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Miguel Hernández, el rayo que no cesa

El fascismo es uno y el mismo en todas partes y en todas las épocas. Detesta la inteligencia y la vida y trata de aniquilar a aquellos que las defienden. Algunas veces, son asesinados, como el poeta Federico García Lorca, como Santiago Maldonado y como Pocho Lepratti. Otras, es la cárcel, sin el debido juicio, el destino de los luchadores. Como ocurre, hoy, con Milagro Sala en Jujuy. Como ocurrió con Miguel Hernández en España. Argentina y España, destinos paralelos. Dos feroces dictaduras nos hermanan: Videla y sus sucesores, en nuestro caso. Décadas de oscuro franquismo en España.

Miguel Hernández decía: “Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo, van por la tenebrosa vía de los juzgados; buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, lo absorben, se lo tragan”. Vicente Aleixandre -Premio Nobel en 1977-, lo describía así: Miguel “llegaba en mangas de camisa, sin corbata ni cuello… Unos ojos azules, como dos piedras lindas, sobre las cuales el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura, donde la dentadura blanca, blanquísima, contrastaba con violencia, como una irrupción de espuma sobre una tierra ocre”.

Miguel había nacido en Orihuela el 30 de octubre de 1910, en el seno de una familia humilde, ya que su padre era pastor y su madre ama de casa. Sus hermanos, también, se dedicaban al pastoreo. Apenas tuvo la edad suficiente, se dedicó a cuidar cabras y contemplar la naturaleza. Compartió las aulas del Colegio de Jesuitas con niños adinerados, en el que, debido a su notable inteligencia, se le ofrece una beca. Pero su padre se opone, argumentado que el destino de Miguel no sería diferente al de sus hermanos. Ser pastor parecía ser su única opción. Es así que, a los 14 años, debe abandonar sus estudios. Regresa al campo y los rebaños, pero lee con voracidad: San Juan de la Cruz, Góngora, Garcilaso, Rubén Darío, Machado, Juan Ramón Jiménez, entre otros.

Estamos hablando, entonces, de un poeta-pastor. De un individuo excepcional, que ya a los 16 años es un verdadero autodidacta y comienza a escribir poesía. Con otros jóvenes que cultivan las letras crea La Farsa, agrupación teatral en la que Miguel actúa. Así es la vida de Miguel Hernández entre los 17 y los 20 años: pastorea, reparte leche y escribe. Confecciona un telón pintado por él mismo y se larga a leer sus versos al aire libre, frente a un público asombrado y simple. Lleva una jaula con un limón dentro de ella, como si fuera un canario, y utiliza una campana para llamar la atención. Después de actuar, vende su primer libro Perito en lunas.

Escribe poesía religiosa y un auto sacramental, titulado Quién te ha visto y quién te ve. Muchas de sus escenas fueron escritas en el monte, donde seguía siendo pastor. Viaja por segunda vez a Madrid y, en este viaje, obtiene más apoyo que en el primero, relacionándose con García Lorca, María Zambrano, Rafael Alberti y Pablo Neruda. Escribe El rayo que no cesa.

Cuando estalla la sublevación militar, en julio de 1936, todos estos intelectuales se ponen al servicio de la República. Miguel se alista en el Quinto Regimiento y viaja a Extremadura. Y, en 1937, se publica su libro Viento del pueblo, editado por el Socorro Rojo Internacional. Su poética se convierte, ahora, en bandera de lucha y él mismo lee sus textos en el frente de batalla. Recita:

Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?”

Y agrega:

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.

Pero, no es el destino de Miguel morir en el campo de batalla. Hacia abril de 1939, derrotada la República y comenzada la dispersión española, busca refugio en Sevilla y luego en Huelva. Cuando intenta entrar a Portugal es entregado por el dictador Oliveira Salazar, siendo rescatado por sus amigos en París y, merced a la intermediación de Pablo Neruda, que consigue conmover al cardenal de la ciudad haciéndole conocer el auto sacramental de Miguel y sus primeros poemas religiosos. Desoyendo consejos sensatos, decide regresar a Orihuela, donde es definitivamente apresado y encarcelado. Su ficha lo define como “escritor y poeta de la revolución”.

Lo espera una agonía lenta, víctima de la crueldad de sus carceleros que le niegan atención y medicamentos cuando permanece en la cárcel Y su tuberculosis se agrava. Muere con sólo 31 años. Pablo Neruda ha dicho: “Otro maravilloso poeta, el joven Miguel Hernández, fue mantenido hasta morir en los presidios fascistas. Se trató de una agresión contra la inteligencia, dirigida y realizada con premeditación espantosa. Un millón de muertos, medio millón de exiliados. El martirio del poeta García Lorca fue un asalto en la oscuridad, querían matar la luz de España”.

Como Ernesto Guevara, como nuestro Che, cuentan los testigos que Miguel Hernández murió con los ojos abiertos. Esos “ojos azules, como dos piedras lindas”, que aún nos interpelan. Y seguimos escuchando la voz del poeta, que nos dice: “Aquí tengo una voz enardecida, aquí tengo una vida combatida y airada, aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida”.


Clelia Volonteri es profesora de filosofía y psicóloga (UBA). Dirige la performance Voces Lorquianas, para difundir la vida y obra de Federico García Lorca.

 

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