. Al rato llegaron dos camiones repletos de laburantes y mi viejo se trepó, le hicieron un lugar para que no corra peligro, el reciente militante popular ya tenía 17 años.
Una vez contó mi viejo que cuando Perón salió al balcón se sintieron menos solos, como sabiendo que todos eran uno. Fueron felices cuando el coronel gritó con firmeza: “trabajadores”, fue como un bautismo, justo a ellos, los que no tenían nombre.
Si bien es sabido que el peronismo actúa en política estoy seguro de que la excede porque se mete en muchos lugares, sobre todo en el nervio del agradecimiento, y desde allí se lanza por todo el cuerpo. Lleva oxígeno popular, libera, construye nuevos tejidos, quizá sea la hemoglobina que corre por los caños de los barrios. Me causa gracia la gente que pone cara de seria, hace gestos de interesada y te pregunta: ¿qué es el peronismo? La pregunta que siempre deja en orsay. O aquellos intelectuales que lo dividen y hablan de los dos, tres, cuatro, veinte peronismos, uno por cada desagradecido, ¿pensarán que si son muchos entonces están disculpados por no entenderlo?
Ya saliendo de la adolescencia mi viejo ingresó en una fábrica maderera ubicada en Almagro, hacían varillas para marcos, ese recuadro trabajado en pintura o dorado que se veía alrededor de los cuadros y retratos. Tenían muchísimo trabajo, pero un día la fábrica se incendió. Mientras la reconstruían mi viejo armó un taller en el fondo de su casa, en la calle Padilla y Juan B. Justo, junto a dos de sus amigos. A pesar de la bohemia e inconsciencia consiguieron muchos clientes, los números sonreían en un cuaderno viejo y se recostaban en los bolsillos de los tres. Comenzaron a recorrer cafés en donde se presentaban las mejores orquestas de tango, ellos seguían a las de Troilo y Pugliese. Enseguida cayeron en la cuenta que podían hacerle una visita al sastre del barrio y encargarle unos trajes. Días después llegó el sábado del estreno, se empilcharon como dios manda, se calzaron un sombrero tanguero, lustraron esos zapatos negros de la avenida Corrientes y abrieron un vino para festejar. Chávez, uno del trío y que años después fue mi padrino, confesó que al verse los tres en el espejo casi no se reconocieron, jamás soñaron verse así, es más, parecían patrones y no obreros. Cayeron en la cuenta de que los obreros ya no eran el último orejón del tarro, que se podían vestir de modo elegante con ropa comprada con su sueldo, planificar ir a cenar y luego bailar con la música de Pichuco y los suyos. Las emociones fueron tantas como los vasos de vino que desfilaban humedeciendo el alma con una dignidad nueva. El espejo seguía ahí, se entusiasmó con eso de seguirles la corriente y regalarles imágenes de sueños, era un esbozo de la magia como una realidad efectiva. Pasaron las horas, la borrachera pintó su propio cuadro de felicidad y no salieron a la calle, simplemente ascendieron al cielo de los pobres, un cielo que hacía poco se había teñido de azul, dejándose ver sin prisa por las calles de Villa Crespo.
Ahora el viejo Beltrán visitaba a sus hijos todos los domingos, porque los tenía libres. Trabajaba en la semana ocho horas, los sábados hasta el mediodía, incluso se dio una vuelta por el hospital de San Martín por un ataque de tos que no paraba. Siempre llegaba con regalos que compraba alrededor de la estación Federico Lacroze, donde bajaba del tren Urquiza.
Los domingos se reunía toda la familia numerosa a comer algunas delicias de la comida vasca, pero había chanzas desubicadas, golpes bajos, discusiones, chicanas de la gilada envidiosa, producto del resentimiento barato de algunos radicales y conservadores que aborrecían el nuevo tiempo y el resurgimiento de los pobres. Por eso mi viejo teorizaba que Perón inventó la política, porque esas discusiones no existían en el pasado, tanto radicales como conservadores charlaban e intercambiaban opiniones al respecto con tanta educación como indiferencia por los trabajadores.
Uno es como es y viene con marcas desde fábrica, pero, sin duda, el entorno socio-político hace su tarea, se mueve delineando vidas, sueños, costumbres y va abriendo caminos, sentimientos y descubrimientos, tanto afuera como adentro de uno. Seguramente a tipos como mi abuelo ese contexto logró ablandarle el cuerpo, le hizo poner en la voz un tono paternalista, ciertos gestos que parecían desconocidos, comentarios de una solidaridad de estreno, claro, si a un pobre le dan la dignidad que se merece también se va a recostar en los valores. Como decía el viejo Torcuato Di Tella: “yo soy educado porque tengo plata”.
Pasado el año 1950, el vasco Beltrán empezó a toser seguido, se temía lo peor, la visita de una de las enfermedades de moda, la tuberculosis. Lo internaron en un Hospital Público, el Rawson de Parque Patricios. Empeoró rápidamente, cada vez que lo visitaban se veía más débil y la tos se tornó una compañía constante. Preguntaba cómo estaban las cosas en las fábricas, en el campo y escuchaba con atención rogando un futuro que ya había llegado. Una mañana mi viejo ingresó a la sala con más preocupación que nunca, la hermana no quiso entrar porque no podía controlar el llanto. Se sentó junto a Beltrán, que abrió los ojos luego de un esfuerzo titánico. Le acarició las arrugas de la cara, esas mismas de tantas luchas, pero no quiso hablar. Las lágrimas iban por su cara sin avisar, calló como pudo, entonces fue el viejo vasco quien habló:
-No, Guillermo, no tenés que llorar, si yo estoy contento, vos pensá que por fin me voy a juntar con tu madre…
La muerte había llegado a horario y le cerraba la puerta en la cara a los buenos, como siempre.
Muchos años después, una gran mujer, médica y poeta, extraña conjunción, me dijo con cariño:
-Ah, pero vos sos nieto de un poeta.
-No sé, por ahí soy nieto de uno que entendió al peronismo…
Jorge Garacotche es músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15, CABA.
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