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Culturicidio y emancipación: las disputas culturales por el sentido común bajo el macrismo

Primera parte

El 13 de junio, se presentaron, en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, dos libros de mi autoría: la reedición de Culturicidio. Historia de la Educación Argentina (1966-2004), y el nuevo ensayo, Culturicidio 2. Cultura, Educación y Poder en la Argentina 2004-2019, publicados por RGC Editores, en Coedición con Editorial Contexto de Chaco, con el auspicio de la Dirección de Políticas Culturales del CCC.

Un neologismo como nueva categoría para leer la Argentina abismal

Culturicidio partía de una frase luminosa de Jean Paul Sartre (“Habremos de ser lo que hagamos con aquello que han hecho de nosotros”) y de dos interrogantes: 1) ¿Qué subjetividades culturales se constituyeron en la educación superior argentina –y en la educación pública en general–, durante el período 1966-2004? y 2) ¿Qué definiciones de realidad (Tamarit, 1994) se impusieron en ese tiempo? Sostenía, allí, que para responder tales preguntas tenía, también, que interrogarme acerca de los estados generales de la cultura y la educación y, por ende, preguntarme en qué clase de país se desarrollaron los procesos que hicieron posibles determinadas cultura y educación y las subjetividades culturales de los estudiantes y docentes argentinos. 

Planteaba como tesis que no se podía –ni se puede– explicar la clase de colonización política y económica que padecimos como Nación, durante la dictadura cívica-militar-empresarial y eclesiástica de 1976-1983 y en la larga década de los 90, bajo la democracia de mercado menemista-aliancista-duhaldista, si no descubrimos su condición de posibilidad fundamental: la colonización cultural, lingüística y pedagógica de nuestras subjetividades y sentido común. Porque, “existe otro fenómeno para el cual todavía no hemos hallado una palabra justa, porque, nuestro lenguaje no ha vuelto a ser el mismo después de la atroz experiencia de la dictadura militar, porque, esa realidad desbordó desmesuradamente sus posibilidades de representación y, porque, además, al ganarnos la cabeza, nos robaron las palabras e invirtieron sus sentidos”.

Relacionaba la desaparición forzada de 30 mil personas, la cárcel de otras miles y el exilio de otras centenares de miles, con la transformación que sufrimos desde la sociedad lectora. Que leía antes de marzo de 1976 entre 3 y 4 libros por habitante por año, a la que pasó a leer 0,8 libros al término de la dictadura y había pauperizado su lenguaje, con la pérdida de más de 3 mil palabras en su comunicación cotidiana; como estados sociales de la lectura y el lenguaje en los que se constataba, también, otra desaparición, la de las ideas y la del pensamiento crítico, ocasionada por el tutelaje censor represivo de la dictadura. Para vincular lo que se buscaba separar: la transformación estructural de la sociedad más igualitaria de América Latina, con la participación de los trabajadores en la distribución de la riqueza más alta de nuestra historia, que alcanzó el 50 por ciento en 1974; en una sociedad profundamente desigual, con la disminución drástica de dicha participación al 25 por ciento en 1983, cuyo 25 por ciento restante, ahora, formaba parte de las ganancias del capital (75 por ciento), con la transferencia brutal de la riqueza simbólica desde los sectores trabajadores a los del capital más concentrado -el sector civil que instigó el golpe y fue su principal beneficiario–, expresado en los grandes recortes a los presupuestos de educación pública, cultura, ciencia, salud y desarrollo social y el comienzo de la desresponsabilización del Estado Nacional como garante de los derechos educativos, sanitarios, culturales y sociales, con las transferencias de las escuelas primarias y jardines de infantes y áreas de salud a las provincias sin fondos para sostenerlas.

He ahí la razón de la emergencia del concepto culturicidio, ese neologismo que sólo había visto en un par de textos, escrito como al pasar y de referencia ambigua. Decidí precisarlo, resignificarlo como una categoría valiosa. Me pareció contraseña clave para meterme en los pliegues secretos de nuestra vida social durante los años de saqueo y horror para que, en diálogo con genocidio, me permitiera adentrarme en las aguas turbias de nuestra historia nacional. Escribí, entonces, culturicidio: delito contra el derecho de gentes consistente en la aniquilación intencional de las creaciones, objetos y valores culturales, patrimonio de un pueblo, indispensable para la constitución de sus subjetividades, de su identidad nacional, con el propósito de transformar a los sujetos sociales en seres diametralmente diferentes, en individuos despolitizados, temerosos, aislados de lo colectivo y disciplinados según los intereses del sector dominante” (Romero, 2004).

El 2003-2004 como un horizonte de esperanza.

Pero, ese primer ensayo, también, sostenía que, el 25 de Mayo de 2003 –con todas las contradicciones y precariedades-, se abría un promisorio camino en medio del país en ruinas que se había asomado al agujero negro de su propio abismo disolutorio. Y aventuraba una agenda propositiva en educación, buena parte de tales propuestas concretadas durante el período 2003-2015; las otras, siguen siendo grandes asignaturas pendientes.

Un nuevo culturicidio, más feroz y más sofisticado.

  • Desde dónde escribí, desde dónde escribo.

Escribí el primer texto, entre 2002 y 2004, desde la memoria del adolescente que fui durante la dictadura, del militante en que me convertí durante los últimos años de ese período de genocidio y culturicidio y los primeros de la reapertura democrática; desde mi experiencia como docente y escritor. Desde el dolor y la asunción de la profunda derrota cultural que nos llevó a chocar contra el iceberg en el país Titanic de fines de 2001. 

Escribí el segundo ensayo, entre enero de 2016 y febrero de 2019, desde mi experiencia como escritor, docente y militante, pero, también, y, sobre todo, como el militante que nunca dejé de ser, protagonista no arrepentido de los gobiernos que formé parte, en mi provincia de Chaco, entre diciembre de 2007 y enero de 2013. Primero, como Presidente del Instituto de Cultura y, luego, como Ministro de Educación. Y en el gobierno nacional, en los ministerios de Educación y Cultura, entre 2013 y diciembre de 2015. 

  • La autocrítica como forma de narrar lo que nos pasó. 

Horacio González (2016) escribe que “la ‘autocrítica’ no es un ritual o un protocolo cargado de axiomas. Es, principalmente, la búsqueda de una forma para hablar de lo que pasó”. De eso se trata aquí y ahora. No de desgarramientos expiatorios ante quienes son negadores seriales de todas las conquistas sociales de nuestra historia, sistemáticamente presentadas como “demagógicas” y “populistas” (González, 2016).

Presentación de los libros de Francisco Tete Romero en el Centro Cultural de la Cooperación.

La autocrítica como una forma del distanciamiento que adoptamos para tratar de entender lo que vivimos, para hablar de lo que nos pasó, para hallar sentidos a nuestra experiencia, para rescatar lo vivido del mero anecdotario y los fáciles previsibles arrepentimientos conversos. Para aprender de la historia sin renegar de las convicciones. Para no volver a cometer los mismos errores. Trato de ir por ese camino.

Pienso, ahora, en aquella frase de Sartre: “Habremos de ser lo que hagamos con aquello que han hecho de nosotros”. Porque, si desde el período 2003-2015 intentamos hacer de aquello que habían hecho de nosotros -subjetividades individualistas, despolitizadas, colonizadas–, subjetividades solidarias, autónomas o emancipadas como sujetos políticos protagonistas, debo/debemos asumir que fuimos derrotados o que, al menos, en buena medida, no lo logramos.  Pero, por eso mismo, persisto/persistimos. 

Escribo ahora, entonces, para tratar de comprender qué de aquello que éramos antes del 25 de mayo de 2003 dejamos de ser –o creímos que dejamos de ser–; y qué de aquello que éramos antes del 2003 continuamos siendo –explícita o tácitamente, consciente o inconscientemente–, o no pudimos o no quisimos dejar de ser. 

En un poema luminoso, Leopoldo Marechal (2014) se preguntaba “…y cómo salir de la noche doliente”, y se respondía “de todo laberinto se sale por arriba”. Estoy persuadido del poder de las preguntas que calan hondo, porque nos abren horizontes para las investigaciones más profundas y auténticas. Para no tropezarnos, ciega y rencorosamente, contra las paredes interminables del laberinto ni comernos los unos a los otros, como minotauros vengadores de nuestras esperanzas truncas.

¿Cómo narraron nuestras instituciones republicanas, culturales y educativas aquello que nos había pasado en diciembre de 2001? ¿Cómo lo explicaron y explicamos? ¿Cómo fueron entendidas y asumidas esas explicaciones? ¿Qué representaciones culturales y prácticas sociales produjeron?

¿Qué clase de sociedad fuimos entre 2003-2015? ¿Qué clase de tensiones y conflictos culturales enfrentaron a sus distintos sectores sociales, desde qué discursos, tradiciones y valores se produjeron y sostuvieron tales disputas? ¿Cuáles fueron sus orígenes y resultados? ¿Qué clases de subjetividades y representaciones sociales parieron?

Para responder a estos interrogantes, me propuse retomar la línea de pensamiento de este ensayo quince años después de su primera edición, no para continuarlo, sino, para escribir otro libro, otro ensayo que dialogue con ese primer Culturicidio, que tienda puentes con la historia que, allí, se rememora, pero, que trate de dar cuenta de lo que hicimos e intentamos hacer con aquello que hicieron de nosotros las políticas neoliberales a lo largo de, casi, tres décadas. Y, sobre todo, para intentar entender las nuevas claves de sentido de un tiempo histórico diferente y mucho más complejo. 

Los nuevos mecanismos culturicidas

En términos de Antonio Gramsci y de las relecturas que de él hicieron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, defino cultura “como el espacio político de disputa por las representaciones, para articular una narrativa en la que se reconozcan identidades colectivas, necesaria para la construcción de un pueblo (comunidad de pertenencia) para su constitución como sujeto político instituido; o bien, en el orden de lo contra hegemónico, para desarticular la narrativa cultural dominante. Por eso, desde esa concepción gramsciana, la transformación social –y, por ende, cultural-, pasa por el asalto a los valores y definiciones de realidad que sostienen las creencias sociales, su sentido común, lo que se entiende por representaciones, como condición de posibilidad indispensable para el acceso al poder. 

Me pregunto, ahora, qué clase de batallas culturales libró el kirchnerismo contra las representaciones de la sociedad que éramos en mayo de 2003, durante sus doce años de gobierno.


Francisco Tete Romero es escritor, docente y editor. 

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