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¿Qué cuerpo vendemos?

Respirar, dibujo de Maggi Persíncola.

Cuando fuimos arrojados y arrojadas al planeta Tierra, nadie nos preguntó: ¿cuándo y dónde querés nacer? ¿Con quién querés vivir? Como seres humanos, aparecimos encarnados en esa materialidad llamada cuerpo, el cual fue heredado de nuestros antepasados. Capa sobre capa, cual cebolla enjugada en años de cultura e historia.

En la Biblia, símbolo unívoco de nuestra civilización judeo-cristiana, se lee que Dios dijo: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Por ende, las personas humanas representamos lo bello, lo perfecto, el bien. Un cuerpo sacro. Ya Platón había sostenido la dicotomía cuerpo y alma. Un cuerpo que estaba a las sombras de un mundo ideal e inteligible.

En 1492, un cimbronazo repercute en el mundo. Aparece un nuevo territorio llamado América. Las estrategias hegemónicas europeas se agudizan para extraer las riquezas de América, África o donde sea. Divide y reinarás. Para ello, lo mejor son los cuerpos escindidos y desmembrados. Entonces, las huestes colonialistas amputan las almas para dominar a las minorías y transformarlas en no ser, aplicando sus políticas eurocéntricas.

En el año 1536, cambia el paradigma mundial. Nicolás Copérnico anuncia su teoría heliocéntrica. No somos más el centro del universo. Nuestros cuerpos se descentralizan.

Para traer un poco de calma, René Descartes, el padre del modernismo, retoma los conceptos de dicotomía alma y cuerpo. Dicha dualidad cartesiana marca una nueva postura racional reflejada en su famosa frase: “Pienso, luego, existo”. Descartes, con esta teoría, da fundamento al poder absolutista. Conformando, así, un sistema de control piramidal estatal. El rey Sol, con su corpus dorado y apolíneo de Dios, irradia, desde las alturas, disciplina y orden a los cuerpos de los súbditos.

La teoría cartesiana demarcó, durante siglos, una moral cristiana que narró un dualismo entre las categorías del bien y el mal, el paraíso y el infierno, el placer y el deber, el pecado y la obediencia expresado en la condena al disfrute sexual y el ocio. Ser un cuerpo productor, cristiano y adoctrinado a los mandamientos del Estado/Dios.

En algunas ocasiones, a los cuerpos grotescos se les permitió aflorar en las fiestas de carnaval, las ferias y el teatro popular, como una válvula de escape a esos primitivos deseos, favoreciendo las lógicas de control. El sistema institucional mantiene su objetivo de formatear los cuerpos hacia la docilidad. Michel Foucault, en su libro Vigilar y castigar, relata cómo, en el año 1757, fue torturado el condenado Damiens: “…sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente y azufre…”. Demostrando el uso del cuerpo como un eficaz y antiguo aleccionador de las ideologías institucionales. Obedecer para ser.

Tocar, dibujo de Maggi Persíncola.

A posteriori, explota la revolución francesa y burguesa que enarboló los valores: fraternidad, igualdad y libertad. Aunque, continuó siendo fiel a la postura colonialista cartesiana y de domesticación corporal. Gran muestra de esto es la guillotina, que terminó decapitando a su creador. Los cuerpos cayeron en el tobogán de la modernización.

La revolución industrial intentó seguir este derrotero. Se necesitaban más cuerpos que trabajen, produzcan y se reproduzcan, pero, que estén escindidos de sus sensibilidades, percepciones y reflexiones. Una corporalidad masificada en la alienación.

A principios del siglo XX, la explotación capitalista chocó contra un paredón. Las corporalidades de los sujetos registraron sus sentimientos y sufrimientos, se organizaron en rebeldía y revolución. Las guerras mundiales interpelan al ser humano en su existencia. Los cuerpos se deconstruyeron. Ya no son metáforas.

En la postguerra, con la gran espada de la fenomenología, aparece Merleau-Ponty, afirmando que el cuerpo es constituyente de la apertura perceptiva al mundo, como de la “creación” de ese mundo. Es una corporalidad que se teje sobre las experiencias y aprendizajes.

Ajustando la lupa sobre Latinoamérica, allá por comienzos de los ‘70, el Plan Cóndor, a través de las Dictaduras cívico-militares obsecuentes a los EE.UU., reprimieron, torturaron y desaparecieron personas. Las corporalidades absorbieron estas furias y las sintomatizaron. Para no desaparecer, una opción era esconder el cuerpo. Ser una corporalidad fantasma para sobrevivir.

Como un pájaro, hemos sobrevolado sobre la relación histórica del cuerpo, intentado realizar un abordaje crítico de los fundamentales debates contemporáneos con respecto a la corporalidad entramada en las dimensiones biológicas, psicológicas y socioculturales.

En esta posthistoria, observamos que el neoliberalismo busca la homogeneización con un plan estratégico occidental, blanco, racial, patriarcal, heretonormativo y hegemónico que pretende colonizar a través de la globalización, enmascarado detrás de las pantallas de los medios de comunicación, internet y las redes sociales.

Con la pandemia y las políticas del aislamiento, se disparó el uso de los dispositivos multimediales, generando grandes beneficios económicos, sociales y culturales a los poderes imperiales.

Ahora, la corporalidad subjetiva está envasada en una pantallita, donde se espejan las personas. Somos la cultura del cuerpo ciborg. Nos podemos relacionar y comunicar sin presencialidad física real. Sin sentirnos, ni tocarnos. Ser avatar de nuestra imagen.

Asimismo, los poderes hegemónicos usan la supuesta diversidad intentando generar una sola corporalidad con una identidad a medida, moldeada y homogénea. Además, los mismos, proponen la inclusión e integración de la negritud, los inmigrantes, las mujeres, los pueblos originarios, los homosexuales, etc. Con estas políticas socio-económicas y culturales nos ponen la etiqueta “made in Europa”, para que seamos funcionales al sistema o para freezarnos. Creando, así, cuerpos occidentales como artefactos para el consumo, vale decir, mercancía de cambio.

Con el discurso de la globalización se diluyen los límites. Lo particular concreto es absorbido por lo general abstracto. Lo singular de cada cultura territorial se pierde y desvaloriza. Esa mirada, esa caricia, esa palabra se desdibuja en un todo. Los cuerpos se moldean con formas normatizadas. Por ejemplo, en las propagandas con imágenes femeninas o masculinas delgadas, blancas y estilizadas. Observamos cómo, estratégicamente, utilizan estéticas ofertando un objeto para consumo. Priorizando símbolos y miradas.

Vivimos un juego cultural de desigualdades, de big data, de mass media, de tensiones geopolíticas hegemónicas, donde nuestra corporalidad es tironeada, interpelada, deconstruida y reconstruida ¿En qué lugar queda nuestra subjetividad, corporalidad, sentimientos, pensamientos y deseos?

Creemos movernos en libertad, pero, los sujetos estamos inmersos en un tiempo, un territorio, una sociedad y una cultura.

Quizás, en esta época de resiliencia podamos concientizar y reflexionar sobre nuestra corporeidad. Entonces, tomar una decisión política cultural que provoque un desafío personal, social y solidario. Un reto que nos permita acceder a una mejor convivencia comunitaria.

Tal vez, intentar ser felices.

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