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Pompeyo Audivert: «La identidad política del ser es la que, de algún modo, nos va a permitir reconstituir la identidad sagrada»

Entrevistamos a Pompeyo Audivert: dramaturgo, director -junto a Andrés Mangone- e intérprete de la obra Trastorno, una adaptación de El Pasado de Florencio Sánchez, que puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, Av. Corrientes 1543, CABA.  El elenco está integrado por Pompeyo Audivert, Julieta Carrera , Ivana Zacharski, Juan Manuel Correa , Pablo Díaz , Fernando Claudio Khabie y Fernando Naval. Hablamos sobre el proceso creativo de su último espectáculo, su visión del teatro y la coyuntura política actual.

Fervor: ¿Cómo aparece el deseo y cuál creés que es la finalidad de volver a repensar, hacer una relectura y montar una versión contemporánea de la obra El Pasado de Florencio Sánchez? Digo volver por su anterior puesta en los 90.

Pompeyo Audivert: Trastorno comienza en los 90, cuando dirigí El Pasado de Florencio Sánchez. En aquel momento la hice tal cual, sin ninguna intervención dramatúrgica, casi como un ejercicio de estilo. Estaba fascinado con ese lenguaje teatral de época y lo respeté a rajatabla, en todos los niveles, vestuario, actuaciones, escenografía. La única intervención que me permití fue que el personaje central, Rosario, lo interpretara un actor (Carlos Belloso) en vez de una actriz. Fue una hermosa experiencia que me marcó y me permitió entender que ese lenguaje rioplatense, ese naturalismo criollo que plantea Sánchez, al igual que el grotesco y el sainete, son parte de nuestra identidad de actuación, que venimos de allí, que esa es nuestra matriz teatral, la singularidad cultural y formal que nos anima. Pero, sucede que hemos perdido el rastro de nuestro pasado teatral, nos hemos dejado llevar por una perspectiva cultural anglosajona, en donde los personajes se llaman Paul, Mary, Antony o Lauren y sus circunstancias corresponden a otro paisaje, a otra cultura.

La obra de Florencio Sánchez nos permite, por su carácter trágico y nacional, llevar adelante una operación más ambiciosa, aún, que la simple representación de sus vicisitudes, se trata de desocultar el carácter ficcional del frente histórico. El teatro desenmascara al hombre histórico para abismarlo en su verdadera dimensión, el ser que no somos, el ser de estructura, el que queda olvidado cuando afirmamos ser la identidad singular del documento, del nombre y de nuestra biografía o la plural que, al respecto de un nosotros, refieren y estabilizan los libros de historia.

F: ¿Creés necesaria la puesta en abismo de ciertos textos clásicos argentinos?

P: Sí, creo que hay ciertos textos de algunos autores argentinos que pueden ser puestos en abismo y que, también, pueden abismarnos, en la medida en que nos excitan y alientan a entrarles y a mestizarnos con ellos, a proyectar nuestras investigaciones a su través. Son grandes dramaturgos que marcaron con su impronta no sólo su época, sino, también, nuestra cultura nacional. Es lo que sucedió, en mi caso, con Muñeca, de los hermanos Discépolo, y con El desierto entra en la ciudad (La farsa de los ausentes) de Roberto Arlt, y con Los derechos de la salud de Florencio Sánchez, cuando hice Operación nocturna. Trastorno -basada en El pasado– es una versión que desafora el original y, a la vez, lo reintegra a esta época, lo calza en el grotesco y en una operación teatral de naturaleza metafísica, en lo que llamo la máquina teatral.

F: ¿Cuál es el  diálogo que existe entre su obra Trastorno y la novela del mismo nombre de Thomas  Bernhard?

P: Thomas Bernhard es un autor que me apasiona, su forma de escritura y sus obsesiones están presentes en mi dramaturgia, siento su influencia y me excita. En Trastorno hay rastros de él, pequeñas intertextualidades que alientan la desmesura y la redundancia como forma de ulcerar los sentidos y entrarlos en su valencia poética. Me gusta producir intertextualidad con mi propia escritura y la de algunos autores y poetas que me atraviesan, como Bernhard, Samuel Becket, Shakespeare, Marechal, Olga Orozco y José Enrique Ramponi.

F: ¿Pensás que el universo angustioso y fatalista que introduce el austriaco en su estética se traduce, en su poética, en una corporalidad destruida y destructora de los personajes de su obra?

P: Sí, hay un nihilismo patético y muy gracioso, por lo desmesurado, que afecta los niveles asociativo, físico, expresivo y, también, compositivo del cuadro escénico.

F: ¿Qué rol cumple la comicidad como mecanismo compositivo?

P: La risa del revelado. Una risa en donde, también, destella el misterio y, de algún modo, también, la angustia y el llanto que están circulando en nuestra realidad. Creo que eso tiene que salir a través de la herida de la risa. Sentíamos que es un momento para eso, una necesidad que la jugada se haga desde ahí. Hay algo en la obra que produce risa y que es lo patético, hay algo de este momento histórico que tiene que ver con lo patético y que eso da risa. Lo patético, la sensación de que no se puede creer que la gente vote a Macri, no se puede creer que Pichetto sea candidato a vice, que Carrió sea la fiscal de la República, hay algo de todo eso que es patético. Da risa y da ganas de llorar y produce una gran indignación y un gran trastorno en las percepciones de la realidad y de lo que nos rodea. Uno siente que hay un peligro ahí, que nos han metido en una máquina, que nos han pinchado. Estamos pinchados, en el sentido de los servicios que te pinchan, pero, también, pinchados, no sólo para saber de nosotros, sino, para inocularnos una subjetividad perversa que nos ausenta de la noción del tiempo, de la presencia y del prójimo. Es como si nos estuvieran explotando de un modo que no hubiésemos imaginado. Como si nos estuvieran extrayendo una plusvalía existencial, una intensidad constitutiva y esencial. Como si estuviéramos siendo desactivados de la vitalidad social de la que veníamos y a la cual pertenecemos en nuestra línea histórica.

F: Su espectáculo decide develar el artificio del teatro mediante diversos procedimientos estéticos, ¿cuál es la relación que podemos encontrar entre ese accionar y la construcción y revisión de la identidad subjetiva y colectiva?

P: El teatro es, a partir de las condiciones físicas materiales e inmateriales de su estructura de producción (cuerpos, palabra, espacio y tiempo) y de la temática de base que despierta (alude a la reencarnación y a la permanencia del ser en un sistema de otredad y reciclado, al destino, a la encrucijada histórica como fachada, como lápida patética de fuerzas sagradas que no pueden manifestarse en este plano de experiencia en el que estamos atrapados y. no obstante. pugnan su influjo en la realidad que las niega), una operación metafísica.

El teatro abre un campo extra-ordinario de intensificación de la identidad poética, individual y colectiva. Actores y público deseamos el acto teatral como forma de conexión con un nosotros otros, con la experiencia del ser fuera de los estrechos límites en los que la dimensión histórica nos tiene sujetos, deseamos suspender la identidad ordinaria para alcanzarla en otro confín (la escena) como magnitud des identificada y, con ello, dar cuenta de una sospecha existencial de base, representarla: somos otros.

El actor-actriz tabica frente al público su identidad personal y se constituye en otro, en una estructura presencial máscara que será defendida por él/ella, con cuerpo y alma, en unas circunstancias artificiales creadas a tal efecto, ese es el escándalo teatral de base, lo que vuelve poético y revolucionario de por sí el acto teatral: la pulsión de otredad,  el desdoblamiento del actor-actriz como fenómeno paranormal, la escisión, el desencaje del fiel histórico (individual y colectivo) para un motivo pugnante y secreto vinculado a la sospecha existencial de poder ser otros. Se trata del pasaje a la clandestinidad de una identidad, la histórica, para des-clandestinizar otra subyacente, la anti-histórica, el ente, la presencia. Hay allí algo esencial que revela el teatro con su existencia y con su operación metafísica: existe una estructura soporte donde se adhieren las identidades aparentes, la ficcional teatral y la ficcional histórica. Esa estructura es la identidad sagrada.

Soporte de una impostura creada y afirmada en el frente histórico, la identidad sagrada permanece en estado de clandestinidad, blindada por nuestro olvido, tabicada por (y para) nuestra desgracia, sólo oficia como superficie de inscripción de una fuerza de ocupación ficcional y alienada surgida de las dinámicas sociales descerebradas que rigen el mundo o, en el mejor de los casos, de una teatral, destinada a representarla y, de algún modo, a liberarla. Es por esta sospecha existencial que anima y representa la máquina teatral que hacemos Trastorno.

F: Vos, además de reescribir y dirigir la obra, junto a Andrés Mangone, interpretás el personaje femenino de Rosario ¿Cómo fue el proceso creativo en relación a esa composición?

 

P: Rosario es una construcción que se inspira en una tía terrible que quise mucho. También tiene unas ráfagas de ímpetu Urdapilleta y mucho de un Juan Manuel de Rosas feminizado. Después de hacer El farmer, quedé tocado por esa fuerza convulsa que es Rosas. Finalmente, Rosario es un organismo teatral autónomo, una máquina de actuación donde convergen muchos niveles de identidad individual y colectiva. Me da un enorme placer hacer este personaje, siento que alcanza una magnitud desaforada donde se pueden exceder los límites del realismo, un grotesco nacional degenerado.

F: Deleuze dice que “devenir nunca es imitar, ni hacer como, ni adaptarse a un modelo”. Su interpretación se puede leer como un devenir mujer, ¿coincide con esta lectura?

P: Siempre coincido con Deleuze.

F: Trastorno es una obra políticamente transgresora, que presenta una multiplicidad de lecturas, pero, lo que se destaca, sobre todo, es el valor crítico y reflexivo ¿Cómo se construye ese posicionamiento político en relación a la ficción?

P: Creo que el teatro restituye al sujeto esencial con la experiencia vivida, desde su asamblea metafísica como experiencia sagrada, desde su operación poética con la experiencia ritual de la resignificación de la presencia a través de un artificio que alude al nosotros otros. Ya no basta saber quiénes somos en términos históricos, tenemos que saber, también, quiénes somos en términos antihistóricos, en términos profundos, sagrados. La identidad política del ser es la que, de algún modo, nos va a permitir reconstituir la identidad sagrada. Porque, también, es cierto que todos los fenómenos históricos que designan la pertenencia a la idea de un nosotros tal cual la sentimos, son hechos poéticos: Ezeiza 73, Trelew 72, el Cordobazo en el 69, la historia del movimiento piquetero, 2001, incluso la idea de “la patria es el otro”. Son hechos que hacen pie en la identidad poética del ser, que tienen muchas versiones de sí, que se resuelven como se va pudiendo, pero que, siempre, van dando cuenta de qué es una identidad del nos/otros, de la otredad que emerge allí, la que resuelve sus encrucijadas, sus situaciones y sus emergencias coyunturales. Y la que vuelve a aparecer en otros cuerpos, tiempo después, y que parecen ser los mismos: Kosteki y Santillán, Nahuel y Santiago, Mariano Ferreyra, el Che Guevara, Cristo, son todos la misma identidad en otros cuerpos. Hay una trasmutación de la identidad histórica que es un fenómeno poético, sobre todo, cuando se expresa en las luchas de liberación. Creo que hay que recuperar la naturaleza poética de las dinámicas sociales para poder terminar, de una vez por todas, con esta encrucijada en la que nos han metido.

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