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¿Cuántos años viven los fantasmas?

Era una tarde más, pero, esa, específicamente, quedó clavada como un estigma en mi memoria. Recuerdo a mi abuela cerrando, apresuradamente, la persiana del comedor, febrilmente, diría, con mis once años no llegaba a dimensionar qué significaba esa cadena nacional, los comunicados numerados, que empezaron a arreciar y una sensación creciente de terror que se extendería los próximos siete horribles años.
“Comunicado Nº 1: Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las FF.AA. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”.
La persiana de madera, la reja y los vidrios de la ventana, nos separaban de un tanque de guerra del ejército, que había subido a la amplia franja de pasto de mi vereda. Un tanque de guerra como símbolo suficiente de un poder asesino, que se manifestaría en una dimensión antes impensada. Recuerdo no dar crédito a mis ojos, mientras que esa enorme máquina verde dejaba de verse, conforme se cerraban los intersticios de la persiana, pero, allí estuvo largas horas. No me dejaban asomar al comedor. Cada tanto, algún adulto chequeaba si aún permanecía allí. No recuerdo cuanto tiempo estuvo, pero, la foto probó ser eterna en mi mente, digo foto, porque tengo memoria fotográfica.
Dentro de las posibilidades de mi discernimiento infantil, comencé a cuantificar lo que nos protegería, a mi familia y a mí, de ese afuera hostil ¿Las paredes resistirían una bala de ese tanque? De no ser así, ¿estar en la parte trasera de la casa salvaría nuestras vidas? Las nuevas ventanas de hierro, del piso superior, ¿serían suficiente protección contra las municiones? Esa misma noche le pregunté a mi madre acerca de eso: mamá, ¿las balas pueden atravesar estas ventanas? Sorpresa y ausencia de una respuesta fueron una en el rostro querido. Sólo seis años antes, en un episodio de inseguridad, en su trabajo, mi madre había recibido un balazo en la arteria femoral de su pierna izquierda, de modo que, desde siempre, las balas y las armas, en general, me han producido horror. Pero, ¿un tanque? Era excesivo. Inabarcable para un niño.

Mi infancia toda fue arrasada por el miedo. Pregunté lo mismo a mi abuelo y a mi padre. Las respuestas fueron vagas, disuasorias. Para ellos, no debían existir en mi mente tales miedos. Los adultos suponían que ignorar mi preocupación daría por resultado que yo, tarde o temprano, olvidaría el tema.
En este punto del relato pido sinceras disculpas por la autorreferencialidad de este contenido. El llamado Proceso de reorganización nacional empezó, para mí, con ese símbolo de poder bélico inusitado en mi vereda. Una sensación similar me invade con respecto al tema Malvinas, el sorteo radial y la sentencia: 994, marina…, ambos son sucesos que atravesaron y atravesarán toda mi vida, marcados a fuego en mi psiquis. Me sigue pasando por el cuero y la sangre ese temor visceral, el mismo que sería, largamente, confirmado en un derrotero siniestro, que, sin comprender cabalmente, me fue llegando de a pedazos: por dichos de terceros, porque sabíamos que más de tres personas juntas en la calle era subversión, término que se instaló con lamentable fuerza, y más sinsentidos que nos acorralaron.
Ciertamente, hay miles de relatos del verdadero horror en primera persona, que incluyen tortura y muerte, lo mío son simples aguafuertes, coleccionadas por azares insondables. Ahora, mis recuerdos de infancia se abisman y conduelen en el injusto dolor de los que fueron víctimas y sus familias, yo no lo fui.
Avanzó mi adolescencia, para saber que, en ciertos lugares públicos, se corría peligro. Como en esas proyecciones no autorizadas, a las que comencé a asistir con compañeros del secundario, en un auditorio pequeño del Banco Credicoop, cercano a la peatonal de Quilmes. Allí, conocería el miedo a las razzias, desalojando aquel sitio apresuradamente, ante alertas que nunca supe de dónde provenían. Ese miedo indeseado, absurdo se combinaba con la fascinación de acceder a películas prohibidas por la dictadura. Pero, mi adolescencia no olvidó jamás aquel tanque de guerra.
Inocentes del horror que se cernía sobre los argentinos, desde un Estado asesino, con los amigos de entonces cantábamos “Para el pueblo lo que es del pueblo” de Piero, por esa misma peatonal Rivadavia. Y, tranquilamente, podríamos haber sido “chupados”. Andábamos por la vida sin saber que el pozo de Quilmes existía y estaba tan horriblemente cercano.

En la misma época, en las aulas del Nacional de Quilmes, todos nos burlamos de un compañero, que, allá por 1982, contó que su madre escuchó, desde la parte trasera de un camión, bajando por Colón hacia el río, que una amiga le gritó: “me llevan para matarme”. Nada se sabía, ninguna certeza nos alumbraba entonces, todos eran rumores.
Finalmente, yo mismo tuve una negra epifanía, volviendo de madrugada de una reunión en casa de amigos, tipo 3 am, bajé de un 278, en Avenida 12 de octubre y Avenida La Plata, bastantes cuadras, todas oscuras, me separaban de mi casa, elegí la vereda oeste, la de una antigua casona de 1751, que fue posta de recambio de caballos en la época de Rosas, parte del antiguo Camino Real. Enfrente, los pastizales me hubieran impedido transitar.
Me detuve inmediatamente al ver un Falcon, venía solo por Avenida La Plata, nadie detrás del vehículo hacia el norte, ningún auto hacia el sur y absolutamente nadie hasta donde abarcaba mi vista. El horrendo Ford avanzaba hacia donde yo estaba y, sin pensarlo, me sumergí en la hiedra que cubría el alambrado perimetral de la casona. Ese auto circulaba sin luces, a una velocidad muy baja, frente a mi improvisado escondite estaba el portón, supuestamente clausurado, de una metalúrgica y siderúrgica abandonada, luego de su vaciamiento. Dicen que fue el primero en la Argentina como modalidad, se trataba del enorme predio de Crislodinie. El auto del consabido color verde encaró ese portón, que, sin mediar luces o bocina, se abrió, el Falcon entró y las luces de stop fueron las únicas que vi. El portón se cerró lentamente. No vi a nadie.
No sé cuánto tiempo esperé, con el corazón que saltaba del pecho, temiendo que, si salía, como único testigo de aquel hecho, también yo caería en las garras de esa maquinaria de muerte, que ya no podía negar, lo había visto. Ninguna explicación lógica podría aclarar aquel hecho. Insisto, esperé mucho y no pensé en las arañas que pudieran habitar la hiedra. En un momento, corrí hacia la esquina y me perdí en la noche por la calle Corrientes, hacia mi casa, haciendo zig zag en cada bocacalle, hasta Avenida Rodolfo López.
Años después, vecinos de la marmolería local, ubicada frente al predio mencionado, me hablaron de tableteos de ametralladora en la madrugada. Mucho más tarde, accedería a la lectura de Nunca más, para cuantificar, finalmente, el horror y la barbarie asesina.
Y, desde entonces, me pregunto, en todas mis edades, con asombro sincero: ¿cuántos años viven los fantasmas? Porque, han pasado más de 40 años y, aún, embrujan mis sueños. Muchos de mis cuentos se originan en pesadillas que transcribo. Y, allí, están ellos, vivos aún, fantasmas de una época que es transversal a mi infancia y pre adolescencia, por eso escribo, para ahuyentarlos.
Sublimar en literatura mis miedos y dolores es lo que sé hacer, es un don que recibí, casualmente, a los once años, en la época del tanque de guerra. Y comencé a escribir poesía, porque lo que yo no podía decir, la belleza catártica del poema lo expresaba crípticamente, en metáforas decía y no decía aquello que era innombrable. Muchos años después, parafraseando a García Márquez, frente al pelotón de mis fantasmas, escribí este breve cuento:

Secuestro
Alguien está soñándome. Ya lo había anticipado un norte perpetuo que no pronuncia sílaba alguna, pero que impone y rige desde su guarida inmaterial.
No resisto lo impredecible de esa imaginación arbitraria y nocturna que me crea. Son tres generaciones las que amasaron el mismo barro. Son incontables los parpadeos antes de ese sueño y aunque se insiste en pensamientos iluminados la oscuridad triunfa al cerrar los ojos. Cada trece años se produce otro ser, acontece en un sueño aparentemente intrascendente.
Esa noche desmontan todas las sombras de sus altos corceles de sangre.
Cuando me soñaron alguien conducía un auto y atravesaba un paso a nivel ferroviario, la conmoción al pasar sobre las vías fue un alumbramiento, dos seres que se desdoblan y con sorpresa se miran uno al otro, se desconocen pero están sentados lado a lado en el amplio asiento delantero de un Falcon viejo. Estos desconocidos familiares no comprenden lo ocurrido y los embarga una profunda desconfianza, es a la vez empatía y perplejidad, es familiaridad y peligro.
Es todo lo que hay, sin datos de realidad, sin más explicaciones. Luego se cierne una dolorosa penumbra en las esquinas donde gira ese auto.
Trato de imprecar a aquel que me sueña, si logro despertarlo no existiré. Lo intento con todas mis fuerzas. Pero puedo sentirme, a bordo de ese auto que se detiene y al que suben a empujones a un joven ensangrentado, son dos más que lo patean y lo golpean ferozmente. Deseo despertar, pero ya no sé si soy el que conduce o el que apareció a su lado.
El chirrido filoso del violento arranque, el olor enrojecido de los neumáticos quemándose contra el asfalto quieto, el sonido seco de los puños sobre ese cuerpo que no se defiende ni reclama, sólo sangra, todo hace imperativa mi necesidad de despertar por sobre cualquier pensamiento. ¿Pero cuál de todos estos seres soy yo?
Hay noche encerrada que pugna por amanecer, y sueño de nuevo que atravieso las vías a bordo de este auto y veo por primera vez la mirada torva de mi predecesor y me pierdo en mi propia conciencia circular donde todo es relativo, incluso la muerte.
Recorro la noche como cazador suplente de almas y hay una diagonal en el aire que marca la sombra azul del camino y un trazo verde y violento que peina en cuadrícula algún barrio pobre.
Ahora siento que replican consignas atroces los que serán masacrados. Cuando me despierte afortunadamente no existiré, pero todos mis pasados incluirán un monstruo.
(13/07/17)
Fernando González Oubiña es actor, autor, docente teatral y gestor cultural. Ha sido galardonado con importantes premios y distinciones internacionales. Vive en Quilmes, provincia de Buenos Aires.
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