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Que entren quienes quieran

El espacio de la cultura y la comunicación, entendido como lugar de configuración de sentido, es crucial en el escenario político actual. Qué es bueno, qué es malo, qué es mentira y qué verdad; lo feo y lo bello, son todas construcciones sociales, simbólicas. Para ilustrar esta concepción nada mejor que el ejemplo de la construcción del malo de Hollywood. En los 70 y 80´s, durante los años de la Guerra Fría, en las películas norteamericanas los malos eran, usualmente, soviéticos; en los ‘90 empezaron a ser árabes; en el principio del siglo XXI, aparecieron los latinos narcotraficantes; y, últimamente, en algunas series, empezaron a aparecer unos chinos que son malísimos. Ah, claro, y los buenos, siempre, son blancos y norteamericanos. 

El punto es que el mal no es absoluto, se construye. Lo justo, tampoco. Son concepciones que se generan y mutan en el espacio de la configuración de sentido. Ese espacio, en donde conviven múltiples relatos, imágenes, textos, opiniones y noticias, no es otra cosa que el campo de la cultura y la comunicación. Este campo de construcción de sentidos, en nuestro país actual, es un espacio de disputa que se desarrolla desde distintos flancos. El ecosistema de la cultura y la comunicación incluye múltiples lenguajes y actores, disciplinas artísticas, diversos canales y, muchísimos, actores sociales. Los autores/as, creadores/as, músicos/as, actores y actrices, productores/as, gestoras y gestores culturales, técnicos, periodistas y otro oficios y profesiones culturales, son trabajadores que aportan contenidos a la fábrica de símbolos y sentidos que da forma a esa totalidad, más o menos caótica, crispada o armónica, que llamamos realidad.

El sentido, hoy, está fragmentando ¿Qué es justo o cierto? Según dónde lo mires. Siempre existieron miradas y opiniones distintas, pero, actualmente, conviven en tensión dos sentidos comunes aparentemente contrapuestos, enfrentados. La grieta es una construcción cultural más que hace a vivir a los argentinos en realidades diferentes, de acuerdo a la posición política en que se encuentren. 

Ahora bien, en lo que sí hay consenso es que, se mire desde donde se la mire, la crisis económica impacta en todos lados. Todos y todas sufren los embates de esta tortuosa hiperestanflación que se vive, también, los trabajadores de la cultura. Cierran librerías, teatros, cines, centros culturales, editoriales, radios y diarios. Periodistas, locutores, editores, actores, guionistas y un largo etcétera pierden o reducen, sensiblemente, sus trabajos. La crisis pega de lleno a la cultura. Aunque, con excepciones. La excepción a la regla la constituyen, hoy, las recientemente fusionadas industrias culturales y empresas de telecomunicaciones; quienes muestran niveles de facturación record y un despliegue económico sólo comparable al de los commodities agropecuarios y el sector financiero. 

Se observan entonces, también, dos realidades económicas en el campo de la cultura y la comunicación. Y, para entenderlas, es necesario incorporar la crisis tecnológica que implica la revolución digital.  Este solapamiento de crisis económica y tecnológica incluye, por un lado, una problemática económica propia de la producción cultural tradicional –el consumo cultural cae junto con el ingreso de las familias–, que lleva a las industrias culturales y de la comunicación a mostrar caídas preocupantes. Pero, por otro lado, la nueva producción cultural que se configura, a partir de la convergencia digital, genera, de manera masiva, un nuevo tipo de hábitos culturales, que se apoyan en el uso intensivo de Internet y el smartphone y que no sufren el impacto de la caída económica, en tanto facturan a partir del cobro de sumas fijas mensuales, siempre iguales o con tendencia a la suba, más allá de cuánto varíe el ingreso de los hogares. 

Foto: Daniela Bedoya.

De esta manera, el impacto en la cultura de la crisis económica, más que una destrucción masiva, implica una fabulosa distribución del ingreso desde artistas, creadores y pequeñas empresas culturales e infocomunicacionales, hacia las grandes empresas fusionadas de la cultura y las telecomunicaciones. Una especie de reconcentración económica de lo que ya estaba concentrado. 

¿Y entonces? Entonces, el Estado. Tal como señala la Declaración Universal de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) sobre la Diversidad Cultural del año 2001, es el Estado quien debe garantizar la diversidad, a través de la definición de una política cultural que se aplicará a través de los medios que el Estado defina, como apoyos concretos o marcos regulatorios apropiados. Y, en este panorama actual de concentración, en este escenario de sentidos enfrentados, el Estado tiene que re posicionarse como el garante del bien común. No puede elegir bandos. Más que pensar en batallas, un Estado nacional y popular tiene que apostar por una cultura diversa y fuerte que integre, que contenga todas las expresiones y miradas, como forma de garantizar los derechos a la libertad de expresión, a la información, a la identidad, al pensamiento crítico y a la cultura para todos los argentinos y las argentinas. 

Este enorme desafío incluye el diseño de una política cultural que despliegue regulaciones, normativas, programas y organismos que, seguramente, se organizarán de manera armónica y eficaz en la medida en que se orienten a la prosecución de los mismos objetivos políticos. El sector de la cultura y la comunicación, por su especificidad, está sujeto a legislaciones especiales, orientadas por particularidades como la propiedad intelectual, la libertad de expresión, la necesidad de fomentar la creatividad y la concepción del acceso a la información como servicio básico. Si los ejes rectores de esa política cultural están claros y definidos, entonces, los medios para alcanzarlos serán sencillos de planificar y desplegar.

Desde el Grupo Barolo (https://grupobarolo.wordpress.com), colectivo de militantes del campo popular y trabajadores de la cultura y la comunicación, se discutieron y propusieron, desde una perspectiva nacional, popular, democrática y feminista, cinco grandes ejes organizadores de la política cultural:

La veloz reconversión tecnológica ha masificado el uso, acceso y disfrute de la cultura por vía digital. Pero, todo el andamiaje de políticas y regulaciones organizadas para las prácticas culturales no se adecuaron a estos modos. Los derechos a la cultura y la comunicación no deben ser segmentados por edades ni por soportes de circulación. Para evitar que se generen ciudadanos de primera y de segunda, el Estado debe garantizar el acceso a la conectividad digital a todas y todos, lo que está en juego es el acceso a la información, a la comunicación y la cultura.

La cultura implica diversidad, pluralidad, culturas en plural. De otra manera, es pensamiento único, totalitario. El mercado, si no está regulado, en su afán por maximizar ganancias, no perseguirá la diversidad, menos aún, si la monotonía que genera concentración es más rentable. El Estado, a través de marcos regulatorios específicos y de políticas activas, debe trabajar para garantizar la pluralidad y la protección de los derechos laborales, previsionales y autorales de los trabajadores de las industrias culturales, especialmente, en su transición a los soportes digitales.  

La identidad nacional es el corazón de la cultura de un país. El Estado tiene que preservar, difundir y proteger su patrimonio tangible e intangible, su historia, su memoria y su futuro.

Una cultura fuerte es una cultura creativa. La creación tiene que ser fomentada en todas las etapas de la vida. Sin artistas, sin creadores y sin productores de contenidos culturales es imposible pensar en una cultura nacional viva. Para ello, el Estado debe acompañar y financiar la creación artística y la igualdad en el acceso a contendidos culturales.

El reconocimiento de múltiples identidades -basadas en cuestiones sociales, sexuales, lingüísticas o de cualquier tipo- es fundamental para garantizar el pleno ejercicio de los derechos culturales dentro de una sociedad. El Estado tiene que implementar políticas activas para incluir, fomentar y visibilizar expresiones culturales alternativas, comunitarias y no hegemónicas.

Un país normal, un país que se levante de estas ruinas en las que lo ha sumido el gobierno macrista es, sin dudas, un país con un proyecto nacional de cultura soberano. Quienes formamos parte del campo de la cultura y la comunicación tenemos que colaborar en la construcción de esa agenda ambiciosa, pero necesaria, por su fuerte papel en la socialización, la configuración del imaginario colectivo y el desarrollo democrático. Una agenda cultural, entonces, que recupere la dignidad, la libertad, la paz social y el orgullo de ser argentinos y argentinas. Una propuesta de país en la que entren quienes quieran.

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