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Vida, pasión y trance del lunfardo

Celedonio Flores

¿Sólo a la primacía temporal de un creador sobre otros se refería Dante cuando aludió, harto lúcidamente, a la poesía como “la gloria de la lengua”? Ambigua como todo mensaje humano y, muy especialmente, en estas lides, esa bella aseveración se presta, sin duda, a distintas y hasta diversas interpretaciones. Pensemos, si no, en aquella vieja admonición de algunas Academias acerca de que su tarea “limpia, fija y da esplendor” a la lengua que dicen custodiar, en busca de una inmaculada pureza, casi, inconcebible y pensemos, también, en aquellas nuevas y fecundas teorías, no sólo de la lingüística, que entienden, hoy, como evidentemente mestiza a toda lengua, incluso, por su carácter ineludiblemente orgánico, de cosa viva, en permanente digestión y mutación.

Si me tocara opinar sobre el asunto, aquí apenas rozado, me animaría a pretender que una verdadera bifurcación se inserta entre los conceptos -por no llamarlos hechos- de lengua viva y lengua muerta. No es lo mismo, por supuesto, la, a veces, acabada perfección de una lengua congelada por la muerte, no hablada por nadie, que la inevitable transitoriedad y cambio de una lengua trabajada por el uso, es decir, por la vida.

Los compadritos de Borges nunca hablaron lunfardo. Por eso, quizás o a pesar de eso, se volvieron universalmente prototípicos, convertidos en “la secta del cuchillo y del coraje”, pero, piadosamente mudos, lo que no es sino otra forma de ocultar su origen. El lunfardo argentino -en realidad porteño-, como tantos otros, y así lo hace notar, también, Eduardo Romano en su Breviario de poesía lunfarda, publicado en 1991, nació como dialecto digamos especializado de la gente del hampa de Buenos Aires o sus alrededores, que pretendía mantener sus diálogos (muchas veces, sostenidos en la cárcel) apartados del ubicuo y atento oído de la policía. Esa prosapia lo convierte -para los argentinos- en nuestra picaresca y, no es casual, que ella adopte en nuestro medio tintes, a mi modesto entender, directamente sombríos, cuando no siniestros, en contraposición con el estallido de vitalidad y de luz que, a veces, nos pareciera entrever en otras culturas con respecto a un dominio semejante. No es lo mismo la lucha por la vida, a veces, feroz, a veces, despiadada, que caer directamente en la llamada mala vida, aunque, los límites no suelen ser demasiado precisos -especialmente, cuando están taloneados por el hambre.

Carlos de la Púa.

Aquella intención original de ocultamiento, se muestra, igualmente, por ejemplo, en otras variantes o vías paralelas del hablar porteño, asimismo, de probable origen delictivo, como podrían ser el vesre o el jeringoso. Que, a veces, convivieron y, a veces, se integran, desde la gran corriente viva del lunfardo, con nuestra prototípica y durante mucho tiempo representativa habla popular argentina, aunque, de hecho, fuera esencialmente originada en Buenos Aires. Y, también, aquel carácter siniestro que me permití adjudicarle a sus comienzos, sin duda, ha de tener que ver con la violencia cobarde del machismo, curiosamente enancada con el infame vivir, explotando a las mujeres, incluida la propia o el rechazo instintivo o visceral, cuidadosamente razonado, por toda forma de trabajo. Circunstancia que, si nos dejáramos llevar, no tardaría en desbordarnos hacia los riesgos de alguna enésima pretendida interpretación de toda nuestra compleja vida social en la Argentina, que incluiría, también, el peso desmedido que (aún en los niveles más inimaginados) la goliática Buenos Aires pretende adjudicarse sobre el entero, enorme cuerpo, prácticamente desierto, del país y cuyas múltiples consecuencias, como las últimas estribaciones de una demoníaca cordillera subterránea de repente aflorada, se siguen alzando, quizá, todavía, frente a nosotros, hasta hace poco e, incluso, en nuestros propios días.

De algún modo, el material que presenta esa lograda antología nos permite volver a percibir algunos hitos trascendentes de ese proceso, que no es sólo lingüístico o letrado, como vimos. A diferencia de la literatura gauchesca, que compitió con la lunfarda por nuestra representación nacional y que no fue directamente fruto de nuestros paisanos, sino, de gente letrada, el origen de la poesía en lunfardo se encuentra en textos directamente redactados por sus protagonistas. Curiosamente, como ocurrió con el tango, otra expresión afín, también, en busca de nuestra representatividad y, tantas veces, directamente empapado de lunfardo, hay momentos en que su expresión poética convive con la gauchesca, a veces, en la misma persona, como es el caso de famosos payadores habitualmente camperos que, para cantar en la ciudad, cambiaban de lenguaje, aunque no de instrumento.

Por si no ha quedado claro, quiero explicitar que no tengo pruritos de pureza tampoco en estas lides. Toda lengua es legítima, inclusive, por su uso. Y toda lengua tiene derecho a aspirar a conseguir aquella gloria que Dante supo prever y concretar para el “vulgar ilustre”, la lengua cotidiana llevada a su esplendor. Para nuestro lunfardo, eso comienza a concretarse con algunos creadores y, de manera nada insólita, también, con algunos textos. Me refiero al indeleble Batiendo el justo, de Felipe Fernández (Yacaré) o, dentro de ese libro consular que fue La crencha engrasada, escrito por Carlos de la Púa -otro de los seudónimos del Malevo Muñoz, un escribano de La Plata-, a un texto tan imborrable e inefable como Hermano chorro. Me refiero, también, al genio vivísimo de Celedonio Flores y, ya directamente en nuestro tango, al talento y a la sensibilidad creadora de nuestros dos Homeros, Manzi y Expósito, del indeleble Enrique Santos Discépolo y tantos otros. En el camino, los lejanos orígenes delictivos (como suele ocurrir) trastruecan su sentido y, así, Alcides Gandolfi Herrero y, luego, Álvaro Yunque modifican el primitivo enfoque carcelario para hacerle tomar la perspectiva de los humildes, sí, pero, trabajadores e, inclusive, combativos.

Daniel Giribaldi.

Por allí, leyendo, como era inevitable, uno se redescubre tarareando tangos que ya forman parte vital del inconsciente colectivo de los argentinos o de nuestra propia experiencia personal y, en los cuales, el lunfardo se sublima en el mejor sentido, volviéndose, a la vez, sentimiento y estilo, pasión y reflexión. Pero, algo pasó en la Argentina, como comunidad, allá entre las décadas del cuarenta y del cincuenta. Algo se quebró, algo se perdió y sería muy largo el intento de husmear las razones. Digamos que el tango -y con él lo lunfardo- desaparece, prácticamente, de la memoria y de la escena nacional, tocándole, a partir de entonces, a quien pretendía representarlo todo, admitirse, también, como típica expresión de minorías.

La negación o la nostalgia, en el fondo dos caras de lo mismo, suelen ser los mecanismos empleados para elaborar la consiguiente frustración. En arte, sin embargo, esos momentos suelen ser, igualmente, productivos, aunque, de tipo distinto, con otra intensidad. Así, hemos visto, posteriormente, cierto florecer de nuevos cultores del lunfardo entre los argentinos, algunos de ellos poetas ya formados, como el inefable Daniel Giribaldi, autor de los milagrosos Sonetos mugres, o, también, Nydia Cuniberti, cuidadosa artesana, que representan momentos de relativo brillo para la vieja brasa, todavía avivada hoy por ciertas brisas. Con ellos, cerró Eduardo Romano aquella antología, en la que incluye, a modo de colofón, también, la producción de una cuasi institucionalizada Academia Porteña del Lunfardo, que hubiera resultado, sin duda, llamativa para los primitivos creadores originales. Y que nos devuelve, quiérase o no, a la cuestión inicial, ¿podrán -pudieron- las Academias, sean ellas cuales fueran, mantener viva a alguna lengua que murió?


Rodolfo Alonso es poeta, ensayista y traductor.

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