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Fulgores

Entrevistamos a la escritora Alicia Kozameh. De Alicia conocía, hasta ahora, su cuento Bosquejo de alturas, atesorado en traducción francesa por la directora teatral Sylvie Mongin Algan y con quien concluimos, hace pocos días, en Buenos Aires, el taller montaje «30. Bosquejo de alturas, proyecto que ya tuvo instancias en Francia, México, Chile, Brasil y Uruguay. Después de varios mensajes de whatsapp, acordamos hacer una charla el domingo por Skype. Ella vive en Los Ángeles, EE.UU. Las pocas horas, a contemplar por las distancias, coincidieron en el desayuno y el almuerzo, respectivamente.

Nos reímos de vernos las caras, después de tanta virtualidad, en esa semana en la que habíamos comenzado la experiencia “30, en el Centro Cultural Paco Urondo (Filosofía y Letras, UBA), con 30 mujeres, entre artistas y no artistas. Días en que fui compartiendo, con ella, fotos de lo que íbamos viviendo en el taller, la notas periodísticas que iba suscitando, imágenes de la Universidad de Buenos Aires, primeras impresiones de sus textos con las participantes y una palabra que nos estremece a todas: Fulgores. Me habla de su alegría de que el proyecto se esté haciendo en la Argentina, me transmite que «las chicas están super entusiasmadas», se refiere a las, casi, cuatrocientas mujeres que están en contacto, también, por whatsapp, ex presas políticas, entre las que se encuentran algunas de las treinta sobrevivientes del sótano de la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía Rosario (y en la que la propia Alicia estuvo detenida) y de la Cárcel de Devoto, donde luego, fue trasladada. También, me confía que, desde hace una semana, está con su asma más irritado que de costumbre y que no importa, que convive con eso desde siempre, que lo que vale es el júbilo de estos días, de escucharnos y abrazarnos entre tantas mujeres, como lo hicieron este año, también, en el Hotel Bauen, cuando se reunieron en junio, viniendo desde distintos puntos del país y del exterior, ya que muchas de ellas debieron exiliarse durante la dictadura.

Alicia Kozameh.

F: ¿Qué son los Fulgores de los que hablás en el texto Bosquejo de alturas?

K: Son la chispa de la comunicación entre nosotras. El brillo de nuestra vitalidad. Los fulgores, imprescindibles entre nosotras, nos mantenían comunicadas durante esos silencios largos y tremendos. Esa chispa en los ojos era la chispa que nos daba la vida. Por ejemplo, en la Alcaldía de Mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario, donde, en aquella época, los sótanos eran lugares que se usaban para dejar detenidas a presas sociales. Luego, fueron todas trasladadas a cárceles de mujeres y dejaron, para las presas políticas, los pabellones de la Alcaidía. La represión caía sobre nosotras de una manera muy atroz y pesada. Cada noticia que teníamos, que, en general, eran todas malas, nos ponía en una situación de silencio denso y de tensión. Y, en esos momentos, aparecían lo que yo llamo Fulgores, que eran, de pronto, la mirada de una compañera que había recibido la mala noticia y era el llamado al abrazo, con esa mirada, esa luz, era el llamado al abrazo. Mientras tanto, una dejaba a la compañera que llorara o dejaba a la compañera que se muriera del odio o del horror, porque acaban de secuestrarle a su hermano y no aparecía en una semana (y nunca más aparecería). Se trataba de dolores tan intensos que necesitaba del silencio. Y, ese silencio, en determinado momento, despierta a la necesidad del abrazo. Esos son los Fulgores: la comunicación, el afecto, la tremenda presencia en medio de todas las ausencias. Éramos jóvenes y estábamos llenas de vida  y no estábamos dispuestas a ceder a las presiones que trataban de imponernos. No cedimos y esos Fulgores, no sólo, son lo que nos mantuvo vivas. También, nos mantuvo en solidaridad constante, porque, sin esa solidaridad… Todo, todas, resistimos juntas. Esa es la esencia de esos Fulgores.

F: Cuando nombrás solidaridad, pienso en la sororidad de estos tiempos.

K: Eso viene del inglés, de sorority. La solidaridad es algo muy complejo, maravilloso y profundo y no encuentro la razón para dejar de llamarlo solidaridad, para pasar a llamarlo sororidad. Para mí sororidad es un vocablo que es, tan sólo, un reflejo del idioma inglés.

F: Acá llega, especialmente, a través de la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, como una profundización de la solidaridad entre mujeres, una solidaridad más honda desde la comprensión, casi diría, que desde el dolor y las necesidades, para sostenernos.

K: Para nosotras compartir el dolor fue una cosa cotidiana. Día y noche compartíamos el dolor de las demás. Nosotras tenemos compañeras a las que les mataron a sus padres en la calle, los torturaron hasta matarlos y nosotras estábamos presas juntas y el dolor era de todas. El dolor profundo es de todas, ahora, cuando alguna compañera muere o tiene un problema, en el que, siempre, la vamos a acompañar ¡Dios mío, es de terror lo que pasamos! Y hablando del presente, frente al dolor, seguimos sin necesidad de hablar y ahí es donde aparecen los reflejos, los Fulgores. Porque está tan acendrado el sentimiento por la otra que sabemos, exactamente, lo que está sintiendo. Entonces, la idea de sororidad es la teorización de lo que nosotras hemos practicado durante los años de cárcel. Conocemos muy bien eso. Le llamábamos y le llamamos solidaridad, porque era nuestra palabra. Es la palabra de nuestro siglo.

F: Resistían y re-existían gracias a lo que compartían. Los fulgores como parte de la convivencia, ¿y qué otras cosas hacían a la convivencia en ese sótano?

K: Claro, no había nada que fuera de una. Todo era de todas. Por ejemplo, muchas compañeras venían de familias con pocos ingresos, con pocas posibilidades, entonces, otros padres depositaban dinero o nos llevaban algo que necesitábamos. Todo lo que nos llegaba: papel higiénico, algodón para la menstruación –porque, por supuesto, no nos dejaban entrar tampones ni nada por el estilo, estaba todo restringido y la represión era brutal-, cualquier cosa, el dentífrico, los cigarrillos, todo era de todas. Entonces, si llegaban dos atados de puchos para treinta, esos sesenta cigarrillos se repartían en exacta cantidad para cada una. Y eso era muy natural. No habríamos podido concebirlo de otra manera. Veníamos de una militancia política intensa y profunda, con planes y objetivos que eran muy concretos y que, supuestamente, llevarían a la toma del poder. Era necesario tener convicción para estar en lo que estábamos. Por lo tanto, era natural compartirlo todo. Era lo que hacíamos afuera, también. Caímos ahí y seguíamos en la misma situación sin saber qué tan fuerte iba a ser la represión, con el amor por la militancia, siempre, pensando que salíamos a seguir militando. Amábamos la vida y sabíamos que existían grandes riesgos y estábamos dispuestos a correrlos, la vida de por medio ¡Hasta qué punto amábamos la vida que seguimos todas unidas hoy! Juntas en tantas direcciones y pendientes unas de otras. Por ahí, tenemos el asma un poco más acentuada, claro (se ríe).

F: Ese amor celebrante está en el texto, en las carcajadas, en los fulgores, en lo que se enseñaban unas a otras o cuando escuchaban una película relatada por una de ustedes.

K: Y, además, porque estábamos muertas de hambre, no teníamos comida, nos daban un agua marrón de la que no sabíamos el origen y unos pancitos chiquitos, miñones, cubiertos por una capa de moho verde y duros como este escritorio (golpea su mesa de trabajo). Marita Quiroga, una compañera que falleció hace bastantes años, durante su exilio en París, era muy madre, ponía esos panes inconcebibles bajo el agua de la canilla y con un trapito los frotaba, los limpiaba y los limpiaba, les sacaba el moho. Teníamos uno o dos calentadores de esos a kerosén y ella secaba el pan un poco y lo cortaba en rebanadas. Las ponía sobre el fuego directo y convertía esa inmundicia en tostadas para todas.

F: Y cuando las servía, ¿que decía? ¿Te acordás?

K: Sí, decía: «¡acá viene la exquisitez!» o «¡acá viene la bandeja de faisán!» o «¡caviar, princesas! ¡caviar!» Siempre, había algo para reírse.

F: Y, hablando de escritura, ¿tenían dónde escribir?

K: En febrero del 1976, un mes antes del golpe. Esa fecha divide nuestra época en dos, la pre-golpe y la pos-golpe. En la época pre-golpe podían llevarnos cuadernos, biromes, comida, una almohada o una frazada más. Así que, en esos meses, juntamos cosas y esas cosas tenían que durarnos. Sabíamos que la situación iba a cambiar para peor. Cuando nos avisaron que íbamos a dejar de tener comunicación con el exterior, entendimos que se terminarían las visitas, la correspondencia, todo. Y que vendría una requisa devastadora. Entonces, abrimos una baldosa en el piso del sótano, sacamos cemento con unas cucharas afiladas en el cemento de dos calabozos que había allí, en el sótano, chaca chaca chaca y guardamos, allí, cositas que íbamos a necesitar.

F: Los «tesoros», decís en el texto Bosquejo de alturas.

K: ¡Eran tesoros! Y, un día, nos quedamos sin eso, nos sacaron todo y ya estaba cercano el traslado a Devoto. En ese líquido oscuro llegaba sólo una cosa, unos huesos de caracú. Eso, que no era más que hueso, se usaba para hacer artesanías. Lo limábamos en el cemento y, con una aguja de coser y con saliva, que es corrosiva, los trabajábamos. Dividíamos los huesos en varios pedazos y nos distribuíamos pedazos para que todas pudiéramos hacer esa manualidad, tuviéramos una actividad.

F: ¿Cual era la necesidad de trabajar?

K: Por nuestra sanidad mental, porque el encierro es una cosa tremenda. Nosotras estábamos bárbaras, porque estábamos todas juntas. Pero los compañeros varones, en las cárceles en las que los tenían, estaban más aislados. Con suerte, dos compartían la misma celda. El aislamiento es brutal, destructivo, es un plan de exterminación. No solamente te fusilaban o te torturaban. Se dedicaban a deteriorar mentalmente a los detenidos.

F: ¿Cuáles eran las artesanías que hacían?

K: Anillos, colgantes. Yo tengo algunos guardados en una caja fuerte de un banco. Me da mucho miedo que se puedan perder.

F: ¿Vos eras la única que escribía en el grupo del sótano de la Alcaidía de Rosario?

K: Yo solamente. Y escribía desde siempre. En Devoto llegamos a ser 1200. Nos llevaron allí desde distintos lugares del país. Muchas compañeras, al salir, comenzaron a escribir para dejar testimonio de lo que habíamos pasado. Yo empecé mucho antes. Nací con la birome debajo del brazo.

F: ¿A Bosquejo de alturas lo escribiste al salir?

K: Sí, mucho después de salir en libertad.

F: ¿Qué escribiste mientras estabas en el sótano?

K: Al inicio, tenía un cuaderno en el que había escrito unos cuarenta poemas. “Poemas”, lo digo entre comillas, porque lo que vos podés escribir estando en esa situación es precario. Mientras, tu pensamiento está en tratar de adivinar en qué momento van a llegar a buscarte para matarte. Como sucedió, al menos, una vez en que quisieron sacar a quince de nosotras de cada pabellón para matarnos. Es muy difícil concentrarte para escribir algo de calidad aceptable. Una anota ideas y, en una situación mejor, las trabaja literariamente (obvio, si sobrevivís). Cuando sospechábamos que vendría una requisa más violenta, me di cuenta de que ese cuaderno iba a desaparecer. Así que hice esto: copié los poemas en papelitos de armar cigarrillos -papel y tabaco que dejaban nuestras familias en la guardia y que nos llegaba todo roto-, con una birome bien finita, con letra absolutamente ínfima, toda pegadita, doblé los papelitos bien chatitos, descosí las tiras de la sandalias, los metí entre el cuero y el forro, y volvía coser las tiras con una aguja y un poquito de hilo que guardábamos de tiempos menos terribles. Me aseguré de que no se viera ni se sintiera nada al tacto. En un momento, nos dijeron que teníamos que entregar toda la ropa de verano, “van a ver a sus familiares por dos minutos, van a estar vigiladas, van a entregar la ropa de verano, porque ya no la van a necesitar”. Cuando nos dijeron «no la van a necesitar», no sabíamos si nos iban a trasladar a otra cárcel o si iban a tirarnos de un avión, como sabíamos que estaba sucediendo. Mi padre llegó a esos dos minutos de visita y le entregué una remera y las sandalias. No podía decirle nada, porque estaban las guardias alrededor. Sólo le dije «guardámelas, no me las tires, porque me quedan bien, me ayudan con los pies» -que yo tenía operados-. Él, de algo se habrá dado cuenta. Salió, lo requisaron y no le encontraron nada. Cuando salí en libertad, una de las primeras cosas que hice fue encontrarme con mis sandalias y abrirlas.
En Villa Devoto, teníamos autorización para tener cuaderno, uno por vez. A esos dos cuadernos los saqué de la cárcel de forma totalmente clandestina, armé un quilombo grande en el momento de tener que subir al micro militar, «que me siento mal, que voy al baño, que esto, que lo otro», tratando de confundir a las celadoras que nos requisaban. El micro que nos llevaba a Rosario, esperaba. Traté de perder tiempo con esos movimientos, logré que no me requisaran, los confundí y salí corriendo con mi bolso, que tenía en las paredes y el fondo los dos cuadernos. Me subí como un rayo al micro. Fui la última. Me arriesgué, pero, no me iba de allí sin mis cuadernos.

F: ¿Qué contenían esos cuadernos?

K: En esos cuadernos escribí reflexiones sobre mi vida. Por ejemplo, diciendo: «nunca voy a aceptar un obstáculo impuesto, externo, que se convierta en una imposibilidad para mi escritura». Algo por el estilo. La escritura, para mí, es el único oxígeno. Necesito estar sola para poder escribir cuando quiero y lo que quiero. En Devoto, nuestros padres nos depositaban dinero y podíamos comprar en la proveeduría, para todas, con el poco dinero que había. Los puchos venían envueltos en diario, era la única manera de acceder a leer algo, entonces, de pronto, aparecía la parte cultural del diario La Nación con una nota escrita por un gran escritor, ¿y yo que hacía?, transcribía la nota, copiaba la nota de La Nación, imaginate. Era lo único que había. Tampoco, existía algo como Página 12, ni en sueños, ni nos permitían la entrada de diarios. Dibujaba, por ejemplo, los rostros de mis compañeras desde mi perspectiva. Seguía intentando esos poemas tan rígidos, como escritos con un hacha y, sobretodo, esas reflexiones y algunos párrafos cortos sobre el día a día de lo que estaba pasando. Cuando murió una compañera, por falta de atención médica, Alicia País, también, puse allí lo que estaba sucediendo.

F: ¿Nunca tuviste temor de que te dejaran sin esos cuadernos, de que te los sacaran en una requisa?

K: Era muy importante que las celadoras de requisa no entendieran bien lo que una escribía en ciertos momentos, porque, podía haber consecuencias: calabozo de castigo o cualquier cosa. Nunca se sabía. Así que yo me dediqué a escribir de una manera más o menos ininteligible para ellas. Esos cuadernos han sido, luego, objetos de estudio. Hay libros y artículos escritos por académicos sobre ellos. Están llenos de códigos, del estilo de usar ciertas palabras donde debían ir otras. Tuve que releerlos mucho para poder interpretarlos. Me había olvidado un poco, pero, después, recordé todo. Por ejemplo, si quería escribir la palabra revolución escribía broche, juguete, lo que fuera. Si quería escribir continuidad ,también, ponía broche. Y no podía tener un papel con anotaciones para el futuro. Al salir y con los años, cuando me pidieron información sobre los cuadernos y para poder escribir sobre ellos, tuve que releer, varias veces, para descubrir y descifrar el significado de lo que había escrito a partir del contexto. Lo hice y todo volvió a mí rápidamente. No tan rápido, tal vez, pero lo logré.

F: Descifrar tus propios códigos.

K: Preguntarme a mí misma: ¿qué quise decir acá? Y, de ponto, adentrarme en aquel momento y, ¡puf, te salta la palabra! Acá era Continuidad, ahí era Revolución. La  palabra no importa, elegía cualquier palabra. La usaba en función de confundir a las celadoras, a las profesionales de la requisa. Lo logré y logré, también, descifrarme después.

F: ¿Si pudieras rescatar alguna de esas palabras ahora?

K: Ahora no me viene ninguna. Puedo buscar (y sale hacia la habitación contigua. Alicia regresa con Dagas, su libro que, hace pocos días, me diera en regalo Sylvie y que, apenas, había hojeado, por la vorágine de los ensayos. Nos reímos por la coincidencia, me dice «¡Ah, lo tenés!» y me muestra, desde el Skype, las imágenes, «las cositas que hacíamos», -dice, las bolsitas, los collares, los anillos. Estas son fotos de las páginas de los cuadernos. Ahorrábamos espacio, porque no sabíamos cuándo íbamos a tener otro. Están las fotos y están los dibujos de las compañeras. Mirá esta foto, el cura de la cárcel, ¡qué horror!

F: ¿Dibujabas desde siempre?

K: Sí, desde chiquita, pintaba con óleo, que no me dejaba respirar. Vuelvo a los códigos: está acá en la página 123: a la palabra regalo la usaba en lugar de caramelo. El caramelo era un paquetito que hacíamos cuando necesitábamos pasar un mensaje de un piso al otro de la cárcel, de una celda a la otra. Lo escribíamos, lo doblábamos, lo envolvíamos varias veces con polietileno de alguna bolsa para impermeabilizarlo y lo sellábamos con la brasa del cigarrillo. Lo manteníamos en la boca, como si hubiera sido un caramelo eterno y, en la eventualidad de una requisa sorpresiva, lo tragábamos. Las minas de requisa sabían, muy bien, lo que era un caramelo. Mirá estas palabras, filos largos: alcance de la lucha. Dulces barras de chocolate con nuez: armas (ambas reímos). Y, luego, para decir cárcel inventé palabras o expresiones como arenal, caminarás despacio, ciénaga, desde adentro, este sendero lateral de ripio, túnel de bronce, piedras, que, desde hace dos años, se adhieren a mi cintura.

F: A los cuarenta poemas rescatados del sótano, ¿los publicaste?

K: Todavía no ¿Y sabés por qué no? Los pasé a máquina, era el tiempo en que se pasaba a máquina, los tengo acá mismo en la biblioteca. Y creo que me cuesta muchísimo.

F: Después de todo lo que charlamos, me quedé ahí con esos cuarenta poemas.

K: Sí, pero volver a través de la escritura no es lo mismo que volver a través del recuerdo y las imágenes. Yo soy escritura. Volver a traer la escritura, desde ahí adentro, ¿vos sabés lo que a mí me costó volver a leer los dos cuadernos? Releer y releer para explicarles a los académicos. Fue tremendo. Y, además, con cada una de estos recorridos, que repito y repito, incluso, suelo enfermarme físicamente. Tengo la idea de que esos poemas sean publicados con otras cosas escritas desde chica -desde los 7 u 8 años y hasta salir de la cárcel- y otras consideraciones de mis cuadernos de la cárcel. Habría que reescribirlos o editarlos como una primera versión carcelaria. En algún momento, van a salir, porque ya estoy mayor, tengo bastante publicado y sería como una curiosidad.

F: ¿Qué te pasa en el cuerpo cuando volvés a la Argentina?

K: Me enfermo. Siempre me enfermo. Pero, como en general voy en invierno, quizá la razón sea el clima. Los problemas que se me presentan son respiratorios. Hace seis meses, el 15 de junio, hicimos un gran encuentro de ex presas políticas. Lo hicimos en el Bahuen. Asistimos 350 compañeras, muchísimas, aunque, no todas pudieron llegar. Somos muchas más. Era una euforia de vernos, con muchas no nos habíamos visto por cuarenta años. Fue una experiencia muy particular, intensísima, tremenda. Hicimos eso y, al día siguiente, la tercera parte de nosotras estaba enferma. En general, nos dio lo que todas llamaban gripe. A mí, me dio una neumonía. No fui la única que tuvo neumonía. Todas sabíamos por qué nos había pasado eso. Ninguna dudó. Las emociones nos carcomían en esos días. Yo tenía presentaciones de libros, en el Instituto de Literatura Latinoamericana y en otros lugares. Apenas volví a mi casa fui a ver al médico. Todavía no terminé de curarme del todo.

F: ¿Qué aprendiste de tus compañeras de cautiverio?

K: Participábamos de todo. Aprendí el coraje. Teníamos compañeras médicas que nos daban lecciones de primeros auxilios. Lo que aprendí y no me gustaba nada era esa disciplina para levantarme a las 4 de la mañana, a escondidas, en el sótano, a hacer gimnasia. Había compañeras que decían «¡hay que moverse, hay que moverse! ¡vamos, Alicia, levantate, salí de la cama!» y nos metíamos donde nosotras creíamos que no nos veían, porque estábamos en un sótano con ventanitas arriba, cerca del techo. Pasaba, constantemente, por allí el guardia –o, quizá, fueran dos- iba y venía, armado hasta los dientes y, de hecho, la gimnasia era una de las tantas cosas que nos estaban prohibidas. Teníamos que levantarnos a la hora en que nos despertaba la celadora, que creo que era a las 6 o a las 7, a ninguna otra hora. Cosa que, por supuesto, no cumplíamos. Aprendía la disciplina de mantener el cuerpo en estado. Yo era un poquito más espontánea en mis cosas de todos los días: estudio, sí, pero si tengo ganas. No, hay que estudiar para salir bien en el examen. Por lo pronto, ya había aprendido disciplina en el partido, tampoco podías militar de la forma en que lo hacíamos si no había disciplina. Alguna compañera hablaba francés, yo había estudiado francés de chica y, con ella, practicaba. Hubo otras compañeras que aprendieron a leer y a escribir en la cárcel, compañeras muy humildes, que no habían tenido la posibilidad de acceder a un mínimo de escuela primaria. También, aprendí a limpiar un poco. Cada día nos tocaba a dos, teníamos nuestros turnos de fajina. Así que la compañera que hacía fajina conmigo me enseñaba, siempre entre risas, a hacer bien la limpieza. Y seguimos aprendiendo unas de otras.

F: ¿Cómo viviste el momento en que Bosquejos de Altura se convirtió en teatro?

K: Eso fue fantástico. Y, además, la manera en que eso sucedió. Salió publicado en francés en una edición preciosa, un librito muy bello. Y Sylvie entró a una librería y lo vio. Lo hojeó y dijo: «¡Ah, esto es para mí!”. Se comunicó con la editora, Anne Claire Huby, que, también, lo había traducido. Anne Claire me preguntó a mí y le dije que por supuesto, que hiciera lo quisiera. De manera totalmente desinteresada de un lado y del otro.
Las primeras funciones, en Francia, no las vi, porque estaba comprometida acá (Los Ángeles), con otras cosas, pero, de algún modo, creo que huía, porque era tan fuerte la emoción frente a todo eso, que me resultaba difícil enfrentarla. Luego, Sylvie supo que yo iba a Europa a presentar mi nuevo libro y me preguntó «¿podés venir a Francia?», le respondí: «bueno, si tengo una razón específica, voy», ella me dijo: «¿sí, damos la obra?,  y yo le dije: «bueno, ¿y ustedes están preparadas?», «lo vamos a armar», me contestó. Y organizaron una serie de funciones en teatros grandes. La que yo vi, tuvo un público de, al menos, 500 personas ¡Una maravilla! En Francia, los teatros tienen abonados -creo que se dice así-, pagan un poquito al año y, entonces, van a ver lo que les interesa. Y, a esa función, no fui sola, desde ya. Fui con compañeras que llegaron a Lyon desde Italia, desde París, desde Toulouse, porque nos necesitábamos unas a otras. Sabíamos cómo iba a ser, sabíamos que íbamos a necesitar tomarnos de las manos, abrazarnos, sabíamos que íbamos a llorar, así que nos preparamos.

F: ¿Cómo vivís esta experiencia de Buenos Aires, aunque no estés físicamente presente?

K: ¡Fantástico! Con la misma intensidad. Una vuelve  a la situación. Tengo mucha facilidad para volver a esas situaciones de lo que muchos, muy equivocadamente, llaman pasado. Al escribir hago el switch (cambio). Cuando escribo, me convierto en el personaje. Simplemente, vuelvo. A mis estudiantes de creación literaria, les digo: yo revivo, constantemente, esto. Estoy dando una clase de escritura, pero, estoy allá “¿Allá dónde, profesora?», me preguntan. Allá, en las cárceles en las que estuve. Allá, con mis compañeras de Rosario. Allá, con mis compañeras porteñas.

Habría querido estar. Lo vivo muy intensamente y comparto, todos los días, las fotos de lo que están haciendo en Buenos Aires. Pero, no es posible estar en todo. Mis compañeras están, se organizaron para estar en dos grupos, en las dos funciones, y esa es la belleza de ser una multitud así de única. Somos un grupo muy numeroso, estamos pendientes unas de las otras. Tomamos vacaciones juntas, hacemos juntadas en grupos chicos o muy grandes, donde no está una está la otra. Y creo que, cuanto más mayores nos vamos poniendo, más necesidad tenemos de estar juntas, de pasar tiempo juntas.


Ahora conozco a esta Alicia, la que me habla desde la saliva de su asma, la de las palabras en clave, la que trafica poesía en tiritas de sandalia, la que actúa para rescatar dos cuadernos, la que lima hueso, la que tiene que agarrarse fuerte a las manos de las otras, la que aprendió a limpiar, la que escribe, la que lucha, la que enseña, la que abraza, la que ríe, la que llora, la que ama la vida. La palabra es Fulgores y, también, Solidaridad y Juntas.

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