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Rimbaud, pasado o presente

Arthur Rimbaud. Foto: Étienne Carjat.

(Publicamos esta nota que nos envió Rodolfo Alonso en diciembre de 2020 como colaboración para nuestra revista Con Fervor. Y lo queremos hacer, especialmente, como un homenaje post mortem al gran poeta, traductor y ensayista que fuera colaborador de nuestra revista desde su inicio).

 

Con una intensidad hasta entonces, prácticamente, desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo, por entonces, opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo pasado, precisamente, entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos, no demasiado voluminosos, libros vinieron, sin embargo, a trastrocar, en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio, sino, también, la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado, magistralmente, Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciséis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos del 48 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear, impetuosamente, aquellos límites que intentaron confinar a la poesía, para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.

Más cerca de la experiencia que de la literatura y, por lo tanto, más próxima, felizmente, a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría, algo más tarde, como “la vivencia de la verdad”), antes que en un mero ejercicio retórico. Al mismo tiempo, esta escritura, sin duda revolucionaria, pero, también, tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora, iba a concretarse -tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé-, en la potenciación de un lenguaje, a la vez, específicamente poético y deslumbradoramente humano.

Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan, aún, dentro de lo acotado de su existencia -tan sólo unos treinta y siete años, desde su nacimiento, en la ardenesa Charleville, hasta su fallecimiento, el 10 de noviembre de 1891-, donde el momento, digamos, de incandescencia se concreta en un período inicial y mucho más breve. Entre 1871 y 1873, no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la reveladora Carta del vidente, sino que, también, echa a navegar El barco ebrio y el soneto a las Vocales; inscribe, para siempre, en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones; y retira de imprenta, apenas unos pocos ejemplares, de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida, también, signada de significación. Desde la estruendosa escapada con Verlaine, hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna, que nació en el 70, para ser masacrada al año siguiente.

Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos, más bien, a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras, las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse, infructuosamente, de su contagiosa reverberación, quizás, me animaría a sostener, con humildad, pero, no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero, una poesía que implicaba, por supuesto, mucho más que una mera actividad literaria.

En el mejor estilo del poeta maldito, pagó con su propia vida los límites que traspasó, pero, también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y, quizás, el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca vida literaria (denominación contradictoria si las hay) se cifra, sin duda, en su espontáneo llamado a silencio y en su, también voluntario, abandono de toda posibilidad de subsistencia, digamos, convencional. Un abandono que puede ser, también, huída o entrega, pero, un silencio que, sin embargo, habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.

Porque, otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero, justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que, para tantos, constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del vidente -como es sabido, dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías– recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia, que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.

Nunca, quizá, como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero, también, de algún modo, con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz, no sólo, de influir en las concepciones estéticas, sino, directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero, sobre todo, por otra dialéctica, también, interna, orgánica, diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático, cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra -vida y poesía- no pudieron dejar de verse signadas.

Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá, tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así, se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre, contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos, como dije, nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio, indudablemente, con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o, simplemente, por no atribular, todavía más, a su crédula hermana. Y, así, se llegó, también, hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto, fraudulento, que sirvió, sin embargo, para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.

Paul Verlaine y Arthur Rimbaud.

Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje, porque, también, forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto, prácticamente, orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse, de algún modo, una carencia, hace la poesía, no obstante, su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó, en nuestra época, a un Ludwig Wittgenstein (“Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica”), la poesía intenta extraer, justamente, su capacidad para decirlo todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta, en cierto modo, heráldico, fue, sin embargo, subtitulado, por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas, sin más, a meras ilustraciones.

Lo que, también, resulta singular en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos, digamos, históricos y, a la vez, de qué forma, también, sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo e, inclusive, se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que, una y otras -vida, época, poesía-, se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad, como intuímos, congénita del lenguaje humano, de la cual, justamente, la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.

No ha de ser, entonces, responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene, aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente, de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen, todavía hoy, una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es, hoy, una lengua viva o una lengua muerta.

Porque, es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad, prácticamente entera, parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer; es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido, no sólo, a la pasión, sino, directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que “Es necesario ser absolutamente moderno”, puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.

Porque, si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir, alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud, sino, como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del “tiempo de los ASESINOS”, pero, también, que vendrían en su estela “otros horribles trabajadores”, aquel que imaginó, el primero, al poeta como “encargado de la Humanidad”, pero, que supo percibir, al mismo tiempo, que “Yo es Otro”, aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y, al mismo tiempo, plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra toda manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente, porque “Toda luna es atroz y todo sol amargo”, ha de seguir incitándonos a “cambiar la vida”.

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