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Cuerpo docente, campo de batalla

Prometeo. Foto: Omar Perera.

Hace ya muchos años, se ha desatado una feroz disputa contra el cuerpo docente. Y hago referencia a cuerpo, no sólo, como un conjunto de personas que cumplen la misma función, sino, también, como partes que conforman un organismo vivo. Y el cuerpo docente está vivo y esa, tal vez, sea su mayor fortaleza y su mayor condena.

La educación institucionalizada es parte fundamental de la vida en sociedad y su organización. Aporta, además, en el sentido de la dimensión social el encuadre para que el/la individuo participe, plenamente, en la vida de la comunidad; tenga acceso a los bienes comunes, como la cultura, la educación y el conocimiento que forjan el accionar colectivo. En las sociedades de nuestra región, que transitan la etapa neoliberal del capitalismo, el sistema político y económico, su orden y organización, están íntimamente ligados y necesariamente sujetos al tránsito por las aulas. Nada más importante para reproducir las cosmovisiones que la escuela, cualquiera sea el rumbo o la dirección de esta visión.

En este sentido, el rol docente ha ido teniendo, a lo largo de la historia, un posicionamiento, cada vez, más crítico respecto a este paradigma. Es que la docencia fue mutando a lo largo del tiempo, saliendo de su rol asistencialista para asumir un rol activo en la vida política, enmarcado en el campo de lxs trabajadores. Desde esa perspectiva, hemos alzado la voz y cuestionado la mirada hegemónica del mundo y de las cosas.

Las grandes fallas del sistema han ido evidenciando que existe una relación simétrica entre las brechas educativas y la desigualdad, que, como consecuencia, produce un aumento de la pobreza y la marginalidad. El colectivo docente ha hecho propio este reclamo y ha llevado adelante este planteo, esgrimiendo causas y razones para propiciar el debate, la mirada crítica y denunciar que la labor del Estado es crucial para llevar adelante políticas que zanjen estas profundas desigualdades. Este corrimiento de una idea romantizada, de que se es docente por una apasionada vocación y amor a la infancia (durante años sostenida con frases tales como “ser maestrx es un sacerdocio”, “la escuela es el segundo hogar”, “lxs alumnxs son blancas palomitas”, “ las maestras son la segunda mamá”, etc.), parece negarle la posibilidad de reclamar: un justo salario y dignas condiciones de trabajo; la implementación de políticas económicas de redistribución y empleo que propicien mejores condiciones de quien aprende y sus familias; el cumplimiento y ampliación de derechos que cierren brechas y permitan igualdad de oportunidades; el acceso a bienes y espacios que favorezcan las trayectorias educativas; etc.

Foto: Omar Perera.

Nacen allí y como consecuencia de esta “falta de adecuación” a las necesidades del sistema, falsas culpabilidades que recaen sobre el colectivo docente. El poder instala que nos falta preparación y destreza para cumplir nuestro quehacer; que la decadencia de los sistemas educativos se debe a nuestra poca capacidad de esfuerzo y amor a la tarea; que sólo son docentes quienes no han podido acceder a un estudio universitario de mayor envergadura; que la formación docente es mala, poca y que lxs estudiantes que allí desembarcan ya lo hacen mal formadxs; que politizamos nuestro paso por las aulas y no nos  mantenemos en estándares aceptables de neutralidad; que cualquier ciudadano con una mínima preparación puede cumplir esta tarea sin dificultad; etc.

La fuerza docente reside, justamente, en ser transmisores de valores y principios. Le docente es mucho más que un agente de transferencia de conocimientos. Representa las creencias, las opiniones, la cultura, las concepciones, las éticas, las estéticas y el modo de percibir de la sociedad a la que pertenece.

Pero, ¿qué sucede cuando esto es cuestionado; cuando pugnamos por garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad; cuando soñamos con promover oportunidades de crecimiento para todxs?

Aplicando las lógicas del mercado y apoyados ideológicamente por ceos egresadxs de instituciones privadas y formadxs para lo privado, el poder manipula y realiza críticas feroces al colectivo docente en su conjunto, para correr la mirada del verdadero responsable: un sistema político económico sumamente injusto y desigual.

En este marco de malestar, se ocultan datos no menores, como los que afectan los procesos de escolarización en su contexto social (nivel socio económico de quien aprende, realidad social de la comunidad en la que se desarrolla, etc.) y se realizan intentos velados de privatización educativa. Podemos observar esta pretensión en: la aspiración de situar el acceso a la educación como un bien que liga calidad a posibilidad; la tendencia a mercantilizar su recorrido y sus objetivos; las alianzas entre lo público y lo privado para la promoción y difusión de contenidos; el cuestionamiento a las políticas que garantizan el derecho a que sea gratuita y de calidad para todas las poblaciones; el desmantelamiento de intentos de proyectos inclusivos que centran recursos y esfuerzos en lxs más vulnerables; los contratos con empresas privadas de servicios que terminan asumiendo decisiones y acciones, sólo atribuibles a políticas de gobierno (producción de información y difusión de estadísticas, como, por ejemplo, las pruebas educativas estandarizadas); y formación de alumnxs en respuesta a las necesidades del mercado y el empresariado.

Foto: Omar Perera.

¿Les creeremos, entonces, que lxs docentes somos culpables del debilitamiento que sufre el sistema educativo, producto de la desinversión y el desfinanciamiento sobre todo en el marco de la Educación Pública?, ¿que somos nosotrxs quienes aportamos, con nuestras acciones, al corrimiento del Estado de la conducción de los procesos educacionales?, ¿que no hay intencionalidad, ni planeamiento en la desidia y la falta de recursos sobre un sistema que se sostiene gracias a los esfuerzos de lxs docentes, lxs estudiantes y sus familias? La falta de inversión no es una deficiencia de los Estados de Nuestra América, ni es falta de recursos económicos, es, más bien, un hecho planificado ex profeso para mantener el statu quo de algunos sectores de privilegio, que encuentran en poblaciones diezmadas y empobrecidas mano de obra barata para seguir alzándose con las riquezas. Es, definitivamente, una decisión política.

De esto, entre otras cosas, sabemos mucho lxs docentes. Sabemos, con la cabeza y con el corazón, porque recorremos estos territorios llenos de niñxs y jóvenes con enormes potencialidades, pero, sin posibilidades para desarrollarlas.

A nadie se le escapa que la educación, siempre, fue un campo de disputa. La pandemia parece haber agilizado ciertos procesos y lxs docentes quedaron de cara a una sociedad que les reclama que inicien clases (que ya han sido iniciadas) y que, aún en las peores condiciones (con sus vidas y las de sus familias en riesgo), defiendan el derecho de sus hijos a educarse. Qué paradoja, ¿no?

En medio de este campo de batalla, el cuerpo docente se tornó un cuerpo sacrificial, como en el mito griego de Prometeo. El Titán amigo y creador de la humanidad, tuvo la osadía de robar una chispa del fuego sagrado de lxs dioses para darlo a lxs mortales. En un intento de disciplinamiento y para que comprendamos que el lugar de lxs dioses es un privilegio sólo disfrutable por otrxs dioses, fue castigado por Zeus. Encadenado a una roca en una cueva del Cáucaso, cada noche, un águila acudía a comerle el hígado, tal vez, sin advertir que, por su capacidad de regeneración, volvía a estar intacto a la mañana siguiente.


Gabriela Perera es investigadora en Arte y Educación en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, docente de Teatro en el Instituto Vocacional de Arte M. de Labardén, actriz, directora y dramaturga.

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