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De escritores, libros e industria

Miguel Gaya.

Hace unos días, estalló una polémica en Facebook sobre los derechos de autor de los escritores y los límites a la apropiación gratuita de las obras. A raíz de ella, el poeta y abogado Miguel Gaya publicó, en SOCOMPA – Periodismo de frontera (http://www.socompa.info), una nota que los compañeros del colectivo de periodistas tuvieron la amabilidad de facilitarnos para compartir con nuestros lectores.

 

Un debate desbocado

 

Curiosamente, una pieza de humilde cortesía provocó el escándalo. Una escritora solicitó que su libro, subido sin su conocimiento, fuera quitado de la página, pero consideró que debía dar una explicación por el pedido. En una breve nota, alegó que los derechos de autor que protegían el libro constituían en rigor una fuente de ingresos con sentido alimentario, y que estos tiempos difíciles, también, lo eran para todos los escritores y trabajadores de la cadena de producción del libro.

Varios de los usuarios de la biblioteca se sintieron con derecho a disentir, defendiendo en general no la idea contraria (desconocimiento de los derechos de autor), sino el libre acceso a ciertas obras en internet. La incipiente polémica reflejaba, en prisma, todos los puntos de la agenda de los escritores, que se sumaron con sus diferentes argumentos.

Podría haber sido una ocasión inmejorable para un debate plural y enriquecedor. Si no se hubiera todo por la alcantarilla de los insultos y las agresiones. Una manada de vociferadores, en los dos bandos conformados, enturbiaron la discusión a fuerza de resentimiento, denigraciones y ofensas.

La polémica abortada se coaguló a la manera argentina: Cada cual adoptó una posición irreductible, se consideró personalmente agredido (convengamos que con razón), calificó como innegociables los derechos vulnerados, y todos quedaron a la expectativa para que quien demuestre ser más fuerte que el resto se lleve todo.

 

Un pasado ominoso

 

La discusión sobre los derechos de los escritores se planteó en el marco de una pronunciada caída de las ventas de libros. La Cámara Argentina del Libro (CAL) hizo público que la producción estimada de libros de papel hasta abril fue de 500.000 ejemplares, contra los 5.000.000 al mismo mes de 2019, un año de mal recuerdo también. Se estima que las ventas entre uno y otro mes registran un 80 % de caída, mientras que la caída del trimestre es del 40 %. La suspensión de la Feria Internacional del Libro, prevista para estos días, evaporaron las expectativas de ventas habituales, equivalentes a un mes entero de facturación. Son números que reflejan el impacto del freno brutal de las ventas, producto de la pandemia que obligó al confinamiento de media humanidad.

Sin embargo, desde hace años toda la industria viene sufriendo los efectos de una tormenta perfecta. Por un lado, asediada por cambios profundos en la conducta de los lectores, resultado de la digitalización de la vida cotidiana. Por el otro, jaqueada por la debacle económica y cultural de la anterior administración, que la dejó abandonada a su suerte, sin políticas públicas destinadas al sector ni planificación o discusión sobre la crisis. Si en 2016 se contabilizaron 57.000.000 de ejemplares producidos, a fines de 2019 no alcanzaban a 31.000.000. La mayoría de ellos duermen hoy en los depósitos.

Un presente confuso

 

Siempre resulta difícil develar el presente, si consideramos algo más que nuestra experiencia personal. Difícil discernir los fenómenos que se impondrán para dar una identidad a la simultaneidad de experiencias del presente. Difícil dar un rango a la misma experiencia que percibimos.

Con respecto al libro, tal vez unos indicadores nos sirvan para entender que la caída de ventas, la concentración del mercado y la pérdida de peso cultural de la literatura no se debe solo a coyunturas adversas, sino a tendencias que modelan un nuevo tipo de sociedad.

Una encuesta sobre consumos culturales realizada por el ex Ministerio (?) de Cultura en el año 2018 indicaba que en 2013 el 57 % de la población había leído solo un libro en el año. Para 2017 el porcentaje había bajado al 44 %. Pero, en los sectores de bajos recursos solo el 22 % había tenido ese privilegio. En 2013, el 47 % de la población leía revistas en forma regular, mientras en 2017 era apenas el 23 %.  A mediados de los años 70 del siglo pasado, no se concebía una edición que no fuera de 3000 ejemplares. En 2016 la tirada promedio era de 2700, y en 2019 arañaba los 1700, con una mayoría de 1000 ejemplares por edición.

Cuando hablamos de literatura, debemos considerar que, del total de ISBN registrados, sólo el 18 % corresponde a narrativa, y el 1.2 % a poesía. Pero, acá debemos ponderar que estos rubros son mayoritarios en los sectores catalogados como Autoedición y Microemprendimientos, que constituye un 30 % del total, pero tiene un promedio de 500 ejemplares por título. Mientras, el Sector Editorial más consolidado o industrial, un 34 % del ISBN anual, destina solo un 18 % al rubro Ficción y afines (sic), con una tirada promedio de 1500 ejemplares en este caso.

Si bien estos números nos permiten inferir una dramática caída del libro literario, tanto en ventas como en significación relativa en la industria, también es cierto que no son ni completos, ni fiables, ni todos los indicadores necesarios para tener una cabal dimensión del problema.

Tal vez, resulte más ilustrativo recordar cuál era el lugar que la industria del libro tenía a mediados de los años 70, cuando el PBI per cápita nos ubicaba en el puesto 14 del ranking y nuestros escritores eran los mejores embajadores de la cultura. Para el año 2019, Argentina duplicó su población, pero El PBI per cápita descendió al puesto 28, y se multiplicó la pobreza en un 600 %. Somos más pobres en conjunto, más desiguales y menos productivos, con menor movilidad social ascendente y menor acceso a la cultura. Tal vez sea conducente pensar en esto cuando nos preguntamos por el futuro de los escritores y su público.

 

Un futuro incierto

 

La pregunta por el futuro es abierta por definición, pero la respuesta nunca fue tan incierta. Vivimos inmersos en un fenómeno único en nuestra historia como especie. Poco se puede agregar a esto, pero la pregunta se mantiene, con la fuerza de la vocación de sobrevivir.

Resulta evidente que un cúmulo de fenómenos subyacentes a la revolución digital está poniéndose en evidencia en estos días, y modificarán para siempre la sociedad emergente de la pandemia. No habrá un retorno a la normalidad, sino a nuevas normas y costumbres. El impacto en el consumo, el trabajo y la cultura será considerable. El libro y su producción no escaparán a ese cambio.

Los soportes digitales, que resultan omnipresentes e imprescindibles para sobrevivir al confinamiento, seguirán teniendo luego un peso difícil de mensurar. Tanto como la necesidad de retomar un contacto más humano, completo y complejo. Nadie se conforma con las dos dimensiones de la pantalla si su naturaleza le ofrece una experiencia más rica.

Una cierta mirada

 

En sus aspectos centrales, comprobamos que los géneros agrupados laxamente en el concepto de literatura (cuento, novela, poesía, y otros híbridos) han perdido lectores y peso social. A la situación general atribuible al auge de las redes digitales, se agrega en nuestro país el creciente empobrecimiento de las capas medias y su involución en los llamados consumos culturales.  A ello debe sumarse la nefasta falta de estrategias sectoriales y públicas de los últimos años. Por último, estas condiciones adversas han generado en el sector del libro una actitud defensiva y evitativa, que ha eludido el debate de ideas y de propuestas superadoras.

La respuesta más innovadora surgió de los propios creadores. Se sabe que toda obra escrita es un diálogo postergado, por lo que nadie se resigna a perder su lector. Y los escritores salieron a buscarlo.

El auge de los microemprendimientos, cooperativas y autoediciones compensa con fuerza de voluntad la reticencia del mercado. La circulación de esa producción se realiza mayormente a tracción a sangre en encuentros, recitales, ferias itinerantes y una larga batería de recursos para celebrar un encuentro de otro modo improbable.

Todo este conglomerado, que suma miles y miles de personas de diferente origen e intención, se sostiene a base de trabajo mayormente voluntario y no remunerado. En estos circuitos, hablar de derechos de autor resulta candoroso. Como contrapartida a un aparente bajo umbral de ingreso, se opone un evidente bajo techo de circulación y reconocimiento de la obra. El resultado es una evidente fragmentación de grupos y propuestas y una escasa capacidad de la crítica para procesar la enorme producción lograda.

El llamado mercado literario ha quedado reducido de hecho a pocos actores, tanto autores como editores. La profesionalización de los escritores, en este ámbito acotado, necesita y se configura con una serie de actividades conexas (talleres, seminarios, presentaciones) que demandan en la mayoría de los casos una exposición personal cuasi permanente.

Una mirada de sobrevuelo sobre el mercado del libro literario nos habla de una inédita concentración de actores, de una pérdida de peso de las editoriales medianas y pequeñas especializadas en literatura, y de un retroceso generalizado de estas y de las micro, producto de cuatro años seguidos de caída de ventas.

En el sector editorial, dos grandes grupos trasnacionales concentran aproximadamente el 45 % de las ventas. Las editoriales medianas y pequeñas explican una porción similar, y el resto, entre un 5 y 10 % según la fuente, se la reparte una miríada de microemprendimientos, muchas veces personales, pocos sustentables, inestables, autogestionados, con abundancia de autoedición, que eluden el circuito formal o rondan la marginalidad económica en muchos casos.

En el circuito comercial se produce una concentración similar, donde dos cadenas de librerías concentran la mitad de las ventas y las superficies totales. A ello se agrega quizás tres centenas de librerías profesionales, y otro tanto de las tradicionales librerías artesanales, algunas de subsistencia, con presencia en barrios y ciudades del interior. Durante el segundo semestre del 2019, ambos segmentos resultaron particularmente perjudicados por la caída de las ventas, y nadie se atreve a aventurar cuántas de ellas abrirán al cesar el confinamiento social.

Resulta de interés señalar que la ley que impera en el mercado oficial del libro es la de las editoriales transnacionales y las cadenas de comercialización, esto es cuatro actores, que a su vez forman parte de grupos económicas cuya lógica empresaria no es la del libro y mucho menos la literatura. Esta lógica de grandes ventas, grandes superficies y muchas novedades, con el objetivo principal del máximo beneficio en el corto plazo, se sostiene en el concepto de novedades.

Es revelador que entre el año 2016 y el 2019 la cantidad de novedades, contabilizadas por el ISBN, se haya mantenido más o menos estable, en alrededor de 20.000 anuales, mientras las ventas cayeron más del 40 %. Esto produce un efecto de canibalización, con casi 2.000 títulos mensuales volcados a un mercado reducido, lo que genera una venta de oportunidad, pero de cortísimo plazo, y una elevada muerte prematura de los libros.

Urge pensar alternativas. No pensarlas al salir de la cuarentena, sino comenzar a reflexionar ahora, y saber corregir la estrategia sobre la marcha, porque nada está dicho aún. La capacidad de reinventarse en un contexto nuevo dependerá no de la deriva autónoma del mal denominado mercado, que en su ceguera e inmediatez ha llevado al sector (y a la humanidad, dicho sea de paso) a un callejón sin salida, sino de los actores que han mantenido viva la creación literaria hasta hoy.

Las condiciones para esa reinvención necesitan de un debate cuyo foco no sea la defensa de un sistema trastocado, y de cómo ha repartido los tantos hoy (derechos, costos, puestos de ventas, producción, soportes, etc.), sino en la imaginación puesta al servicio de las nuevas oportunidades y necesidades. En ellas estarán las pautas para rediscutir un futuro tan incierto como efectivo.

 

No estaba muerto

 

Si pensamos en el libro tal como lo conocemos, es un invento típico del siglo XX, con su componente industrial y masivo, su carácter de mercancía y su atribución a un autor determinado, que expresa su subjetividad. Como todo lo excesivamente fechado, no le podemos atribuir un carácter perenne.

Pero, si lo consideramos como un reservorio de historias portable, susceptible de ser traducido de su lenguaje escrito por cualquier usuario, su ciclo de vida se expande hasta nuestros primeros pasos como humanos, y se pone de relevancia su carácter maleable a las contingencias de nuestra historia.

Es posible entonces que podamos apreciar su potencial de adaptación, y afán de subsistencia. Y su carácter de vehículo apropiado para transportar la vocación de los hombres por dar señales de su paso por la existencia.

No sabemos qué caminos tomará el libro, porque no sabemos qué caminos tomaremos mañana. Pero podemos conjeturar que siempre habrá un alto en ese viaje, y un hombre que comience a contar una historia, y luego quiera dejar constancia de ella.

El resto, claro, es literatura. “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles”.


Miguel Gaya es poeta, novelista, abogado y asesor de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA).

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